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Hace ya semanas que Berlín está congelado. Poco después de Nochevieja cayó una fuerte helada. Hasta los lagos más grandes, el Wannsee y el Müggelsee, han desaparecido bajo compactas capas de hielo. Y ahora además ha nevado. Carl Zuckmayer está de pie frente al espejo de su ático junto al parque municipal de Schöneberg. Lleva puesto el frac y se endereza la pajarita blanca sobre el cuello de la camisa. La idea de salir hoy de casa vestido de etiqueta no resulta tentadora.
A Zuckmayer no le entusiasman las grandes fiestas. Casi siempre se aburre y se queda el tiempo justo hasta que, sin llamar demasiado la atención, puede desaparecer con amigos en alguna taberna de cocheros. Pero el Baile de la Prensa es el acontecimiento social más importante de la temporada de invierno en Berlín, un escaparate para la gente rica, poderosa y guapa. Sería un error no dejarse ver allí. El baile resultará útil para su reputación de estrella emergente y muy solicitada en el mundo literario.
Zuckmayer se acuerda demasiado bien de la miseria que padeció durante sus primeros años de autor como para dejar pasar una oportunidad semejante. Cuando estaba sin un céntimo, trabajó como gancho, pescando en las calles a los visitantes de Berlín sedientos de aventura después de la hora del cierre para llevarlos a los cafetuchos clandestinos de los patios traseros. En algunos, las chicas estaban medio desnudas y no se andaban con remilgos a la hora de satisfacer los deseos de los clientes. En una ocasión incluso probó suerte como camello en el Tauentzien nocturno, la calle comercial del Berlín oeste, con un par de bolsitas de cocaína en el bolsillo. Pero pronto lo dejó. Es un tipo fuerte y nada asustadizo, pero aquel negocio le resultaba demasiado peligroso.
Eso se acabó desde La viña alegre. Tras cuatro dramas muy patéticos y por completo fallidos, que en general fracasaron, se atrevió a abordar su primera obra cómica, una especie de screwball-comedy1 alemana sobre la hija de un viticultor que quiere casarse en la provincia de Rin-Hesse, la tierra natal de Zuckmayer, quien conoce cada detalle del ambiente de los viñadores y de los comerciantes del vino. El conjunto se convirtió en sus manos en una especie de pieza de teatro popular. Cada entonación resultaba afinada. Cada broma daba en el clavo. Al principio, los escenarios berlineses se consideraban demasiado selectos para una comedia tan rural. Pero cuando el Teatro am Schiffbauerdamm2 se arriesgó a estrenarla poco antes de las Navidades de 1925, la farsa en apariencia ligera como una pluma de repente mostró sus garras. La mayor parte del público aulló de risa, pero otra pequeña parte lo hizo de rabia por el satírico mordisco con el que Zuckmayer se burlaba de la verborrea populista3 de los obcecados veteranos de guerra y de los miembros de las corporaciones estudiantiles. Su furia contribuyó a que La viña alegre se hiciera tanto más famosa y a que el triunfo fuera mucho mayor. Se convirtió en un verdadero éxito de taquilla, tal vez la pieza más representada de los años veinte, que además se llevó a la pantalla.
Ahora, siete años después, tres obras de Zuckmayer figuran en el repertorio de los teatros berlineses: la Freie Volksbühne representa Schinderhannes. El Teatro Rose en Friedrichshain, El capitán de Köpenick, un éxito sensacional. Y el Teatro Schiller, Katharina Knie. Zuckmayer está trabajando para Tobis Film en una película de cuento de hadas. Y pronto el diario Berliner Illustrirte empezará con el adelanto por entregas de su narración Una historia de amor, que se publicará como libro inmediatamente después. Las cosas le van de maravilla. No hay muchos escritores que mediada la treintena arrastren al público como él.
Asomado a la terraza de su ático Zuckmayer ve las luces de Berlín: desde la Torre de la Radio hasta la cúpula de la catedral. La vivienda, que ha comprado junto con su casa cerca de Salzburgo con los derechos de autor de La viña alegre, es su segunda residencia. Resulta manejable: un cuarto de trabajo, dos dormitorios minúsculos, una habitación para niños, una cocina, un baño. Nada más, pero le gusta mucho. Y, sobre todo, la vista sobre los tejados de la ciudad. Se la compró a Otto Firle, el arquitecto y diseñador gráfico, autor, entre otras imágenes, de la grulla en vuelo que es el logotipo de Lufthansa. Con el tiempo, Firle ha progresado hasta convertirse en el arquitecto preferido de los adinerados burgueses de clase alta y culta de Berlín y ya no construye áticos, sino que proyecta villas en serie. Dentro de dos años, en el Darß, a orillas del mar Báltico, Firle construirá -aunque eso, como es natural, Zuckmayer no puede saberlo esta noche- una casa de campo para un ministro que se ha hecho con dinero y poder llamado Hermann Göring.
