Morbus
XXX
Sophie salió de la oscuridad de la casa hacia el crepúsculo rojizo. Respiró hondo, aspiró el frío impregnado de lluvia y el aroma acre de los prados y los bosques, un aroma que, como siempre, contenía un halo de nieve. Era la nieve de las montañas que observaban el pueblo desde lo alto, y desde hacía siglos. Nieve que no desaparecía en verano y se ocupaba de que nadie se olvidara de la amenaza del invierno.
Ante ella se extendía el pueblo o, mejor dicho, lo que quedaba de él. Había pocas casas habitables, la mayoría había sido pasto de las llamas aquella terrible noche. Las ruinas ennegrecidas se perfilaban funestamente ante las cumbres blancas de las montañas.
Se oyeron crujidos, empezaban a abrirse las puertas de las casas habitadas y de ellas salían unas figuras cubiertas con mantos y hábitos, que luego se dirigían en grupos hacia las afueras del pueblo. Sus sombras alargadas parecían danzar en el crepúsculo y proyectaban dibujos extraños en el suelo encharcado y en las ruinas.
Una de esas figuras era Heinrich, que saludó a Sophie con la mano. Ella no reaccionó y el hombre titubeó un momento, pero luego continuó andando. Cada vez salía más gente de las casas.
Ellos.
Sophie tiritaba de frío, se subió el manto para taparse la cara y las venas negras que la cubrían.
Nosotros.
Cerró la puerta y siguió a los demás.
Sophie iba sola, como siempre, un muro invisible se alzaba entre ella y aquellas siluetas silenciosas. Era una de «ellos», pero había nacido en el pueblo y siempre llevaría esa mácula.
Sin contarla a ella, sólo tres personas habían sobrevivido al ataque de los proscritos contra el pueblo, tres personas que habían logrado huir.
Los proscritos.
Sophie todavía usaba esa expresión de vez en cuando, aunque sólo en pensamientos. Desde los acontecimientos del último invierno, esa palabra no podía pronunciarse en voz alta.
Cuando la pequeña Anna, que aún no había cumplido diez primaveras, le describió a las tres personas que habían huido, una sonrisa se deslizó por el semblante de Sophie: Johann, Elisabeth y el abuelo lo habían conseguido. Anna le contó que Heinrich prohibió que los persiguieran, igual que prohibió que la mataran a ella cuando la descubrieron en el establo con los tres gatos. «Ya basta», había dicho.
Sophie volvió a sonreír al pensar en Anna. Era una niña muy tranquila y seria, pero con una seguridad y una fuerza que ni siquiera los años vividos en las húmedas catacumbas del bosque habían logrado quebrar. Fue Anna la que convenció a su madre, Magdalena, para que la acogieran, primero en las catacumbas y después, cuando reconstruyeron las primeras casas, en el pueblo. Y si no hubiera sido por ella.
Un portazo la arrancó de sus pensamientos. Habían abierto de golpe una puerta y unas siluetas salían de una casa enorme, que parecía inclinarse y tenía buena parte del lateral izquierdo quemada. Las tablas nuevas que habían puesto encima de las carbonizadas parecían un vendaje sobre una herida ulcerosa. La tapaba, pero todos sabían lo que había debajo.
Encima de la puerta aún había una rama gruesa clavada, en la que habían tallado un monigote que sonreía con una mueca funesta. De niña, a Sophie le daba miedo pasar por allí delante al salir de misa. Era la taberna de Alois Buchmüller.
Buchmüller.
Sophie se detuvo inconscientemente, con la mirada vacía. Riegler. Albin. Y todos los demás.
Apretó los labios y continuó andando.
Sophie y los demás llegaron a su meta, al único edificio que se había librado de la venganza de los proscritos: la iglesia. Seguía allí, imperturbable y pétrea, como un baluarte contra los bosques oscuros que se extendían por la ladera.
Sophie entró en el cementerio que rodeaba la iglesia. Había velas encendidas delante de las numerosas lápidas de piedra, y también en los fanales. Cerca del muro desmoronado del camposanto había muchas tumbas nuevas. Después de matar a los vecinos del pueblo, al menos los habían honrado dándoles sepultura en suelo sagrado.
Sophie se arrodilló delante de una lápida sin adornos. No había nombres en los crucifijos, pero Sophie sabía quiénes eran y rezaba por ellos. Sus labios se movían en silencio.
