PREFACIO.
Índice Es raro que una obra de arte suscite animadversión sin despertar también simpatía; y si, mucho tiempo después de estas diversas manifestaciones de reprobación y benevolencia, el autor, madurado por la reflexión y los años, desea retocar su obra, corre el riesgo de desagradar tanto a quienes la condenaron como a quienes la defendieron: a unos, porque no va tan lejos en sus correcciones como su sistema lo exigiría; a otros, porque a veces elimina lo que ellos preferían. Entre estos dos escollos, el autor debe actuar según su propia conciencia, sin tratar de apaciguar a sus adversarios ni de conservar a sus defensores.
Aunque algunas críticas a Lélia han revestido un tono declamatorio y de singular amargura, las he aceptado todas como sinceras y procedentes de los corazones más virtuosos. Desde este punto de vista, he tenido motivos para alegrarme y pensar que había juzgado mal a los hombres de mi tiempo al contemplarlos a través de un doloroso escepticismo. Tanta indignación atestiguaba sin duda por parte de los periodistas la más alta moralidad unida a la más religiosa filantropía. Confieso sin embargo, para mi vergüenza, que si me he curado de la enfermedad de la duda, no es absolutamente a esta consideración a quien se lo debo.
Espero que no se me atribuya la intención de querer desarmar la austeridad de una crítica tan feroz; tampoco se me atribuirá la de querer entrar en discusión con los últimos defensores de la fe católica; tales empresas están por encima de mis fuerzas. Lélia ha sido y sigue siendo en mi mente un ensayo poético, una novela fantasiosa en la que los personajes no son ni completamente reales, como han querido los amantes exclusivos del análisis de las costumbres, ni completamente alegóricos, como han juzgado algunos espíritus sintéticos, sino que cada uno de ellos representa una fracción de la inteligencia filosófica del siglo XIX: Pulchérie, el epicureísmo heredero de los sofismas del siglo pasado; Sténio, el entusiasmo y la debilidad de una época en la que la inteligencia se eleva muy alto impulsada por la imaginación y cae muy bajo, aplastada por una realidad sin poesía y sin grandeza; Magnus, los restos de un clero corrupto o embrutecido; y así los demás. En cuanto a Lelia, debo confesar que esta figura me apareció a través de una ficción más impactante que las que la rodean. Recuerdo que me complacía personificarla aún más que al abogado del espiritualismo de estos tiempos; espiritualismo que ya no es una virtud en el hombre, ya que ha dejado de creer en el dogma que se le prescribía, pero que permanece y permanecerá para siempre, en las naciones ilustradas, en estado de necesidad y aspiración sublime, ya que es la esencia misma de las inteligencias elevadas.
Esta predicción para el personaje orgulloso y sufriente de Lélia me ha llevado a un grave error desde el punto de vista artístico: darle una existencia totalmente imposible que, debido a la semirrealidad de los demás personajes, parece chocante por su realidad, en su afán por ser abstracta y simbólica. Este defecto no es el único de la obra que me llamó la atención cuando, tras haberla olvidado durante años, la releí con frialdad. Trenmor me pareció vagamente concebido y, en consecuencia, fallido en su ejecución. El desenlace, así como numerosos detalles de estilo, muchas digresiones y declamaciones, me han chocado por considerarlos contrarios al buen gusto. Sentí la necesidad de corregir, según mis ideas artísticas, estas partes esencialmente defectuosas. Es un derecho que ni mis lectores benévolos ni mis detractores podían negarme.
Pero si, como artista, he hecho uso de mi derecho sobre la forma de mi obra, no quiere decir que, como hombre, haya podido arrogarme el de alterar el fondo de las ideas expresadas en este libro, aunque mis ideas hayan sufrido grandes revoluciones desde el momento en que lo escribí. Esto plantea una cuestión más grave, sin la cual no me habría tomado la molestia de escribir un prefacio al principio de esta segunda edición. Tras examinar esta cuestión, las mentes serias me perdonarán por haberles entretenido un momento con mis reflexiones.
En los tiempos en que vivimos, los elementos de una nueva unidad social y religiosa flotan dispersos en un gran conflicto de esfuerzos y deseos, cuyo fin comienza a ser comprendido y cuyo vínculo comienza a ser forjado por unos pocos espíritus superiores; y aún estos no han llegado de inmediato a la esperanza que ahora los sostiene. Su fe ha pasado por mil pruebas; ha escapado de mil peligros; ha superado mil sufrimientos; ha luchado contra todos los elementos de disolución en medio de los cuales nació; y aún hoy, combatida y reprimida por el egoísmo, la corrupción y la codicia de los tiempos, sufre una especie de martirio y sale lentamente del seno de las ruinas que se esfuerzan por sepultarla. Si las grandes mentes y las grandes almas de este siglo han tenido que luchar contra tales pruebas, ¡cuánto más habrán dudado y temblado los seres de condición más humilde y temple más común al atravesar esta era de ateísmo y desesperación!
