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Proemio. La Navidad que detuvo la Gran Guerra
Una guerra que comienza
«De repente todos los Estados se sintieron fuertes,
olvidando que los demás se sentían de igual manera».
Stefan Zweig1
La Gran Guerra sobrevino inesperadamente un día de verano de 1914. Pero las guerras, como las enfermedades mortales, se gestan antes, a veces mucho antes de su terrible manifestación. La cuestión está en saber cómo, en elucidar sus causas.
El advenimiento de Alemania como gran potencia, tras la unificación del mosaico germánico en torno a Prusia, y la derrota francesa de 1871 habían alterado el equilibrio de poder que existía en Europa desde las guerras napoleónicas. El Imperio alemán no tenía rival en el continente, y para compensar su pujanza militar, Francia había sellado alianza con Rusia en 1894. También Alemania estaba coaligada con Austria-Hungría, aunque ello no le impedía sentirse aislada en el centro de Europa, y asediada por aquella alianza franco-rusa a la que, entre 1904 y 1907, se sumó Gran Bretaña. Se trataba de alianzas de naturaleza defensiva, es verdad, pero su sola existencia resultaba inquietante.
Con todo, la preeminencia germánica era solo continental. En el resto del mundo, dominaban Gran Bretaña y Francia, y era lógico que Alemania anhelara igualar a la primera como potencia marítima, y a la segunda, como potencia colonial. Pero, en verdad, no existía ninguna disputa colonial grave, y las que se habían producido en los años anteriores se habían resuelto pacíficamente (Marruecos, en 1905 y 1911; Libia, en 1911-1912). De hecho, con la resolución de la segunda crisis de Marruecos, que supuso la cesión de territorio del Congo a Alemania, esta se sintió satisfecha.
También, dentro de Europa, existían pendencias fronterizas y tendencias expansionistas. Francia, tras la pérdida de Alsacia y Lorena, no estaba conforme con el statu quo estatuido. Rusia estaba interesada en arrebatar al Imperio otomano el control de los estrechos del Bósforo y de los Dardanelos. E Italia, a pesar de ser aliada de Alemania y de Austria-Hungría, pretendía los territorios austriacos del Alto Adige y del Trentino. No obstante, lo más grave había acaecido en la península balcánica: primero, la anexión en 1908 de Bosnia-Herzegovina por parte de Austria-Hungría, tras haber administrado ese territorio durante treinta años, en virtud de lo establecido en el Congreso de Berlín de 1878; y luego, las dos guerras que suscitó el reparto de los despojos balcánicos del Imperio otomano: la de 1912 y la de 1913. Pero ambas se resolvieron en pocos meses: la primera, en tres; la segunda, en dos.
Se suele citar, entre las causas de la guerra el creciente nacionalismo. Pero en el umbral de la guerra, el sentimiento nacionalista de los ciudadanos no se traducía en odio hacia los demás países -aunque algunos discursos, alguna prensa y alguna literatura «barata» (penny press) sí lo alimentaban-, sino, más bien, en una confianza inflada en la propia nación, en su gobierno, en su economía y en su poder militar. Otra cosa sucedería una vez comenzada la guerra.
Europa vivía un largo período de paz que rondaba los cuarenta años. Algo más, si se contaba desde el Tratado de Versalles -epílogo de la guerra franco-prusiana-, y algo menos, si se calculaba desde el Tratado de San Stefano -colofón de la guerra ruso-otomana-. Sin embargo, ninguna de las principales potencias europeas confiaba en que aquella paz durara mucho más, y todas se involucraron en alguna suerte de reforma o renovación militar. Todas aumentaron el gasto militar. Todas introdujeron el servicio militar obligatorio, a excepción de Gran Bretaña. Austria-Hungría lo hizo en 1868; Alemania, en 1870; Italia, en 1873; y Rusia, en 1874. Francia, que ya lo tenía desde la Revolución, alargó su período de dos a tres años en 1913, al mismo tiempo que Alemania aumentaba en 170.000 soldados sus efectivos permanentes. En 1914, Alemania contaba 2.100.000 hombres en armas; Austria-Hungría, 1.330.000; Francia, 1.800.000; Rusia, 3.400.000; y Gran Bretaña, solo 170.000.
Si el ejército de Gran Bretaña era relativamente pequeño (Moltke dijo una vez que si se atrevía a desplegarse en el continente, enviaría al departamento de policía de Berlín para detenerlo), su armada era la primera del mundo. La Armada Británica tenía como adversarias más probables a las armadas francesa y rusa, pero, a principios del siglo XX, se descubrió que no era así. Alemania había comenzado, en 1897, un programa de construcción naval a gran escala, en consonancia con su pretensión de convertirse en una potencia colonial. En sucesivas leyes navales (Flottengesetze), el Reichstag fue incrementando la flota de guerra y, en especial, el número de acorazados que debían construirse. En respuesta a este desafío, la Royal Navy lanzó su propio programa de construcción, que se centró en un nuevo tipo de buque, el HMS Dreadnought, que por su tamaño, número de cañones, velocidad, método de propulsión y blindaje de calidad, constituía una revolución. Al comienzo de la guerra, Gran Bretaña tenía 49 acorazados, mientras Alemania únicamente 29, aunque ni aquellos ni estos estaban, todos, terminados entonces.
