Schweitzer Fachinformationen
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Prólogo
CINCUENTA CARTAS
Cincuenta y un días antes de mi quincuagésimo cumpleaños, viajé con Southwest Airlines con destino a Denver. Fue un vuelo muy movido y la señal del cinturón de seguridad se mantuvo parpadeando. Cuando iniciamos el descenso, nos topamos con una zona de turbulencias y el avión descendió unos centenares de pies. El equipaje cayó, las bebidas se derramaron y los pasajeros gritaron. Como mucha gente hace en estas situaciones, me puse a rezar. Salvo que no rezaba para que el avión se recuperara su altitud, sino para que se estrellara.
Quería dejar de vivir. Si el avión hubiera caído, mi familia hubiera conseguido un buen acuerdo con el seguro y yo podría haber tenido una muerte digna sin que nadie supiera lo dolorosa que se había vuelto mi vida. Pero el 737 consiguió estabilizarse y aterrizamos sanos y salvos en Denver. Mientras observaba a los otros pasajeros desabrocharse los cinturones de seguridad, enviar mensajes de texto a sus seres queridos y continuar con sus vidas, sentí una terrible ola de vergüenza. Un accidente de avión habría resuelto mis problemas, pero los otros pasajeros del avión no deseaban morir. Los problemas de una persona no valen la vida de cien personas inocentes.
La verdad es que en ese momento había perdido toda esperanza. No podía ver lo bueno de las personas; sólo veía cinismo, engaño y odio. Era el resultado de una tormenta perfecta de tres situaciones horribles que colectivamente habían llegado al punto álgido.
El primero involucraba al exesposo de mi esposa, Jill. Cuando conocí a Jill hace casi veinte años, estaba divorciada y tenía un hijo de tres años, Anthony. Inmediatamente me enamoré de los dos y proponerle matrimonio sigue siendo la mejor decisión que he tomado en mi vida. Cuando Jill y yo tuvimos nuestros propios hijos, estaba decidido a que Anthony se sintiera igualmente amado. También estaba decidido a incluir a su padre, Mike, en nuestra familia.
Al principio, a Mike no le gustaba la idea de otra figura paterna en la vida de Anthony, pero se entusiasmó conmigo. Jill y yo lo invitábamos en los cumpleaños y otros días festivos. Mike y yo fuimos a ver partidos de hockey con Anthony. Incluso pasamos unas vacaciones juntos en México como una gran familia. Pero a medida que Anthony y yo nos íbamos acercando, Mike se volvió verbalmente abusivo conmigo. Cuando las amenazas comenzaron a ser serias, llamé a la policía y un juez dictó una orden de alejamiento de por vida: su acoso se había vuelto muy grave. Pero el daño ya estaba hecho y la terrible experiencia llevó a mi familia al límite.
La segunda situación involucró a una mujer con la que me había asociado para implementar un programa de desarrollo de liderazgo para organizaciones. Tenía mucho talento, pero después de seis meses quedó claro que nuestros valores no coincidían y me retiré del negocio. Unos meses más tarde, mi familia, mis amigos y mis clientes más cercanos se reunieron con motivo de la publicación de mi segundo libro, The Heart-Led Leader. Fue uno de los momentos más felices de mi vida, hasta que un hombre se acercó a la mesa en la que estaba firmando libros para entregarme unos papeles. Mi antigua socia me reclamaba la mitad de todos mis derechos de autor y honorarios de orador futuros. Su abogado me amenazaba con arruinarme si no aceptaba. Cuando abordé ese vuelo de la Southwest, la demanda me había costado más de cien mil dólares en abogados.
Finalmente, mientras batallaba en los tribunales, tomé la peor decisión comercial de mi vida: compré una franquicia de una cadena de sándwiches. Tenía el sueño de contratar a niños de secundaria desfavorecidos y enseñarles habilidades de liderazgo en el puesto de trabajo. Lo tenía todo planeado, excepto cómo administrar una tienda de sándwiches. La ubicación de mi tienda era horrible, estaba ligado a un contrato de alquiler a largo plazo y en poco tiempo estaba perdiendo más de 10 000 dólares al mes y me encontraba al borde de la bancarrota.
Esencialmente estaba viviendo dos vidas. La primera era como Tommy Spaulding, autor de éxitos de ventas que daba conferencias inspiradoras ante multitudes. Este Tommy Spaulding era un experto en liderazgo con una familia totalmente estadounidense que hacía coaching a todo el mundo, desde directores ejecutivos de la lista Fortune 500[01] hasta estudiantes de secundaria. Pero, cuando las luces se apagaban y la multitud se iba a casa, cuando los cheques se compensaban y la música se apagaba, yo era Tommy Spaulding, el fabricante de sándwiches fallido que vivía fuera con una maleta. Este Tommy Spaulding tenía una demanda de millones de dólares y viajaba por trabajo 250 días al año para no tener que renunciar a su casa o sacar a sus hijos de la escuela privada. Este Tommy Spaulding conocía gente nueva e imaginaba todas las formas terribles en que tratarían de hacerle daño y aprovecharse de él. Este Tommy Spaulding enseñaba habilidades de liderazgo a miles de personas, luego se subía a un avión y rezaba para que se estrellara.
