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En la España de su época, doña Emilia Pardo Bazán fue una viajera impar que dejó testimonio de sus experiencias nómadas en varios libros1, de entre los cuales quiero ahora destacar Al pie de la Torre Eiffel y Por Francia y por Alemania (Crónicas de la Exposición) (1889)2, dos volúmenes unitarios que además responden a una modalidad muy característica del momento, el reportaje de actualidad, que tenía por objeto cubrir la información sobre cualquier acontecimiento que fuese de interés para el lector: la inauguración de un tramo ferroviario o la aparición de otros ingenios fruto del progreso técnico, pero también las novedades y la moda en sus múltiples manifestaciones.
Ahora bien, de entre esos posibles focos de curiosidad, las visitas y relatos referidos a las célebres Exposiciones Universales llegaron a constituir casi un microgénero literario o periodístico. Ya una de ellas centraba el Viaje a París en 1855 del joven Alarcón, acérrimo enemigo de la España del Antiguo Régimen tras el desencanto con la revuelta de julio de aquel año y exaltado francófilo para quien París y su Exposición eran «la suprema altura de la marea humana, el resultado de mil pasados siglos combinados [...], siempre coronado con la última piedra asentada en el edificio misterioso de lo porvenir»3. La propia doña Emilia, con anterioridad a esta de París de 1889, es probable que visitara la Exposición Universal que se celebró en Viena del 1 de mayo al 31 de octubre de 18734, según puede suponerse a partir de la lectura del citado Apuntes de viaje. De España a Ginebra. Igualmente, otras exposiciones de ámbito más reducido y específico -como la gran Exposición báltica que se celebraba en Malmö (Suecia) de la que nos habló Carmen de Burgos durante su viaje de 19145 atraían los pasos de los viajeros. Para Baroja, las exposiciones universales fueron una invención del siglo XIX cuyo «aire docente y al mismo tiempo colosal» expresaba muy bien el carácter de los primeros años de aquel siglo, cuando «la filosofía, la literatura, la ciencia, la música y la industria avanzaron en triunfo»6. Según él, una de las tendencias de las exposiciones fue «el crear el gusto por lo colosal», puesto que de ellas salieron «las galerías de máquinas, los palacios de cristal y, sobre todo, la torre Eiffel que, en su tiempo, y durante muchos años, ha sido como el gran atractivo moderno de la ciudad de París para los tontos. Algunos tradicionalistas franceses de gusto estético protestaron contra ese aparato de hierro que tiene más aire de andamio que de una torre auténtica; pero en este caso, como en muchos otros, los modernistas triunfaron». Es evidente que Baroja se alinea con los primeros y no con quienes la exaltaban como verdadera apoteosis del progreso y de la sublime ingeniería, aunque la emblemática torre enseguida volvería a pasar por el más ingrato de los descréditos hasta que ciertas tendencias racionalistas de la arquitectura y del arte de vanguardia encontraron en ella un precedente y un modelo, y los poetas empezaron a «madrigalizar» a los pies del coloso7.
La razón de centrar mi estudio sobre Pardo Bazán en tanto que viajera8 obedece al interés que ofrece porque, entre otros muchos temas de gran actualidad, recoge el impacto que causó «el coloso de hierro» -un tema que ya no está en su siguiente libro nómada. Cuarenta días en la Exposición-. Además, en estos textos Pardo Bazán nos habla ya desde su veteranía viajera y con un amplio conocimiento de la capital francesa, que habría visitado por primera vez en 1871 en compañía de toda su familia9. Por esas mismas fechas, empezó también a escribir un Diario de viaje que no llegó a publicar nunca, pero cuyo cultivo sin duda la familiarizó con el hábito de escribir, a juzgar por lo anotado en sus Apuntes autobiográficos, donde afirmó que «desde entonces fue para mí una necesidad apremiante el tener emprendido algún trabajo o estudio; señal de que la reflexión empezaba a sobreponerse a la perezosa alegría y vagancia de los tiernos años juveniles»10. No me parece disparatado suponer que algunas de aquellas primeras «impresiones» o anotaciones pasarían, reelaboradas o no, a formar parte de Un viaje de novios (1881), cuyo capítulo XIII transcurre en la gloriosa capital. Imagen nostálgica de aquellas tempranas estancias -a las que habría que sumar la de 1886 y la de marzo de 188711- la encontramos en las páginas de Al pie de la Torre Eiffel: «Yo sé que en París todo resulta, porque conozco aquella capital. Dos o tres inviernos he pasado en el cerebro del mundo, haciendo hasta las cuatro de la tarde la vida del estudiante aplicado, y de cuatro a doce de la noche la del incansable turista y observador»12.
