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Preámbulo. La santidad como forma de la vida cristiana
1. La trama del mismo ser de Dios: parecerse a quien nos asemejó a Él
Desde la misma predicación de Jesús, se nos invitó a ser santos según esa perfección que coincide con el corazón de Dios: «Sed santos como es Santo vuestro Padre celestial»1. No es una comparanza cualquiera, sino de una audacia que casi es rayana con la osadía, si no viniera de los labios de Jesús. Y remachará el Concilio Vaticano II con esa llamada universal a la santidad que propone a todos los cristianos según su eclesial vocación: la santidad ya no es privilegio o prerrogativa sólo de una parte de los hijos de la Iglesia, sino una llamada a todo el pueblo de Dios2. Porque, como decía Luigi Giussani, «hay una acepción de la palabra santidad que se refiere a una imagen de excepcionalidad representada por una aureola. Sin embargo, el santo no es profesión de minorías ni una pieza de museo. La santidad es la sustancia de la vida cristiana»3. Tan sustancial de la vida cristiana, que podemos decir que está llamada a vivir las cosas todas santamente, es lo que constituye nuestra vida cotidiana. En este sentido dice el papa Francisco algo que desvela su visión de una santidad llena de cercanía: «me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad 'de la puerta de al lado', de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, 'la clase media de la santidad'»4.
Esta santidad es la forma que nos configura con Cristo, la que hace las cuentas con la belleza, la bondad y la verdad que en Jesús se nos ha presentado como camino que retoma la imagen y la semejanza que el pecado nos había hecho perder desde la inocencia original. Será el genio del gran teólogo Hans Urs von Balthasar quien establecerá en esos transcendentales (pulchrum-belleza, bonum-bondad, verum-verdad) la forma que nos identifica como cristianos. En su importante trilogía, el teólogo suizo señala una conexión inseparable entre estos tres transcendentales de la belleza, la bondad y la verdad, auténtica forma cristiana de la santidad. Dice Balthasar: «Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza, en la que no nos atrevemos a seguir creyendo y a la que hemos convertido en una apariencia para poder librarnos de ella sin remordimientos. La belleza, que (como hoy aparece bien claro) reclama para sí al menos tanto valor y fuerza de decisión como la verdad y el bien, y que no se deja separar ni alejar de sus dos hermanas sin arrastrarlas consigo en una misteriosa venganza. De aquel cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre (pues para él la belleza sólo es chuchería exótica del pasado burgués) podemos asegurar que -abierta o tácitamente- ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar»5.
Esto es lo que san Francisco aplicaba a la unidad armoniosa entre las virtudes: en todas ellas nos jugamos nuestra santidad como cristianos, y censurar alguna de ellas es desbaratar hasta su ruptura la vivencia de las demás virtudes: «El que tiene una y no ofende a las otras, las tiene todas. Y el que ofende a una, no tiene ninguna y a todas ofende»6. En efecto, la santidad es la forma de la vida cristiana, como una bondadosa y verdadera manera de testimoniar la belleza de Dios en medio de nuestro mundo. La santidad es el reflejo que atestigua la imagen y semejanza que nuestro Creador imprimió en nosotros al llamarnos a la vida por Él creada. Esta es la gloria bella y embellecedora de la que habla Balthasar: «En un mundo sin belleza -aunque los hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado-, en un mundo que quizás no está privado de ella pero que ya no es capaz de verla, de contar con ella, el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la evidencia de su deber-ser realizado; el hombre se queda perplejo ante él y se pregunta por qué ha de hacer el bien y no el mal. En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, también los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su contundencia, su fuerza de conclusión lógica»7.
Todo esto nos jugamos con la forma de la santidad que deja de serlo cuando mancha la belleza, pervierte la bondad y confunde la verdad. Necesita cada generación ser salvada por una gracia que Dios siempre concede al presentar en cada tiempo un modelo de santidad contemporánea que sea el grito de la inocencia primera antes del pecado, que ha sido propuesta como camino, verdad y vida en la Belleza del Hijo por antonomasia, como dijo Jesús en el contexto de aquella cena postrera8.
En su exhortación apostólica, ya citada, sobre la llamada a la santidad en el mundo actual, Gaudete et exsultate, el papa Francisco ha querido rescatar esta vocación que no puede jamás ser reducida ni secuestrada sólo por una parte de los miembros de la Iglesia de Dios, dado que «para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales»9.
Habría, pues, muchas maneras de vivir nuestra vida cristiana, pero nunca puede ser un modo aislado, autosuficiente, solitario. Sencillamente, dejaría de ser cristiana o nunca lo habría llegado a ser. Porque Dios no es aislamiento, ni autosuficiencia, ni solitariedad. Ha querido revelársenos y hemos descubierto por ese gesto gratuito de su amor, que Él es comunión de Personas. Son distintas como tales, pero tienen la misma condición divina. El Padre que quiere al Hijo, y que lo quiere en el Amor. Esta es la quintaesencia de nuestra fe, que sólo los cristianos profesamos. No se debe a que seamos más perspicaces, o hayamos sido más profundos, ni siquiera necesariamente más virtuosos y coherentes. Si sabemos lo que sabemos de Dios, es porque Él nos lo ha contado. Lo ha hecho a través de una larga historia, que tuvo su momento cenital en la encarnación humana de su Verbo, cuando su Palabra eterna se hizo voz en nuestra historia, y cuando desde su condición Filial se hizo también nuestro hermano. Así nos fue contando entre gestos y palabras, entre milagros y parábolas, lo mucho que le importamos nosotros como criaturas a quien nos hizo como Creador llamándonos a la vida.
Pero no se aceptaron las reglas de juego, y prendió el incendio que nos empujó a una tentación con trampa. «Seréis como Dios»10, fue el señuelo, y tras él, la tragedia de un pecado original y originante11. No obstante, una historia tan larga como la misma humanidad, fue testigo de la paciencia de Dios para con sus criaturas rebeldes y caprichosas que porfiaron ser como Él por sí mismas tomando las frutas prohibidas, levantando las torres de Babel indebidas y adorando becerros de oro, como expresión torpe y maldita de todas sus engañifas perdedoras y perdidas. En esa paciencia divina, aparece en el libro de la Sabiduría un anticipo de cómo aquella historia tendría un final tan inesperado como inmerecido: «Cuando un silencio lo envolvía todo, y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, saltó de tu trono real de los cielos a una tierra condenada al exterminio»12. Toda la historia de la salvación pende de esta verdad expresada por el autor sapiencial: un silencio y una oscuridad que han sido vencidos, ganados por una palabra acampada que nos ha traído la luz que no conoce ocaso. Dios ha puesto su tienda en medio de todas nuestras contiendas. Así es la historia a la que se nos llama13.
A partir de entonces, un compás de espera que siglos duró, sin cuartel ni descanso, con duelo y sin reposo. Los propios de tener que trabajar con sudor, engendrar con dolor, y sabernos extraños hijos como si fuésemos huérfanos y sin gozo fraterno ante nuestros prójimos que se convertían en adversarios y rivales. Pero Dios no se escapó, no quiso dejarnos al pairo de ningún abismo, y entonces decidió salir de nuevo a nuestro encuentro. Esta es la historia larga y hermosa que desde aquel día el Señor volvió a escribir dejando que cada día trajera su argumento, con su ensueño y su afán. La paciencia de Dios será siempre nuestra...
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