Morbus
XXX
Al ver la Kärtnertor, una de las puertas de la muralla, a Elisabeth le pareció que estaba ante unas fauces muy abiertas que se tragaban la interminable caravana de personas con que las que las alimentaba el puente de piedra que se extendía más de veinte brazas sobre el glacis. En la puerta había tres accesos distintos. El del medio era únicamente para carruajes y carretas, y Johann y Elisabeth se pusieron a la fila que iba a parar al pequeño acceso de la izquierda. Sólo llevaban el morral a la espalda, el caballo se lo habían vendido a un herrero en Matzelsdorf, una aldea cercana a Viena.
Mientras se acercaban, la muralla parecía crecer como una ola encrespada que acabaría rompiendo sobre ellos y lo arrastraría todo. El frontal de la puerta estaba decorado con magníficos escudos de armas y frescos, pero el acceso era estrecho y estaba sucio, y los pasos y las voces de los viajeros creaban una cacofonía atronadora. Elisabeth se angustió y se esforzó por no perder de vista a Johann en la cola de gente que se abría paso a empujones.
Cuando consiguieron pasar, la joven vio de repente una calle ancha, con edificios de varias plantas a ambos lados y que desembocaba en una catedral enorme. Aun estando lejos, Elisabeth reconoció que era el templo más imponente que jamás había visto. La imagen la tranquilizó un poco después de lo que le había ocurrido junto a la columna de la hilandera. Construir algo así significaba inclinarse ante Dios, con lo que la ciudad y sus habitantes no podían ser tan malos.
Elisabeth se detuvo y empezó a girar sobre sí misma para asimilar sus primeras impresiones de Viena.
Edificios enormes.
Una cantidad increíble de gente.
Muchísimos carruajes.
Los lastimosos relinchos de un caballo la sobresaltaron, Johann la agarró del brazo y la apartó del camino. Un carruaje pasó ruidosamente a pocas pulgadas de ellos, el cochero maldijo a voces y fustigó con el látigo a su jamelgo. Luego, desapareció por la puerta.
-Aquí hay un poco más de jaleo que en Innsbruck y en Leoben -dijo Johann, guiñándole un ojo-. Ten cuidado con los carruajes, tienen las de ganar.
-Sí. -contestó Elisabeth, fascinada todavía por el ajetreo que la rodeaba.
Cogió a Johann de la mano y avanzaron juntos por la calle, primero a paso lento y, luego, cada vez más deprisa, como si el centro de la ciudad ejerciera una atracción mágica sobre ellos.
El barullo fue en aumento, la gente iba de un lado a otro, vendía sus mercancías o se las ofrecía a los comerciantes. En medio de aquella barahúnda, también alborotaban niños y cacareaban gallinas sueltas. En las calles soplaba un viento fuerte que arrastraba aromas de todo tipo que, mezclados con el olor a sudor y a excrementos de personas y animales, provocaban un hedor insoportable. Con todo, Johann y Elisabeth se acostumbraron enseguida.
El camino se bifurcaba al final de esa calle, la Kärnterstrasse, según le dijo a Johann un artesano huraño. A la izquierda empezaba el Graben, el antiguo foso, que se extendía en toda su amplitud hacia el oeste con un sinfín de puestos de fruta y verdura. Si se seguía en línea recta, se llegaba al cementerio que rodeaba en círculo la catedral.
Se acercaron al enorme edificio y se detuvieron. Elisabeth contuvo el aliento: desde lejos, la torre principal del templo era imponente, pero una vez delante se revelaba en toda su magnitud, en una grandiosidad que sólo podía ser superada por la grandeza de Dios. Sin embargo, la sólida catedral no provocaba un efecto intimidatorio, porque la profusión de esculturas, arabescos y gárgolas que la ornaban hacían que pareciera una obra de filigrana, frágil y delicada.
-La catedral de San Esteban -dijo Johann, mirando la cruz de la torre principal-. El abad Bernardin me habló de ella, pero no lo creí. Mide 444 pies de altura.
-¿Podemos.? -Elisabeth titubeó un momento-. ¿Podemos entrar?
Johann sabía que no podían perder mucho tiempo, pero.
Sé reverente y ora en la casa de Dios.
Una de las máximas del abad Bernardin. ¿Por qué la recordaba ahora? ¿Y por qué tenía la sensación de que era importante entrar en la catedral?
-De acuerdo, pero sólo un momento.