A la mañana siguiente de ese vuelo, estaba tumbado en la cama. Era la primera vez en semanas que me hallaba en casa. Normalmente soy madrugador, pero me sentía tan deprimido que era incapaz de levantarme. Mi mente estaba inquieta por todas las cosas que tenía que hacer, todo el dinero que debía gastar en abogados, toda la gente que me había hecho daño. Entonces, sin avisar, Jill irrumpió en la habitación con una docena de globos. Abrió de golpe las cortinas y nos inundó la brillante luz del sol. Mis ojos apenas tuvieron tiempo de adaptarse antes de que saltara sobre la cama y sonara «Birthday» de los Beatles a todo volumen en un altavoz bluetooth.
-¡Es tu cumpleaños! -gritaba mientras bailaba encima de mí-. ¡Es tu cumpleaños!
«¡Oh, Dios mío!», pensé, todavía medio dormido. Pensé que era yo el que estaba perdiendo la cabeza.
-Cariño, mi cumpleaños no es hasta el 31 de agosto -dije con la voz ronca.
-No, Tommy -dijo ella mientras Paul y John cantaban «They say it's your birthday / We're gonna have a good time»-.[02] Hoy faltan exactamente cincuenta días para que cumplas cincuenta años. Y vas a recibir hoy tu primer regalo.
-¿Me has comprado el Porsche? -bromeé.
Cuando Jill me preguntó unos meses antes qué quería para mi cumpleaños, le dije un Porsche 911 plateado. No podíamos permitírnoslo, pero conducirlo por Denver con la capota bajada era, literalmente, la única forma que podía imaginar de ser feliz.
-No -dijo Jill, todavía saltando sobre mis piernas-. Te tengo algo mucho mejor.
Entonces se bajó de la cama, bajó el volumen de la música y me entregó una carta escrita a mano. Y continuó hablando:
-Como te he dicho, faltan cincuenta días para que cumplas cincuenta años. Te voy a regalar una de éstas cada uno de estos cincuenta días. Aquí va la primera.
Sentí un peso en la boca del estómago cuando reconocí la elegante caligrafía. Era de mi madre. Ella y yo tuvimos una relación buena pero desafiante cuando yo era niño. Mi madre me quería profundamente, pero tenía una manera única de demostrarlo. Gobernaba la casa con mano de hierro y me encargaba más tareas que a todos mis amigos juntos. Una cosa que no podía soportar era que, después de mis fiestas de cumpleaños, arrojara una pila de papeles en blanco sobre la mesa. «Ahora escribe una nota de agradecimiento a todas las personas que han venido a la fiesta», exigía. Tuve grandes cumpleaños católicos italianos cuando era niño, así que tenía que escribir docenas y docenas de cartas. Ella las revisaba una a una, y si alguna parecía genérica o carecía de sentimiento, tenía que volver a escribirla.
Pero ahora, décadas después, me estaba escribiendo una carta para mi cumpleaños. Era lo más hermoso que jamás había leído. Me explicaba cuánto me quería. Me decía lo orgullosa que se sentía de las cosas que estaba haciendo por todo el mundo y de todas las vidas que había cambiado. Leí y releí esa carta, y cada vez lloré más. Finalmente miré a Jill, que también estaba llorando.
-Feliz cumpleaños, cariño -dijo.
Jill me entregó otra carta cada uno de los siguientes cuarenta y nueve días. Mi amigo Byron me dio las gracias por cambiar la vida de sus dos hijos. Mi agente literario, Michael, me dijo que ahora es más amable con la gente gracias a mi influencia. Mi mentor Jerry me dijo que me quería como a un hijo. Mi técnico de climatización, Russ, escribió que le había enseñado a amar profundamente. Etcétera, etcétera. Todo el mundo me decía no sólo cuánto me querían, sino cuánto había influido en ellos. Cómo los había ayudado a ser mejores hijos, mejores hijas, mejores padres, mejores parejas, mejores jefes. Cómo les había enseñado a liderar y cómo los había inspirado a servir a los demás. Ahora, en mis peores momentos, me estaban influenciando con sus hermosas cartas. Y me salvaron la vida.
Con cada día que pasaba, con cada carta, la niebla se disipaba. Mis tres terribles problemas parecían más manejables. Los abogados parecían menos desagradables. Mi depresión parecía menos profunda. Ya no era el hombre que se subía a un avión y rezaba para que se estrellara. Puede que Jill no me hubiera regalado un Porsche plateado por mi quincuagésimo cumpleaños, pero me había regalado algo infinitamente más importante.
Me dio El arte de influenciar....
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