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El verdadero objeto de estudio de la humanidad es el hombre.
POPE
Este volumen es al mismo tiempo una contrapartida y un complemento de dos obras anteriores: La lucha contra el demonio,* donde se mostraba a Hölderlin, Kleist y Nietzsche como tres variaciones de una naturaleza trágica, agitada por una fuerza demoníaca, que lucha contra sí misma y contra el mundo real en su afán por alcanzar el infinito; y Tres maestros,** donde Balzac, Dickens y Dostoievski representan prototipos de creadores épicos del universo que, en el cosmos de sus novelas, yuxtaponen una segunda realidad a la ya existente. El camino que siguen estos Tres poetas de sus vidas no nos lleva, como el de los primeros, hasta lo infinito, ni tampoco, como el de los segundos, hasta el mundo real, sino que nos conduce únicamente hacia los autores mismos. Su intención no es la de reproducir el macrocosmos, la plenitud de la existencia, sino desplegar ante el mundo el microcosmos del propio yo, considerando de forma inconsciente que ésa es la misión principal de su arte: ninguna realidad es para ellos más importante que la de la propia existencia. Mientras que el poeta que crea un mundo-el «extrospectivo», como lo denomina la psicología-es aquel que se vuelve hacia el universo para fundir su personalidad en la objetividad de sus representaciones hasta el extremo de hacerla indistinguible (el ejemplo más consumado, quizá, es el de Shakespeare, cuya persona se ha convertido en mito), el espíritu «introspectivo», por su parte, es el de quien siente subjetivamente, aquel cuyos pensamientos se centran en él mismo y considera que su yo es el fin de todo, de modo que será fundamentalmente un creador de su propia vida. Sea cual sea la forma que escoja (drama, epopeya, poesía o autobiografía), siempre hará de su yo, de modo inconsciente, el medio y el centro de sus obras, y en cada descripción se estará representando. El propósito de la presente obra es plasmar a este tipo de artista subjetivista, que se ocupa únicamente de su persona, así como su género artístico decisivo, la autobiografía, a través de tres autores.
Casanova, Stendhal y Tolstói: sé que la reunión de estos tres nombres resulta más sorprendente que esclarecedora, y en un primer momento el lector se preguntará en qué sentido un hombre inmoral, pillo, libertino y escritor dudoso como Casanova puede tener algo que ver con un moralista heroico y escritor perfecto como Tolstói. En realidad, en esta ocasión, el hecho de que estén juntos en un libro no significa ponerlos en el mismo nivel intelectual, sino todo lo contrario: estos tres nombres simbolizan tres estadios distintos, es decir, una gradación que sitúa a uno por encima del otro, en una forma esencial cada vez más elevada del mismo género. No representan-insisto-tres figuras equivalentes, sino tres estadios ascendentes de una misma función creativa: la autorrepresentación. Obviamente, Casanova simboliza el estadio inferior, primitivo, la autobiografía ingenua, en la que un hombre confunde la vida con sus aventuras mundanas, sensuales y materiales, al tiempo que relata cándidamente el devenir de los acontecimientos de su existencia sin entrar en valoraciones ni indagar en sí mismo. Con Stendhal, por su parte, la autorrepresentación alcanza un nivel superior, el psicológico. Ya no basta el mero relato, el simple curriculum vitæ, sino que el yo ha empezado a sentir curiosidad por él mismo, observa el mecanismo de su propio estímulo, indaga en los motivos de sus actos y sus omisiones, identifica los elementos dramáticos desde el punto de vista psicológico. Con ello se inaugura una nueva perspectiva, la contemplación del yo como sujeto y como objeto, la biografía de lo íntimo y de lo exterior. El observador se observa a sí mismo, el que siente indaga en sus sentimientos: no sólo la vida mundana, sino también la psíquica, ha entrado gráficamente en el ángulo visual. Por último, con Tolstói esa introspección espiritual alcanza su apogeo, en la medida en que se convierte simultáneamente en una representación ético-religiosa. No sólo un observador muy sagaz describe su vida y un psicólogo muy agudo analiza los reflejos aislados del sentimiento, sino que además surge un nuevo elemento de la introspección: el ojo implacable de la conciencia, que examina la verdad de cada palabra, la pureza de cada convicción y la intensidad de cada sentimiento. La representación del yo ha superado ya el estadio del autoexamen movido por la curiosidad y se ha transformado en un juicio moral sobre uno mismo. Al realizar su autorretrato el escritor ya no se preocupa únicamente por el tipo y la forma de sus manifestaciones humanas, sino también por el sentido y el valor de las mismas.