Cruzaron el cementerio repleto de tumbas que rodeaba el templo. En el centro se alzaba la capilla de Santa Magdalena, que parecía un juguete al lado de la catedral gótica, que descollaba por encima de todo.
Se dirigieron al lado oeste y de repente vieron un pórtico inmenso. Elisabeth se detuvo y contempló fascinada las figuras en relieve. A primera vista parecían caóticas, pero luego se apreciaba que seguían un orden. Dejó que aquel torrente de imágenes hiciera efecto en ella y de pronto se sintió muy pequeña delante de aquel inmenso portal, en aquella ciudad extraña.
El interior de la catedral estaba a oscuras y la joven no consiguió distinguir nada en un primer momento. Sólo oía el eco de los pasos de la gente y notaba la frialdad de la piedra y el olor a incienso que la rodeaban. Después, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y, al ver lo que aparecía ante ella, se quedó conmocionada.
El sol de media tarde que entraba por las enormes vidrieras de colores sumergía el interior en una luz llena de matices. La nave central, en la que se encontraba el altar, parecía estirarse hacia al cielo con todas sus fuerzas, encerrada en una bóveda de crucería decorada con frescos.
¿Quién puede ser capaz de construir una obra semejante?
Sintiendo un profundo respeto, Elisabeth metió la punta de los dedos en el agua bendita de la pila de piedra, hizo una genuflexión y se santiguó. Se dirigió a los soportes de hierro forjado en los que ardía un mar de velas, cogió una del suelo y la encendió. Johann se le acercó, echó una pequeña moneda en la caja de la colecta y le puso una mano en el hombro.
-Por mi padre y por mi abuelo -susurró Elisabeth.
Johann cerró un momento los ojos y honró la memoria del abuelo, un hombre íntegro y de buen corazón, al que siempre conservaría en el recuerdo.
No perdió ni un segundo pensando en el monstruo en el que se había convertido el padre de Elisabeth, al que finalmente había tenido que matar.
-Vamos a ver el resto de la catedral -lo apremió Elisabeth.
Johann asintió. Quería encontrar cuanto antes al prusiano, pero seguramente daba igual demorarse una hora más. Y desde que estaban en la catedral, Elisabeth parecía feliz por primera vez en mucho tiempo.
Deambularon por la nave central del templo. Las naves laterales, la izquierda dedicada a la Virgen María y la derecha a los apóstoles, estaban flanqueadas por columnas y contaban también con numerosos altares. En los bancos de madera maciza, sentados o de rodillas, había numerosos ciudadanos o viajeros, todos absortos en la plegaria.
Pasaron junto al púlpito, que parecía abrirse como una flor desde la base. La barandilla estaba repleta de ranas y salamandras esculpidas, que parecían enfrentarse. «La eterna lucha del bien contra el mal», pensó Elisabeth con un profundo respeto.
De repente, un dolor ardiente le atravesó el cuerpo desde el cuello y se le escapó un gemido.
-¿Qué te pasa? -Johann la cogió del brazo y la miró con preocupación.
El dolor se transformó en las pulsaciones que tanto odiaba.
-No es nada -contestó Elisabeth, que se soltó y dejó atrás el púlpito.
Johann la siguió, no muy convencido.
Finalmente llegaron al altar mayor. Las tremendas imágenes del retablo representaban la lapidación de san Esteban, con una multitud al fondo en la que se incluían otros santos.
Elisabeth volvió a hacer una genuflexión y se santiguó. Luego contempló la imagen del santo, se quedó absorta mientras notaba las pulsaciones de las venas, que resonaban en sus oídos y.
Las pulsaciones cesaron.
Esperó unos instantes, pero habían desaparecido de verdad. Además, se dio cuenta de que no se sentía con tantas fuerzas desde que habían atravesado el puerto de montaña de Semmering.
Sus ojos se posaron en la imagen del santo, en el altar, en la bóveda.
¿Era el lugar, era la ciudad? ¿Dios era poderoso en la ciudad, en sus iglesias? De ser así, ¿aún había esperanza para ella?
-Quiero ver un poco más la ciudad -le dijo a Johann en voz baja para no molestar a los que rezaban.
-Tenemos que buscar al prusiano o esta noche dormiremos al raso -replicó él con énfasis.
Elisabeth bajó un poco la cabeza y lo miró abriendo mucho los ojos. Johann suspiró.
-De acuerdo, pero antes de que el sol llegue al horizonte, empezaremos a buscarlo.
Elisabeth esbozó una sonrisa cargada de coquetería, dio media vuelta y recorrió la nave central en...