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Prefacio a la edición
española de La Familia
Cuando se publicó La Familia en 2008, en las entrevistas solían preguntarme por qué se publicaba: ¿sería porque la época de Obama convirtió cualquier cuestión relativa al fundamentalismo religioso y a la extrema derecha en algo del pasado? Dejando de lado el pequeño detalle de su importancia histórica, mi respuesta era que no estaba tan seguro de que EE.UU. hubiera superado esas ideologías.
Mientras escribo este prólogo, en marzo de 2025, al final de un día en el que el presidente Donald Trump, en virtud de un decreto presidencial, ha eliminado prácticamente de los documentos del país cualquier cuestionamiento de la «grandeza» estadounidense, sería demasiado fácil pensar, con amargura: «¡Cuánta razón tenía!». Sin embargo, lo cierto es que en La Familia me equivoqué en algo fundamental. El movimiento religioso del que daba cuenta llevaba tanto tiempo minando la democracia estadounidense sin llegar totalmente a desplazarla que yo creí que no llegaría a hacerlo, que no podría. Ahora lo está intentando descaradamente. Quizá ya lo haya conseguido.
No se trata de que al escribir La Familia yo fuera tan ingenuo para creer que el centro resistiría. En realidad, lo que aquí escribo es que precisamente a través de la larga lucha de movimientos como el de la Familia es como «el centro se desplaza inexorable hacia la derecha». En otros países apreciaba la terrible fuerza destructiva que suponía la amenaza del fundamentalismo estadounidense, en tanto que en mi propio país me parecía que planteaba una lenta erosión. «Colaboramos con el poder donde podemos», le gustaba decir a quien fuera líder durante mucho tiempo de la Familia, «donde no podemos, levantamos un poder nuevo». Fuera de los Estados Unidos, levantar un poder nuevo solía conllevar el apoyo a golpes de Estado y regímenes autoritarios. En EE.UU. la Familia -una forma patente de fundamentalismo propio- descubrió que podía colaborar con el poder. Iba corroyendo lentamente las libertades civiles y cuando había gobiernos progresistas solía instalarse tranquilamente junto a la oposición. El poder de la derecha cristiana radicaba precisamente en que conocía los límites de su propio poder, porque los iba forzando, ampliando su ámbito de actuación, pero sin llegar nunca a chocarse con las puertas.
O así había sido antes. El 6 de enero de 2021, fecha del asalto al Capitolio, pude constatar lo desencaminado que iba. Pero el problema no era solo la insurrección. En el capítulo 10 del libro escribí: «No parece que el aborto o el sexo vayan a ser ilegalizados próximamente». La derecha nunca dejaría de oponerse a los derechos reproductivos, los iría recortando, pero, a excepción de sus miembros más radicales, todos sabían, o eso es lo que pensaba yo, que nunca podrían echar por tierra la trascendental sentencia del Tribunal Supremo de EE.UU. en el caso Roe contra Wade, que había consagrado la libertad reproductiva. Sin embargo, el 24 de junio de 2022, gracias a un Tribunal Supremo hecho a imagen y semejanza de Trump, lo hicieron.
Ese día me encontraba en el estado de Wisconsin, que a pesar de contar con un gobernador liberal retomó inmediatamente una ley de 1848 que prohibía cualquier tipo de aborto, sin excepción alguna para los casos de violación o incesto. Me gustaría poder decir que la noticia me sorprendió, pero, para entonces, hacía tiempo que había reconocido que en La Familia había cometido otro error todavía mayor. En parte, me encontraba en Wisconsin para corregirlo. Es decir, estaba escribiendo un libro precisamente sobre lo que en La Familia decía que no podría darse en los Estados Unidos: la aceptación mayoritaria de un movimiento fascista puro y duro.
Hace mucho tiempo que hay movimientos fascistas en el interior del país, la mayoría relativamente pequeños. Entretanto, millones de estadounidenses de color han vivido sometidos a leyes apenas distinguibles de las de un régimen fascista (los juristas de Hitler las tenían como modelo). Después de la Segunda Guerra Mundial la Familia reclutó a excriminales de guerra nazis para que asesoraran a políticos de EE.UU. Si ellos no eran fascistas, ¿quién lo era? Con todo, la Familia insistía en que esos antiguos nazis convirtieran su antigua lealtad al führer en devoción a Dios Padre. Lo irónico del fundamentalismo es que sirvió de baluarte frente a su primo hermano, el fascismo: era imposible consolidar el extremo culto a la personalidad de esta ideología en un país tan entregado al sueño de un Cristo propio.
