1919.
Índice Lunes, 20 de enero.
Tengo la intención de copiar esto cuando pueda comprar un cuaderno, así que omito los adornos propios de un nuevo año. Esta vez no es el dinero lo que me falta, sino la capacidad, después de quince días en cama, de hacer el viaje a Fleet Street. Incluso los músculos de mi mano derecha se sienten como imagino que se sentiría la mano de un sirviente. Curiosamente, tengo la misma rigidez al manejar las oraciones, aunque por derecho debería estar mejor equipada mentalmente ahora que hace un mes. Esos quince días en cama fueron resultado de que me sacaran una muela y de estar lo suficientemente cansada como para sufrir un dolor de cabeza-un asunto largo y monótono, que retrocedía y avanzaba como una niebla en un día de enero. Mi cuota de escritura es de una hora diaria durante las próximas semanas; y habiéndola ahorrado esta mañana, puedo gastar parte de ella ahora, puesto que L. está fuera y estoy muy atrasada con el mes de enero. Noto, sin embargo, que este escribir en un diario no cuenta como escritura, ya que acabo de releer mi diario del año y me sorprende lo rápido y azaroso de su galope, a veces incluso dando sacudidas casi intolerables sobre adoquines. Aun así, si no estuviera redactado más deprisa que la mecanografía más veloz, si me detuviera a pensar, jamás lo escribiría; y la ventaja de este método es que de manera accidental arrastra varios asuntos sueltos que excluiría si vacilara, pero que resultan ser diamantes en el montón de polvo. Si Virginia Woolf, a la edad de 50, cuando se siente a construir sus memorias a partir de estos cuadernos, no sabe hacer una frase como debe hacerse, solo puedo compadecerla y recordarle la existencia de la chimenea, donde tiene mi permiso para quemar estas páginas hasta convertirlas en un montón de filmes negros con ojos rojos. ¡Pero cómo la envidio por la tarea que le estoy preparando! No hay nada que me gustaría más. Mi 37º cumpleaños, el próximo sábado, se ve menos terrible al pensarlo. En parte, para beneficio de esta señora mayor (no será posible subterfugio alguno entonces: 50 es mayor, aunque anticipe su protesta y concuerde en que no implica vejez) y, en parte, para dar al año un cimiento sólido, pienso pasar las noches de esta semana de cautiverio haciendo un recuento de mis amistades y su estado actual, con algo de sus caracteres, y agregar una valoración de sus obras y un pronóstico de sus trabajos futuros. La señora de 50 podrá decir cuánto me acerqué a la verdad; pero ya he escrito bastante por esta noche (solo 15 minutos, veo).
Miércoles, 5 de marzo.
Acabo de regresar tras pasar cuatro días en Asheham y uno en Charleston. Estoy sentada esperando a que Leonard entre, con la mente aún recorriendo las vías del tren, lo que me incapacita para leer. ¡Pero, ay, cuánto tengo que leer! La obra completa del señor James Joyce, Wyndham Lewis, Ezra Pound, para compararlos con la obra completa de Dickens y la señora Gaskell; además de eso George Eliot; y finalmente Hardy. Y apenas he terminado con la tía Anny a escala realmente generosa. Sí, desde que escribí por última vez, ella ha fallecido-hace una semana justamente, en Freshwater-y fue enterrada ayer en Hampstead, donde hace seis o siete años vimos enterrar a Richmond en medio de una niebla amarilla. Supongo que mi sentimiento por ella es medio ilusorio, o más bien medio reflejado de otros sentimientos. A mi padre le importaba mucho; es casi la última de ese antiguo mundo decimonónico de Hyde Park Gate. A diferencia de la mayoría de las ancianas, mostraba muy poco interés en vernos; a veces creo que se sentía algo incómoda al vernos, como si estuviéramos muy alejados y evocáramos la infelicidad, algo que nunca le gustó evocar. También, a diferencia de la mayoría de las tías viejas, tenía el ingenio suficiente para darse cuenta de lo distinto que pensábamos sobre temas actuales; y esto quizá le daba un sentido, apenas existente en su círculo habitual, de vejez, obsolescencia, extinción. Por mi parte, aunque no habría tenido motivos de ansiedad al respecto, pues yo la admiraba sinceramente; pero de cualquier modo, ciertamente cada generación mira las cosas de forma muy distinta. Hace dos o quizá tres años L. y yo fuimos a verla; la encontramos mucho más pequeña, con una boa de plumas alrededor del cuello, y sentada a solas en un salón que era casi copia, aunque más pequeño, del viejo salón; con la misma atmósfera suave y agradable del siglo XVIII, algunos retratos antiguos y porcelana antigua. Tenía el té listo para nosotros. Su comportamiento era un poco distante y más que un poco melancólico. Le pregunté por mi padre, y comentó cómo se reían esos jóvenes con una 'risa alta y melancólica' y cómo su generación era muy feliz, pero egoísta; y que la nuestra le parecía admirable pero muy terrible; y que no teníamos escritores como los de entonces. 'Algunos de ellos tienen apenas un atisbo de aquel toque; Bernard Shaw lo tiene, pero solo un atisbo. Lo agradable era conocerlos a todos como gente común, no como grandes hombres.' Y luego una anécdota de Carlyle y mi padre; Carlyle diciendo que preferiría lavarse la cara en un charco sucio antes que hacer periodismo. Recuerdo que metió la mano en un bolso o caja al lado del fuego y dijo que tenía una novela con tres cuartas partes escritas, pero no podía terminarla. Ni supongo que se terminara nunca; pero he dicho todo lo que puedo, adornándolo un poco, en The Times de mañana. Le he escrito a Hester, aunque dudo mucho de la sinceridad de mi propia emoción.