La razón de haber seleccionado, de entre los libros de viaje de doña Emilia, estas Crónicas, obedece a que el perfil de la viajera que ahora encontramos ofrece interesantes variaciones respecto a otros. También el motivo y el objeto del viaje. Pardo Bazán lo hace en calidad de cronista de La España Moderna13. Escribe, por consiguiente, para los lectores de esa publicación y más de una vez, ante ciertos reproches o recomendaciones, no vacila en sacrificar el conveniente o recomendable patriotismo en aras de la verdad y la fidelidad al lector. Hay una dimensión de servicio al público en estas relaciones, que se percibe tanto en algunos detalles prácticos -la prevención sobre los precios abusivos de algunos hoteles, o la reventa de billetes, y las recomendaciones para elegir restaurantes y menús, e incluso sobre el trato que conviene dispensar a los cocheros-, como en declaraciones directas y francas pese a que al parecer alguien le aconsejaba «que no comunicase estos detalles a mis lectores de la América del Sur, a fin de que no formasen mala idea de cómo andamos gobernados y regidos los españoles». Estamos ante una narradora que ha asumido resueltamente la premisa de su querido Padre Feijoo y escribe para que sus lectores no se llamen a engaño.
No será la única ocasión en que la cronista reaccione vehementemente contra según qué tipo de hipócritas recomendaciones. La verdad es un valor que para ella está por encima de miserables conveniencias mundanas; no en vano se ganó el calificativo de Capitana Verdades, por su sinceridad y atrevimiento.
Y conviene anticipar ya que este rasgo de transparencia, franqueza y espontaneidad es constante en una escritora que jamás se sentirá tentada por aparentar conocimientos que no tiene, declarando limpiamente omitir o excluir de su relación asuntos que no le son conocidos o para los cuales no se siente competente; ni tampoco vacilará en desvelar las fuentes en que se apoya al abordar cuestiones que no presenció, pero para las cuales cuenta con otro narrador fiable, o bien de asuntos que no le son muy propios, como todo lo referido al desarrollo industrial. Cuando sus escasos conocimientos para tratar de ciertos aspectos la obligan a recurrir a la comparación, pese a ser muy consciente de lo inadecuada que tal perspectiva resulta, declara abiertamente a sus lectores los riesgos de emitir juicios comparativos entre naciones. También es consciente doña Emilia de que una relación periodística como la suya puede ir acompañada de defectos, ya que por las condiciones en y desde las que escribe no puede ser esta una obra «de observación profunda, de seria y delicada análisis, de fundada doctrina, ni de arte reflexivo y sentido, elaborado en los últimos camarines del pensamiento o en las delgadas telas del corazón»14.
Líneas como las recién citadas no responden ni mucho menos al manido tópico de la captatio benevolentiae, pues a continuación se observa la clara conciencia que ella tenía de cómo «la necesidad de escribir de omni re scibili», siempre deleitando e interesando aunque se traten materias «de suyo indigestas y áridas», la obliga «a nadar a flor de agua, a presentar de cada cosa únicamente lo culminante, y más aún lo divertido, lo que puede herir la imaginación o recrear el sentido con rápido vislumbre, a modo de centella o chispazo eléctrico». Es, desde luego, una fórmula que bien podría pasar a formar parte de un decálogo para uso de cualquier cronista responsable. Además, la autora tiene muy en cuenta las limitaciones que las modernas condiciones del viaje imponen, máxime si tenemos en cuenta que ella aborrecía tomar apuntes15:
... la vida es muy corta, las aficiones múltiples, el campo vastísimo, y rara vez nos encontramos en situación de dar vado a nuestro gusto en estas materias. De las grandezas que hemos entrevisto así, hablamos después por la rápida impresión experimentada, y que ha sido, rigurosamente, el deslumbramiento de un relámpago: nuestro juicio es, y tiene que ser, deficiente y aventuradísimo; nuestra memoria, infiel; nuestra opinión, poco madura y nada decisiva para la cultura artística del que nos lee. Esto es verdad, verdad inconcusa, como lo es también que el hombre es falible, y en arte y en todo yerra: yerra después de maduro examen, yerra aprisa y yerra despacio, yerra de palabra y yerra por escrito... y también acierta en ocasiones como el borriquiIlo del inmortal fabulista16.
Por ello, jamás se sentirá tentada de disfrazar su ignorancia ni de ostentar conocimientos que no posee para encumbrarse ante el lector, un comportamiento no...
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