El viento suave que soplaba desde las montañas hizo temblar la llama de las velas y desdibujó las tumbas sin nombre. ¿O tal vez era cosa de los ojos de Sophie, que se habían llenado de lágrimas?
Allí sólo había mujeres, niños y ancianos. Los hombres en edad de combatir yacían en los bosques, junto con los soldados bávaros; a ellos los habían enterrado en el mismo sitio donde los aniquilaron.
Sophie se santiguó y se levantó. Se acercó lentamente al otro extremo del muro, hacia un nicho en el que había una palmatoria con la estampita de un santo y un pequeño crucifijo de hierro. Acarició suavemente el crucifijo y pensó en el hombre al que tanto amó. durante el poco tiempo que habían compartido.
El viento arreció y le tiró del manto. No hizo caso. Recordó palabras que acudían a su mente y luego se perdían, que la envolvían como la niebla que cubría el pueblo la última vez que se vieron.
Te prometo que siempre estaré a tu lado.
El beso.
Pues a partir de ahora tendrás que cargar conmigo, bávaro tontorrón. Aquí no me retiene nada.
El último abrazo.
Tengo que volver a la granja, Gottfried. Nos vemos mañana.
Pero no hubo un mañana. No tuvieron un futuro juntos. Sólo muerte. Muerte y aniquilación en los bosques de la montaña para él y sus compañeros de armas, y también para los hombres del pueblo.
Cuánto había odiado a los proscritos por lo que le habían hecho a Gottfried, por lo que le habían hecho al pueblo. Y a ella.
Cuánto los había odiado por dejarla con vida. como uno de «ellos». Sólo sufrió un pequeño rasguño cuando la sacaron a empujones de su escondite, pero eso bastó para acabar con la vida que ella conocía.
Sin embargo, aún odiaba más al responsable de haber llevado la destrucción al pueblo.
Habían llevado su cadáver a un lugar del que nadie hablaba. Cuando Sophie quiso saber los detalles, le respondieron con un silencio férreo. Incluso Anna apretó los labios y negó con la cabeza.
Él.
Jakob Karrer.
Al pensar en él, la inundó una oleada de odio y las venas negras que se extendían por su cuerpo latieron con fuerza hasta.
-¿Sophie?
Se sobresaltó. Anna la miraba con sus ojazos. Su cabellera oscura ondeaba al viento.
-¿Anna? ¿Qué haces aquí? ¿Dónde.? ¿Dónde está Magdalena?
-Ya ha entrado. -La niña la miraba atentamente.- ¿Qué te pasa? ¿Estás triste?
-No -contestó Sophie, que entonces notó el viento frío, se estremeció y se ciñó el manto-. No, sólo.
Anna le tendió una mano.
-Vamos. Está a punto de empezar.
Sophie tomó la mano de la niña y entraron juntas en la iglesia.
Como era habitual, las mujeres y los niños se sentaban a la izquierda, y los hombres a la derecha. No había ningún motivo para introducir normas nuevas en la casa del Señor, daba igual la dureza de las pruebas a las que los sometía Dios. Sophie se sentó con Anna al lado de Magdalena, que la saludó con una sonrisa, a diferencia de las demás mujeres del banco, que ni siquiera la miraron.
A Magdalena nunca le había importado lo que pensaran de ella. No tuvo la menor dificultad en justificar por qué acogía a Sophie en su familia, puesto que todos la respetaban por su valor. Al fin y al cabo, cuando los hombres del pueblo y los soldados bávaros se adentraron de noche en las catacumbas, fue Magdalena la que empuñó la espada y se enfrentó a Johann List. Intentó proteger intrépidamente a las mujeres y a los niños cuando Johann, ensangrentado y fuera de sí, más demonio que persona, se precipitó en la sala. Una historia que desde entonces se había contado muchas veces.
Sophie se puso muy mal en la primera época de la enfermedad, pero Magdalena la cuidó, primero en las catacumbas y luego, después de que Heinrich y los demás arreglaran algunas casas para poder vivir en ellas, en el pueblo.
Vivir. ¿Qué vida era ésa?
Heinrich, que se sentaba en el primer banco, volvió la cabeza y le hizo una señal a uno de los hombres que estaban junto a la entrada. El hombre asintió y cerró la puerta.
Sophie se imaginó lo que ocurriría si un forastero llegaba en esos momentos a la casa del Señor en busca de refugio. ¿Qué vería? Unos...