Presentación, Antón Patiño.
Introducción. El flujo de la vida desde una perspectiva filosófico-artística, Valerio Rocco Lozano.
Del objeto a la experiencia, Ana Marcos.
Sentimiento oceánico, Lois Patiño.
El devenir de nuestra cultura de la imagen, Valentín Vallhonrat.
Coloquio: Lois Patiño, Valentín Vallhonrat. Moderadora: Ana Marcos.
INTRODUCCIÓN El ?ujo de la vida desde una perspectiva ?losó?co-artística
Valerio Rocco Lozano
El ?ujo da miedo. Más especí?camente, pensar la realidad en términos ?uidos, dinámicos y sujetos al cambio ha provocado desde siempre un notable malestar. Frente a la sabiduría del viejo Heráclito, que condensó su comprensión de la realidad en la conocida fórmula "panta rei" (todo ?uye, nada permanece), Aristóteles asoció indisolublemente la ontología al sustancialismo. Se trató de un repliegue defensivo, una protección contra una verdad difícil de digerir. Contra la sentencia heraclítea según la cual "nunca te bañarás dos veces en el mismo río", el Estagirita, en consonancia con la búsqueda de seguridad y estabilidad de sus maestros, Parménides y Platón, situó por debajo de la mutabilidad incesante de los atributos la permanencia de una sustancia primera, que de?ne lo que cada ente -necesariamente- es.
Esta ontología sustancialista aristotélica, mediada por el cristianismo y otros teísmos, afectó ante todo a la comprensión del ser humano. Durante mucho tiempo se creyó de manera indiscutible que, por debajo de las transformaciones físicas de nuestro cuerpo y de la variabilidad de nuestros contenidos mentales, existe un alma espiritual que representa no solo lo más valioso de cada individuo, sino también su parte inmutable, que sobrevivirá incluso después de la muerte biológica. Más allá de las legítimas creencias religiosas de cada persona, hoy en día la ?losofía y la ciencia se han alejado notablemente de esta concepción del ser humano. Fue John Locke, el padre del empirismo, quien de?nió el yo como "corriente ininterrumpida de conciencia y memoria". Esta concepción dinámica de la mente humana ya no necesita el suelo firme de una sustancia, de un alma, para ser concebida. La metáfora del ser humano como un ?ujo de representaciones fue radicalizada por David Hume e incorporada, gracias a Immanuel Kant y su "yo pienso", a la inmensa mayoría de las corrientes ?losó?cas de los siglos XIX, XX y XXI. Desde la Crítica de la Razón Pura, para la ?losofía, la psicología y las neurociencias, el ser humano es identi?cado como una operatividad, una discursividad, un ?uir de la conciencia, regresando así, en gran medida, a la ?losofía del devenir del viejo Heráclito. Para comprender lo que somos ya no es necesario postular la presencia de un alma como sustrato invariable de nuestra existencia.
A pesar de que nuestra concepción de la mente humana se ha alejado notablemente del sustancialismo, esta teoría ontológica de Aristóteles sigue impregnando, sin embargo, nuestra manera de comprender el mundo exterior y de referirnos a él mediante el lenguaje. Desde niños se nos enseña a hablar identi?cando elementos de la realidad como si fueran ladrillos autónomos: papá, mamá, niño, hermana, árbol, mesa, silla, colegio. Solo una vez que hemos nombrado (y por tanto aislado) estos elementos exteriores, se nos muestran las relaciones que éstos establecen entre sí, así como el carácter cambiante, híbrido y difuso del mundo que nos rodea.
En efecto, nuestro proceso de aprendizaje nos lleva a conocer el mundo en primer lugar como un conjunto de cosas y personas. Solo después se descubren las relaciones entre ellas. Es decir, se nos enseña que, en primer lugar, hay un "yo" y un "tú" que instauran un diálogo siempre posterior, independiente y secundario respecto a la presencia del "yo" y del "tú". Lo mismo ocurre con la explicación corriente del nacimiento de un hijo con relación a su madre. Para Aristóteles y para toda la tradición sustancialista, esas dos personas estarían desconectadas desde el momento del nacimiento del bebé. Se trataría de dos sustancias separadas que, de manera paulatina, tras el alumbramiento, empiezan a instaurar relaciones entre sí. Esta descripción de los vínculos materno?liales resulta, sin embargo, absolutamente contraintuitiva: la madre y el hijo están interrelacionados de una manera tan profunda antes, durante y después del parto, que es absurdo pensar que, al cortar el cordón umbilical, comiencen a existir dos individuos completamente aislados e independientes.