Miércoles, 19 de marzo.
La vida se amontona tan rápido que no tengo tiempo de escribir la igualmente ascendente montaña de reflexiones, que siempre marco mientras surgen para insertarlas aquí. Tenía la intención de escribir sobre los Barnett y lo peculiarmente repulsivo de quienes sumergen sus dedos, sintiéndose virtuosos, en la sustancia del alma ajena. Los Barnett, en todo caso, estaban sumergidos hasta el codo; con las manos rojas, si es que algún filántropo las tuvo así, lo que los convierte en buenos ejemplos; y luego, tan incuestionables y faltos de reflexividad como eran, se desenmascaran casi hasta arruinar mi facultad crítica. ¿Es principalmente un esnobismo intelectual lo que me hace rechazarlos? ¿Es esnobismo enfurecerme cuando ella dice 'Entonces me acerqué a las Grandes Puertas', o reflexionar que Dios = bien, diablo = mal? ¿Tiene esta tosquedad de criterio alguna relación inherente con trabajar por el prójimo? ¡Y luego el vigor ufano de su autosatisfacción! Jamás se cuestionan la justicia de lo que hacen-siempre avanzan de forma insensata hasta que, naturalmente, sus proyectos terminan siendo de proporciones colosales con un éxito portentoso. Además, ¿acaso alguna mujer con sentido del humor o perspicacia citaría semejantes odas a su propio genio? Tal vez la raíz de todo radique en la adulación de quienes no tienen educación y la facilidad de dominar la voluntad de los pobres. Cada vez me desagrada más cualquier dominio de uno sobre otro; cualquier liderazgo, cualquier imposición de la voluntad. Finalmente, mi gusto literario se ve ultrajado por la fluida manera en que la historia se desarrolla hasta alcanzar un éxito rotundo, como una profusa peonía. Pero solo estoy arañando la superficie de lo que siento por estos dos corpulentos volúmenes.
Jueves, 27 de marzo.
. Night and Day, que L. ha pasado las últimas dos mañanas y noches leyendo. Admito que su veredicto, finalmente pronunciado esta mañana, me da un inmenso placer: no sé cuánto deba descontar. En mi propia opinión, N. & D. es un libro mucho más maduro, acabado y satisfactorio que The Voyage Out; y con razón. Supongo que me expongo a la acusación de andarme con emociones que en realidad no importan tanto. Ciertamente no espero ni dos ediciones. Pero no puedo evitar pensar que, siendo la novela inglesa lo que es, comparo razonablemente bien en originalidad y sinceridad con la mayoría de los modernos. L. considera que la filosofía es muy melancólica. Concuerda demasiado con lo que decía ayer. Sin embargo, si se ha de tratar a las personas en gran escala y decir lo que uno piensa, ¿cómo evitar la melancolía? No me considero sin esperanza, solo que el espectáculo es profundamente extraño; y como las respuestas habituales no sirven, hay que buscar una nueva, y el proceso de desechar lo viejo, cuando ni remotamente se tiene claro con qué reemplazarlo, es triste. Aun así, si te fijas, ¿qué respuestas ofrecen Arnold Bennett o Thackeray, por ejemplo? ¿Felices? ¿Satisfactorias? ¿Responderían a lo que uno aceptaría si guarda el mínimo respeto por su alma? Ahora he terminado mi última y odiosa tanda de mecanografía, y cuando termine de garabatear esta página, escribiré para proponer el lunes como fecha para subir a almorzar con Gerald. Creo que nunca he disfrutado tanto la escritura como en la segunda mitad de Night and Day. De hecho, ninguna parte me exigió tanto esfuerzo como The Voyage Out; y si la comodidad y el interés personales prometen algo bueno, al menos espero que algunas personas lo encuentren placentero. Me pregunto si alguna vez seré capaz de leerlo de nuevo. ¿Llegará el día en que soporte leer mi propia obra impresa sin ruborizarme-sin estremecerme y desear esconderme?
Miércoles, 2 de abril.
Ayer llevé Night and Day a Gerald y tuve una conversación medio doméstica y medio profesional con él en su oficina. No me gusta la visión de la literatura que tiene el tipo de hombre de club. Por un lado, despierta en mí un deseo vehemente de alardear: presumí de Nessa, Clive y Leonard, y cuánto...