Entonces, en 2015, tuvo lugar la famosa escena en la que Donald Trump bajó las escaleras mecánicas doradas de la Trump Tower para anunciar su candidatura a la presidencia. Aquí estaba la clase de hombre fuerte que la Familia llevaba tiempo promoviendo fuera del país: Papá Doc Duvalier en Haití, Ferdinand Marcos en Filipinas, Suharto en Indonesia. Un tipo delirante, artero, brutal y rápido. De los que no colaboran con el poder, sino de los que se presentan dando patadas en su puerta y exigen todo lo que consideran suyo. Pues allí estaba bajando la escalera mecánica. ¿Lo acogerían bien? Espantado, yo estaba seguro de que sí.
En un libro de gran éxito publicado en 2016, God's Chaos Candidate (El candidato divino del caos), escrito por un líder nacionalista cristiano llamado Lance Wallnau, se reproduce una historia apócrifa sobre el advenimiento de Trump. Este autor fue uno de los primeros integrantes de la derecha cristiana en reconocer que el ordinario, impío y mujeriego Trump podría ser, en sus propias palabras, la «bola de demolición» que Dios necesitaba para «recuperar» los Estados Unidos. Eso es porque Wallnau era un discípulo de la Familia, que cree que Dios no utiliza a hombres buenos, sino a hombres fuertes, con frecuencia violentos, para someter a las naciones a su voluntad. En un libro anterior, Wallnau había escrito que el líder de la Familia le había enseñado que Dios busca a lo que esa organización denomina «rey lobo». Según este autor, la labor de los fundamentalistas es prepararnos a los demás para el reinado del rey lobo. En God's Chaos Candidate, Wallnau decía:
Al ver las noticias de la noche con su esposa Melania, [Trump] comprobó cómo se agravaban las escenas de violencia y los disturbios en Baltimore. En ese momento, Melania se volvió hacia su marido y le dijo:
-Si te presentas ahora, serás presidente.
Lógicamente sorprendido por esta súbita afirmación, Trump contestó:
-¿No decías que era demasiado inteligente y desvergonzado para que me eligieran?
Melania miró a la pantalla de plasma y le dijo:
-Algo ha cambiado. Ahora ya están listos para recibirte.
Las cursivas son mías; o quizá sean de todos, aquí en EE.UU. y en todo el mundo, obligados como estamos a aceptar las consecuencias que, en casi todos los aspectos de la existencia, tendrá un «rey lobo» cada vez más desenfrenado, que gruñe ante el futuro.
Ya en 2023, cuando publiqué mi libro sobre el ascenso del fascismo trumpista, The Undertow: Scenes from a Slow Civil War [de próxima publicación en Capitán Swing], me corregí de la siguiente manera:
En 2008 publiqué una historia del movimiento nacionalista cristiano de élite titulado La Familia. Aunque los líderes de esa Familia hace tiempo que muestran su admiración por la destreza organizativa de Hitler, mi argumento era que esta predilección no los hacía merecedores de la etiqueta «fascista». No es que quisiera defenderme, más bien pretendía decir que el nacionalismo cristiano es un tipo de autoritarismo diferente. Creía que, dentro de los Estados Unidos, el aparente compromiso de ese movimiento con la idea de Cristo impedía que llegara a abrazar del todo el culto a la personalidad necesario para fomentar un verdadero fascismo. Me equivocaba. En los últimos años han ido cayendo una a una las posibles objeciones a la calificación de fascista para el trumpismo radical. Además de «la personalidad» del propio Trump, el movimiento que precipitó su presidencia ahora alienta a paramilitares y ensalza la violencia como forma de purificación, se alimenta de la alterización de sus enemigos, se proclama perseguido por su «blanquitud», diagnostica la decadencia de la nación y hace suyo el mito revisionista del gran pasado al que aluden las siglas MAGA (Devolver la grandeza a América, en inglés), cuyo ejemplo es el sueño de incorporar la efigie de Trump a las del monte Rushmore.
En los Estados Unidos todavía hay quienes, sin ser partidarios de «MAGA», continúan resistiéndose a utilizar la palabra fascismo. En muchos casos son los mismos que en 2008 decían que el cristianismo fundamentalista era una fuerza derrotada, que nunca volvería a tener verdadera influencia. Lo mismo decía la refinada élite cultural en 1925,...
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