Frente a Aristóteles y esa idea de los individuos (identi?cados por sustantivos y pronombres) como entidades separadas, ¿por qué no postular la primacía de las relaciones y los procesos, tal y como hicieron Gottfried W. Leibniz o Georg W. Hegel? El tránsito del sustancialismo a una ontología relacional y ?uentista nos permite situar la vida en el centro y comprenderla a la manera del joven Hegel. En su época de Frankfurt, el ?lósofo suabo entendía por "vida" lo que más tarde, en su madurez, denominará "espíritu": el tránsito, el ir y venir, ese "entre", que es lo más verdadero y profundo, ya que no está solo en ti o en mí, sino que, en cierto modo, es el vínculo que nos constituye y nos da sentido a ambos. Es el proceso en el que los dos estamos insertos y que hace de nosotros lo que llegamos a ser. Primero son las relaciones y los ?ujos, y éstos van constituyendo en cada momento las cosas y las personas.
Esta primacía de la relación sobre los individuos, de los procesos sobre las sustancias, de los ?ujos frente a las permanencias, está en el corazón del método dialéctico. Para Hegel, al comienzo de la Ciencia de la Lógica, la primera y más relevante categoría para comprender el mundo es la de "devenir", que media constantemente entre el ser y la nada. Estos dos conceptos abstractos nunca se dan como tales, sino como polos entre los que discurre el ?ujo de la vida y de las relaciones que van constituyendo esos átomos de realidad (precarios e inestables) a los que denominamos sujetos, objetos y, en general, individuos. El ?uir de la nada al ser (nacimiento) y del ser a la nada (desarrollo y muerte), es decir, el devenir, es lo que de?ne y caracteriza nuestras vidas.
El sustancialismo de Aristóteles surge, como ya se ha dicho, del miedo que produce esta manera dinámica de concebir la realidad, que sitúa el devenir, las relaciones y en general los ?ujos en el centro de la ontología. El ser humano, desde siempre, busca la seguridad de la determinación precisa de los límites entre una cosa (o una persona) y otra. Y esa determinación se logra, normalmente, a través de una distinción negativa con lo otro. Como decía Spinoza: "toda determinación es negación". De este modo, el sustancialismo tiene una serie de consecuencias que, hoy en día, pocos considerarían deseables: el individualismo se transforma a menudo en egoísmo y atomismo social, y en términos económico-políticos da lugar a un neoliberalismo competitivo y generador de desigualdades. Extrapolado a un plano colectivo, el sustancialismo da lugar a racismos, nacionalismos, fanatismos religiosos o machismos, es decir, la exclusión de los diferentes en función de la superioridad del grupo desde el que se habla. Esa misma ontología sustancialista, cuando enfrenta al ser humano al resto de los seres vivos, produce un especismo anti-ecologista, y cuando contrapone al hombre frente a los objetos inanimados da lugar a un consumismo depredador y voraz. Todos estos "-ismos" representan gran parte de los males psicológicos, ecológicos, económicos y sociales de nuestra era, que tienen en su raíz una comprensión sustancialista, rígida y excluyente de la existencia.
Pensar la realidad en términos de ?ujo, de devenir y de relaciones, pone énfasis -en cambio- en las necesarias mezclas e hibridaciones que constituyen todo cuanto existe. Si nos ?jamos en los seres humanos, la ciencia nos enseña que somos seres vivos que se mantienen en la existencia no solo por formar parte de una familia y una sociedad humanas, sino por depender de muchas otras especies -entre ellas, de animales y plantas- y por contener otras formas de vida dentro de cada uno de nosotros. Como la ciencia ha demostrado durante las últimas décadas, más de la mitad de las células de nuestro cuerpo no son de Homo sapiens, sino de la microbiota: el enorme y diverso conjunto de los microorganismos que nos habitan y, a la vez, nos mantienen con vida. Sin estas células "no humanas" que se reproducen en simbiosis con cada "yo humano" nos resultaría imposible vivir, porque ellas nos permiten alimentarnos, protegernos de agresiones externas e incluso, quizá, sentir y pensar. De hecho, recientemente ha comenzado a estudiarse la relación entre la microbiota intestinal -que es capaz de producir determinados neurotransmisores- y algo que parece tan profundamente humano como es la actividad cerebral. Así, aunque aún es un tema abierto, la investigación cientí?ca a favor de la importancia de la microbiota sugiere que lo que sentimos -y, por tanto, lo que somos- se debería en parte a estos humildes compañeros de viaje: los microorganismos que albergamos de forma natural en el cuerpo y nos intercambiamos sin cesar con otros miembros de nuestra especie.
Pero es que incluso nuestro propio ADN es fruto de una mezcla y de una hibridación que pone en seria duda el punto de vista sustancialista. En 2023 -con la secuenciación del esquivo cromosoma Y- se consiguió terminar de descifrar la totalidad del genoma humano. Con ello hemos comprendido, entre otras muchas cosas, que está compuesto por fragmentos ensamblados a lo largo de la evolución, de retazos de otros seres que nos han precedido y de los virus que han facilitado esa transferencia horizontal de genes entre distintas ramas del árbol de la vida. Así se ha originado el genoma de este orgulloso Homo sapiens....