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En nuestro primer encuentro hemos visto que la vida del hombre tiende desde su origen a su cumplimiento, lleva en sí la promesa del bien, de la felicidad, de la justicia y de la verdad. ¿Qué hace tan evocadora la palabra promesa, que parece capaz de asegurar el deseo?
Podemos entenderlo a partir de dos oraciones de la Liturgia de las Horas (con la que Dante estaba familiarizado), el Benedictus, cántico de Zacarías, y el cántico de la Virgen, el Magnificat. El primero se reza por la mañana y dice: «Bendito sea el Señor [.] porque ha visitado y redimido a su pueblo suscitándonos una fuerza de salvación, [.] como había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas» (Lc 1,68-70). La otra oración, el Magnificat, que se reza por la tarde, concluye así: «Auxilia a Israel su siervo [.] como lo había prometido a nuestros padres» (Lc 1,54-55). La «promesa hecha a nuestros padres» se refiere, en el lenguaje bíblico, a una promesa a la raíz de nuestro corazón. A la raíz del corazón del hombre, que es espera de bien, una promesa hecha a Abrahán y su descendencia por siempre. Esto es lo que hemos tratado de decir en nuestro último encuentro: venimos al mundo con una promesa, la promesa de un bien.
Dante presintió esta promesa, la entrevió y la experimentó, en su encuentro con Beatriz. Pero después Beatriz muere. ¿Dónde acaba entonces la promesa de bien que ha movido el corazón de Dante desde su nacimiento, que mueve el corazón de cada hombre, promesa que parece realizarse en un encuentro, en una amistad, en un bien que se vislumbra, y que sin embargo después nos falla? Leopardi grita: «Oh, natura, natura, ¿Por qué tanto a tus hijos engañas?» [23]. Dante intenta otra aproximación, otro planteamiento más positivo: «No es posible que la vida sea una promesa que acaba traicionándote, que no se mantiene». Y durante diez largos años reflexiona sobre su propia historia tratando de entender: «y en conseguirlo me esfuerzo cuanto puedo, como ella en verdad sabe» [24]. Esta larga reflexión, el trabajo de Dante por entender adónde le lleva la vida, le hace intuir la posibilidad de un camino, que recorrerá hasta vislumbrar el alcance del bien que la vida esconde misteriosamente. Entre los pliegues contradictorios, tan dolorosos de la experiencia de cada día, hay un delicado hilo, permanece una promesa que nos lleva hacia el cumplimiento del deseo. Dante recorrerá este camino y volverá para contárnoslo.
Antes de empezar la lectura del primer canto del Infierno tengo que añadir aún dos observaciones muy breves.
La primera se refiere a la estructura del viaje de Dante. En la concepción del poeta, el mundo se puede representar como una esfera, que en un lugar determinado se hunde en una especie de inmenso embudo, una vorágine, que es el infierno (cuando Lucifer se rebeló contra Dios fue literalmente arrojado del cielo a la tierra, la cual, a la llegada de Lucifer, se retiró rechazándole, abriendo esta vorágine). En la superficie opuesta, se levanta la montaña del Purgatorio, también generada a raíz de la caída de Lucifer.
El viaje de Dante comienza pues en una selva oscura situada en la superficie del infierno y, yendo por los recodos de un camino que desciende, llega hasta el fondo de la vorágine, es decir, hasta el centro de la tierra, donde está confinado Lucifer. Después, a través de la «caverna natural», [25] desembocará en la superficie opuesta, en la base de la montaña del purgatorio, cuya cima alcanzará creyendo haber llegado al paraíso terrenal. Allí le abandona Virgilio y llega Beatriz, que le servirá de guía a lo largo de los nueve cielos hasta la visión final, el encuentro cara a cara con Dios.
El viaje empieza con la bajada al infierno, aparentemente en línea descendiente. Desde nuestra perspectiva, desde la tierra, creemos que ir por los recodos del infierno significa recorrer un camino que desciende. Pero si dibujáis en un papel la esfera del mundo y este itinerario, y luego le dais la vuelta, haréis un descubrimiento muy importante para comprender la Divina Comedia: atravesar el infierno es ya el comienzo de la ascensión hacia Dios. El itinerario de Dante es una línea recta que desde su punto de partida no para de ascender. Esta línea le conduce, a través del infierno, de la selva oscura hasta Dios, hasta el cumplimiento del deseo. El aparente descenso de Dante a los infiernos es ya el comienzo de la ascensión.