Cuando hemos oído elevarse por encima de este infierno de quejas y maldiciones las grandes voces de nuestros poetas escépticos religiosos, o religiosamente escépticos, Goethe, Chateaubriand, Byron, Mickiewicz; expresiones poderosas y sublimes del terror, el aburrimiento y el dolor que aflige a esta generación, ¿no nos atribuimos con razón el derecho a exhalar también nuestra queja y a gritar como los discípulos de Jesús: «¡Señor, Señor, perecemos! ¿Cuántos somos los que hemos tomado la pluma para expresar las profundas heridas que afligen nuestras almas y para reprochar a la humanidad contemporánea que no nos haya construido un arca en la que refugiarnos de la tormenta? ¿Acaso no teníamos aún ante nosotros ejemplos entre los poetas que parecían más vinculados al movimiento audaz del siglo por el color enérgico de su genio? ¿Acaso Hugo no escribía en el frontispicio de su más bella novela ??a???? ¿Acaso Dumas no trazaba en Antony una bella y grandiosa figura de la desesperación? ¿Acaso Joseph Delorme no exhalaba un canto de desolación? ¿Acaso no echaba Barbier una mirada sombría sobre este mundo, que solo le aparecía a través de los terrores del infierno dantesco? Y nosotros, artistas inexpertos, que seguíamos sus huellas, ¿no nos alimentábamos de ese maná amargo que ellos esparcían por el desierto de los hombres? ¿No fueron nuestros primeros intentos cantos lastimeros? ¿No intentamos afinar nuestra tímida lira al tono de su lira resplandeciente? ¿Cuántos somos, repito, los que les respondimos desde lejos con un coro de gemidos? Éramos tantos que no podíamos contarnos. Y muchos de nosotros, que nos hemos unido a la vida del siglo, muchos otros que han encontrado en convicciones fingidas o sinceras un consuelo o una consolación, miramos hoy hacia atrás y nos asustamos al ver que tan pocos años, tan pocos meses quizá, nos separan de nuestra edad de duda, de nuestro tiempo de aflicción. Siguiendo la expresión poética de uno de nosotros, que al menos se ha mantenido fiel a su dolor religioso, todos hemos doblegado el cabo de las Tormentas, alrededor del cual la tempestad nos ha mantenido tanto tiempo errantes y medio destrozados; todos hemos entrado en el océano Pacífico, con la resignación de la madurez, algunos navegando a toda vela, llenos de esperanza y fuerza, la mayoría jadeantes y destrozados por haber sufrido demasiado. ¡Pues bien! Sea cual sea el faro que nos haya iluminado, sea cual sea el puerto que nos haya dado refugio, ¿tendremos el orgullo o la cobardía, tendremos la mala fe de negar nuestras fatigas, nuestros reveses y la inminencia de nuestros naufragios? ¿Nos hará un amor propio pueril, un sueño de falsa grandeza, desear borrar el recuerdo de los temores sufridos y los gritos lanzados en la tormenta? ¿Podemos, debemos intentarlo? En cuanto a mí, creo que no. Cuanto más pretendemos ser sinceros y leales conversos a nuevas doctrinas, más debemos confesar la verdad y dejar que otros ejerzan el derecho de juzgar nuestras dudas y errores pasados. Solo así podrán conocer y apreciar nuestras creencias actuales, pues, por pequeña que sea, cada uno de nosotros ocupa un lugar en la historia del siglo. La posteridad solo recordará los grandes nombres, pero el clamor que hemos levantado no se perderá en el silencio de la noche eterna; habrá despertado ecos, habrá suscitado controversias, habrá suscitado espíritus intolerantes para sofocar su auge y mentes generosas para suavizar su amargura; habrá, en una palabra, producido todo el mal y todo el bien que le correspondía producir en su providencial misión; porque la duda y la desesperación son grandes enfermedades que la raza humana debe sufrir para cumplir su progreso religioso. La duda es un derecho sagrado e imprescriptible de la conciencia humana que examina para rechazar o adoptar sus creencias. La desesperación es su crisis fatal, su paroxismo temible. Pero, ¡Dios mío!, ¡esa desesperación es algo grandioso! Es la llamada más ardiente del alma hacia ti, es el testimonio más irrefutable de tu existencia en nosotros y de tu amor por nosotros, ya que no podemos perder la certeza de esa existencia y el sentimiento de ese amor sin caer inmediatamente en una noche espantosa, llena de terrores y angustias mortales. No dudo en creer que la Divinidad tiene solicitud paternal por aquellos que, lejos de negarla en el embriaguez del vicio, la lloran en el horror de la soledad; y si se oculta para siempre a los ojos de aquellos que la discuten con fría impudicia, está muy cerca de revelarse a aquellos que la buscan entre lágrimas. En el...