Esta suerte de artistas que realizan su autorretrato pueden expresarse en todas las formas del arte literario, pero sólo hay una en la que alcanzan su plena dimensión: la autobiografía, la abarcadora epopeya de su yo. Todos ellos aspiran sin saberlo a eso, pero pocos lo logran. De todos los géneros, la autobiografía se revela como el que menos éxitos proporciona, ya que es el más peligroso. Pocos se atreven con ella (en el vasto paisaje de la literatura universal, apenas existe una docena de obras de este tipo que sean esenciales para el espíritu), y pocos se entregan a la observación psicológica, ya que ésta tiene que abandonar inevitablemente las regiones puramente literarias para descender a las profundidades del laberinto del conocimiento del alma. Obviamente, no podemos permitirnos, en el limitado marco de un prefacio, examinar de un modo siquiera aproximativo las posibilidades y los límites de la autobiografía. Sirvan estas palabras tan sólo para introducir el tema mediante unas pocas observaciones preliminares.
Visto de un modo ingenuo, la autobiografía podría parecer la tarea más espontánea y fácil para cualquier escritor, pues ¿qué vida conoce mejor que la suya? Está al corriente de todos los acontecimientos de esa existencia, de los mayores secretos, tiene a la vista lo más oculto de su intimidad. De modo que para relatar «la» verdad de su pasado y su presente no necesita más esfuerzo que refrescar la memoria e ir anotando los datos de su vida, un acto, por lo demás, tan poco arduo como levantar el telón de una escena ya compuesta, derribando la cuarta pared que se interpone entre nosotros y el mundo. Es más, del mismo modo que se podría decir que la fotografía no requiere un gran talento pictórico, pues consiste en captar de un modo poco imaginativo y mecánico una realidad ya dispuesta, se diría que para la descripción de uno mismo no hace falta ser artista, sino tan sólo un amanuense escrupuloso. Podría creerse que en principio cualquier persona estará en condiciones de convertirse en su propio biógrafo y dar forma literaria a sus penas y alegrías.
Sin embargo, la historia nos enseña que el autor común y corriente de una autobiografía sólo logra ofrecer el testimonio de los acontecimientos que el mero azar le ha permitido vivir. En cambio, la exteriorización de la imagen psicológica precisa a escritores experimentados, perspicaces, e incluso entre ellos son pocos los dotados para tal peligrosa tarea suprema. Y es que ningún camino se revela tan intransitable en la oscuridad de los vagos y dudosos recuerdos como el descenso de un hombre desde la superficie soleada de su ser hasta las sombras de sus abismos, desde el propio presente hasta un pasado ya cubierto por la maleza. Cuánta osadía tiene que acopiar ese hombre para bajar a tientas hasta sus propios abismos, atravesando el estrecho y resbaladizo pasadizo situado entre el autoengaño y la arbitrariedad de la desmemoria, para llegar a esa soledad última consigo mismo, allí donde, como en el encuentro de Fausto con las Madres, las imágenes de la propia vida se ciernen, «inmóviles y sin vida», sólo como símbolos de la vida real que fue, la de otro tiempo. Cuánta paciencia heroica y sangre fría necesitará antes de tener derecho a pronunciar esas nobles palabras: «Vidi cor meum» ('¡He visto mi propio corazón!'). ¡Y cuán arduo será luego el retorno desde lo más profundo de esa intimidad, volver a ascender al enojoso mundo de la creación, pasando de la introspección al autorretrato! Nada revela con mayor claridad la dificultad inconmensurable de esa empresa como la poca frecuencia con la que se consigue: con los dedos de las manos podrían contarse los escritores que han conseguido hacer un autorretrato psicológico logrado. Y aun entre esas obras maestras, ¡cuántas lagunas y omisiones, cuánto artificio y cuántos parches! En el arte, precisamente lo que está al alcance de la mano es siempre lo más difícil de atrapar, y lo que parece más fácil es la labor más ardua: para el biógrafo no hay personaje-de su tiempo o del pasado-más difícil de retratar con precisión que él mismo.
Pero ¿qué es lo que nos empuja, de generación en generación, a intentar una y otra vez llevar a cabo esta tarea tan absolutamente imposible? Sin duda un impulso elemental, algo que le ha sido dado únicamente al hombre: el deseo innato de inmortalidad. Situado en el fluir de la vida, ensombrecido por lo perecedero, destinado al cambio y a la transformación, y arrastrado por la incesante corriente del tiempo como una molécula entre miles de millones, el individuo intenta, de forma involuntaria (gracias a la intuición de la inmortalidad), preservar su huella, el haber estado ahí una vez y nunca más, con algún rastro duradero que lo trascienda. Dar testimonio del mundo y de uno...
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