Debemos tener presente que para un hombre medieval el macrocosmos y el microcosmos se reflejan el uno al otro como un espejo, por lo que esta representación del mundo es al mismo tiempo representación del universo y representación del corazón del hombre. El camino de la vida es por tanto este descenso (o, si se prefiere, ascensión) hacia el hallazgo de nuestra verdadera imagen, hacia la búsqueda de nuestro yo perdido: implica el descubrimiento de nuestra capacidad para el mal, que es el infierno, y al mismo tiempo la experiencia de la redención, del perdón que Cristo mereció para los hombres, revelando a Dios como misericordia y por tanto abriéndonos el camino hacia el bien y la verdad. Gracias a él se puede tener la experiencia del paraíso en esta tierra, se puede tener la experiencia de que la vida está salvada. En la concepción de un hombre como Dante, decir «Padre nuestro que estás en los cielos» significa a la vez «Padre nuestro que habitas en la profundidad del Universo», es decir, «Padre nuestro que habitas en la profundidad de mi corazón». Por tanto el camino de la vida es ir al fondo del corazón, donde volvemos a encontrar nuestra imagen verdadera, la imagen original con la que Dios nos creó.
Segunda observación para introducir la lectura. Toda la Divina Comedia se apoya en el binomio luz/tiniebla. La Divina Comedia es el poema de la luz, porque la experiencia que tiene el hombre -y el primer canto del Infierno la describe crudamente- es la de la oscuridad, la de la ceguera. El punto de partida del canto es una selva oscura en la que no se ve nada. Y eso significa no poder conocer, y por tanto no poder amar las cosas por lo que son: es un infierno, una muerte. Dante nos dice, como punto de partida, que todos estamos ciegos. Entonces el problema es que venga alguien a iluminar la existencia y nos haga capaces de un conocimiento verdadero de las cosas, de la vida tal como es verdaderamente. Porque no conocer las cosas significa soportarlas, sufrirlas, no entenderlas; no poder amar, no poder esperar nada, mientras la vida a veces te arrolla como un tren y tú no tienes nada a qué agarrarte.
Por tanto estamos todos ciegos. El problema que plantea la Divina Comedia es si existe una luz que pueda iluminar la vida y nos permita conocer lo verdadero, practicar el bien, construir con esperanza. El hombre, si es leal, debe decirse a sí mismo: necesito luz, necesito algo que ilumine la vida, necesito que haya un Dios, necesito que las cosas tengan un sentido; aunque no pueda encontrar este sentido con mis fuerzas.
«Para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte», concluye el Benedictus: este es el camino de la Divina Comedia. De las tinieblas a la luz, «para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz». Al igual que Dante escribía: «para conducir a los hombres del estado de miseria al estado de felicidad».
No es casual que las palabras más recurrentes en la Divina Comedia sean mirada y todas las referidas al acto de ver. Poder ver es, realmente, ser salvados. Todo el problema de la vida es lo que miramos, es dónde se sitúa nuestra mirada; porque muchas veces hay luz y nosotros vivimos con los ojos cerrados. Por tanto Dante nos introduce a todo el recorrido humano, a toda esta aventura, advirtiéndonos de esta posición inicial necesaria: abrid los ojos.
La condición para empezar a leer el texto es vivir, abrir los ojos, porque hacerlo supone hoy una dificultad dramática. Dice la Biblia: «Llamados a mirar a lo alto, nadie levanta la mirada» (Os 11,7); quizá, ya que el profeta lo decía hace tres mil años, sea un problema que ha habido siempre; pero hoy parece especialmente difícil abrir los ojos, darse cuenta al menos de que necesitamos de verdad una luz.
Ahora tenemos todos los elementos necesarios para empezar la lectura.
A la mitad del camino de nuestra vida me encontré en una selva oscura porque había perdido la buena senda.
«A la mitad del camino de nuestra vida». Es extraño que el adjetivo (nuestra vida) se use en plural mientras el sujeto es singular: «(Yo) me encontré en una selva oscura». ¿Por qué esta aparente contradicción? Se trata de una declaración poética formidable. Dante siente por entero la responsabilidad de acompañar a los hombres a vivir la vida como debe ser vivida; tiene la pretensión de implicar en primera persona al lector: «Estoy hablando de ti, contigo, porque lo que he visto es tan pertinente al corazón del hombre que lo reconozco pertinente al corazón de todo hombre; quiero escribir estas cosas por vosotros, para acompañaros uno a uno. Estoy hablando de vuestra vida».
En el primer verso de la Divina Comedia está este nuestra vida imperioso, potente, y aquí ya hay una elección. Tenemos verdaderamente una responsabilidad que...
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