El verano de 1914 comenzó sin que hubiera nubes de un posible conflicto en el horizonte. Iba a ser un verano cálido, radiante y apacible; un verano tranquilo, como lo habían sido los anteriores. En vísperas de la guerra, todo discurría como de costumbre. El Concurso de Belleza Femenina de Berlín tuvo lugar a primeros de junio, lo mismo que la Exposición española de Turismo de Londres (Sunny Spain). El Buque Escuela Buglia, de la marina italiana, en el que iba el príncipe heredero, Humberto, seguía su plan de navegación por la costa española. La Carrera de Ascot se celebró, como todos los años, en la tercera semana de ese mes, con la presencia de Jorge V y de la reina María. A finales de junio, Alfonso XIII participó con el «Barandil» en las regatas de San Sebastián. Y lo más notable de todo: la Royal Navy fue invitada a asistir a la Semana de Regatas de Kiel.
En la última semana de junio, los acorazados de una escuadra británica anclaron junto a los acorazados de la Flota de Alta Mar del káiser en la bahía de Kiel. Ambas flotas celebraron, juntas, las ceremonias de aquella semana y planearon que la Royal Navy devolviera la invitación antes de que terminara el año. Fue un momento de entendimiento mutuo, de amistoso acercamiento, hasta el punto de que el káiser Guillermo se permitió subir a bordo de un buque de la Royal Navy vistiendo el uniforme de almirante británico, porque su abuela, la reina Victoria, le había concedido ese honor.
En las capitales europeas, los parlamentos celebraban sus últimas sesiones. En las ciudades, muchas tiendas fijaban en sus puertas: «Cerrado hasta septiembre», y muchos teatros clausuraban las suyas y enviaban a sus compañías a provincias. Los que podían se iban de vacaciones, como lo habían hecho siempre, incluso lejos de sus fronteras. Stefan Zweig, que ha relatado admirablemente ese momento, había salido de Viena y pasaba dos semanas en Le Coq, un balneario de la costa belga, cerca de Ostende, antes de reunirse con Verhaeren en Caillou-qui-Bique para traducir al alemán sus últimos versos. Picasso descansaba tranquilamente en Céret, cerca de la frontera española, en compañía de Juan Gris y de Max Jacob. Y Rilke, que igualmente había dejado París por unas semanas, se encontraba con Lou Andreas-Salomé en Göttingen.
Pero toda aquella normalidad se quebró el 28 de junio en los confines del Imperio austro-húngaro. El archiduque Francisco Fernando, heredero a la corona austro-húngara, y su esposa, de visita oficial en Sarajevo, caían muertos en la mañana de ese día por los disparos de un fanático serbio de diecinueve años.
Austria-Hungría, a pesar de estar convencida de la responsabilidad de Serbia en el atentado, retrasó su respuesta. El mes de julio fue un ir y venir de cartas y telegramas, de reuniones y entrevistas (singularmente, la del 5 de julio, en la que el káiser hizo saber al emperador de Austria, a través de su embajador en Berlín, que permanecería fielmente a su lado «en todas las circunstancias»), pero fue discurriendo sin más sobresaltos. Incluso la decisión de Francisco José de no asistir al funeral de su sobrino y heredero supuso que la mayoría de los demás jefes de Estado de Europa tampoco asistieran. Su aparente indiferencia envió una señal a los europeos de que era poco probable que el asesinato tuviera consecuencias importantes2. Así las cosas, el káiser se fue de crucero por Noruega; Poincaré, a su regreso de San Petersburgo, siguió adelante con su plan de vacaciones; y el ministro de Asuntos Exteriores británico, Sir Edward Grey, se fue a pescar truchas.
El 23 de julio, Austria-Hungría envió un ultimátum a Serbia con una serie de exigencias que sabía que el gobierno serbio nunca podría aceptar con honor y dio un plazo de respuesta de cuarenta y ocho horas. Antes de cumplirse el plazo, Serbia respondió aceptando todas las demandas menos dos, a la par que comenzaba a movilizar a sus tropas. Al día siguiente, Austria-Hungría movilizó a las suyas; el 28, declaró la guerra a Serbia, y el 29, bombardeó Belgrado. En ese momento, el sistema de alianzas de las potencias europeas quedó activado, y la devastadora maquinaria de la guerra comenzó a funcionar.
El 30 de julio, Rusia ordenó la movilización general de su ejército («el más bello regalo hecho a la...
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