El último sábado de enero es el día del Baile de la Prensa. Una tradición en Berlín desde hace años. A Zuckmayer las invitaciones de honor se las ha enviado su editorial, Ullstein. Su mujer, Alice, ha emprendido de inmediato la búsqueda de un nuevo vestido de noche. Este año la madre de Zuckmayer ha venido de visita desde Maguncia para pasar una semana. También ella lleva hoy un vestido nuevo. Se lo ha regalado él por Nochebuena. Gris plateado con aplicaciones de encaje. Es su primer gran baile en Berlín. Y él percibe su emoción.
Pero antes quieren ir a un buen restaurante. La velada será larga. Es mejor no empezar una noche de baile como ésta demasiado pronto y de ninguna manera hay que hacerlo con el estómago vacío.
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Klaus Mann ha elegido un caballo perdedor en sus planes para esta velada: una fiesta de disfraces en casa de una tal señora Ruben, en el Westend, muy normal y horrible. Se siente fuera de lugar.
Está en Berlín desde hace tres días y se aloja en la pensión Fasaneneck. En el cabaret Katakombe de Werner Finck conoció a su hermana, Moni, quien le lio con esta invitación para ir a casa de la señora Ruben. El programa de Finck le pareció flojo, sin gracia, aunque por lo menos volvió a ver sobre el escenario a Kadidja, la tímida de las dos hermanas Wedekind. Le gusta. Es casi como una excuñada para él.
En los últimos tiempos Klaus Mann ha visitado más a menudo los cabarets por motivos profesionales. Después de todo, él mismo participa en uno en Múnich, el Pfeffermühle4, fundado por su hermana Erika junto con Therese Giehse y Magnus Henning. Él escribe cuplés y escenas cómicas con su hermana. Erika, Therese y otras dos personas actúan en el escenario. Magnus se encarga de la música. A Klaus le podría haber venido bien algo de inspiración para escribir nuevos textos, pero los números del Katakombe no le valieron para nada. Y cuando los actores de Finck empezaron a tomarle el pelo desde el escenario con ocurrencias fuera del guion y chistecitos improvisados, la cosa le pareció demasiado necia y se marchó antes de que acabara la función.
Con la fiesta de disfraces de la señora Ruben también corta por lo sano. En lugar de seguir aburriéndose, se marcha muy pronto, aunque sabe lo impertinente que resulta. Una velada fallida. Así que mejor regresa a la pensión, donde para terminar la noche se regala con una dosis de morfina. Y, por cierto, de las generosas.
En el Teatro Reichshallen de Erfurt se estrena hoy la pieza didáctica de Brecht titulada La medida, con música de Hanns Eisler. Pero la policía interrumpe la función de la Comunidad de Lucha de los Obreros Cantantes, alegando que la obra es «una representación comunista-revolucionaria de la lucha de clases para la puesta en marcha de la revolución universal».
Cuando Carl Zuckmayer llega con Alice y su madre a los salones del Zoo, a primera vista nada ha cambiado con respecto a los años anteriores. Se esperan más de 5.000 asistentes, de los cuales 1.500 son invitados con entradas de honor, como él. Los demás son los curiosos, que pagan precios desmesurados para, por una noche, mezclarse con las personalidades del país.
En el vestíbulo, los que llegan pasan junto a dos lujosos automóviles, un Adler Trumpf descapotable y un DKW Meisterklasse, ambos pulidos hasta alcanzar un brillo intenso, los premios gordos del sorteo del Fondo de Bienestar Social de la Asociación de la Prensa de Berlín. Justo después de la entrada la corriente humana se divide. Desde los distintos salones y pasillos se escuchan tangos, valses y boogie-woogies. Zuckmayer dirige a sus dos damas hacia el vals. Se ha tenido en cuenta casi cada preferencia gastronómica. Hay bares con atmósfera de club, acogedoras cafeterías y barras de cerveza o salas laterales más pequeñas y tranquilas, en las que tocan músicos solistas.
El más lujosamente decorado es el gran Salón de Mármol, de dos pisos de altura. Hay flores frescas por todas partes y magníficas alfombras persas antiguas colgando de las balaustradas. Sobre la pista de baile, delante del escenario con la orquesta, giran las parejas. Desde arriba, desde la galería, se puede observar cómo el desfile de los asistentes avanza entre los palcos laterales de la sala y las largas filas de mesas en el centro.
Las damas más elegantes llevan este año colores vivos. No se puede pasar por alto. Y el último grito lo constituye al parecer el largo vestido de noche con un pequeño escote delantero, pero un pronunciado corte en la espalda hasta la cintura o incluso más allá.
Zuckmayer se sale de la corriente de invitados en cuanto alcanzan el palco de Ullstein, donde el ambiente está más aireado, menos concurrido, y los camareros enseguida les...
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