Schweitzer Fachinformationen
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-Que el maná no viene solo.
Ayer vine a El Centenillo, donde no conocía a nadie. El viento trae palabras.
-.no viene solo, como no le venía a Moisés.
Voces de un hombre. No se dirigen a otro hombre, a una mujer, sino a unos animales o al mismo aire, aunque a mí me lleguen bajo la bruma. Sé eso, o eso creo, y nada más; ignoro quién es ese hombre y por qué les canta citas bíblicas a un perro y a unas cabras que le discuten o le ruegan.
Desde lo alto de mi casa, cuando la niebla se cansa de su trabajo, se ve una pequeña construcción terrera. De allí, imagino, salían las voces. Qué diferente resulta este lienzo del pirenaico. Ni el verde ni el color del firmamento se parecen. Y eso que el cielo es el mismo, que la altitud es semejante: solo he bajado un centenar de metros, de los 970 de Aragüés a los 860 de esta colina. Antes estaba rodeado de montañas y ahora me encuentro en el lomo de otras, las de Sierra Morena.
Llegué y me trajeron a esta casa frente a un barranco. Las tres viviendas que hay a derecha e izquierda de la mía, en una calle escueta, están cerradas. No conozco a quien habita esa casa blanca que sortea el talud, la única poblada a la vista. Ayer, justo antes de la noche, vi el humo volar desde ella. Luego comenzó a llover.
Mi casero no ha cambiado el cristal roto y fui a buscar piñas para prender los troncos que quedaban en la casa. Hacía frío y yo también encendí el fuego. Hoy he movido la mesa, almacenado los souvenirs y las sillas de saldo en el cuarto oscuro, y movido el sillón frente a la chimenea. Algunos de los libros me acompañan desde Aragüés, otros los he renovado. Iba a empezar mis lecturas con Michel Tournier, en El árbol y el camino, pero en el viaje hice algo extraño. Paré en La Carolina para comprar comida y guardé un paquete en alforja equivocada. Las sardinas se enamoraron de Walt Whitman y ahora sus páginas están tendidas, llenas de versos húmedos y olorosos.
Creo que nada haré durante mucho tiempo salvo escuchar y acumularlo en mi interior. Para dejar que los sonidos me enriquezcan.
Oigo el bullicio de las aves. el murmullo del trigo cuando crece. el cuchicheo de las llamas. el chasquido de los leños que preparan mi comida.
Aunque la vivienda sea desapacible y la mayoría de las bombillas estén fundidas, voy a disfrutar de una chimenea y música. Mañana iré a buscar leña, a pedir un radiador y luz para poder leer. En estéreo llegan Bach y la sinfonía de las gotas del patio. Cierro la lámpara mortecina y dejo que la lumbre me entregue su historia infinita.
* * *
La música casi ha dejado de sonar en los pueblos. En algunos, los días de fiesta rememoran ese pasado con una orquesta, pero al día siguiente el sonido vuela. Hay en El Centenillo un edificio -grande y demasiado viejo para que alguien lo restaure- que hace tiempo fue sala de baile.
Cruzo la plaza y ando por la calle empedrada. Esta tarde de domingo hubo gente en el pueblo, ahora solo queda claridad en una casa. Al fondo se ve una cocina, pero la vida está escondida. Llego a otra plaza donde brilla un fluorescente azul. El destello confiere a la iglesia un tono de quirófano. Recuerdo un pueblo de México, San Gabriel, la Comala de Juan Rulfo, cuyas noches se alumbraban con los luminosos lóbregos de las cruces. Llueve suave, para que el campo sea siempre primavera. Regreso a la plaza principal donde compiten dos luces: una verde y la otra, ámbar. La primera sale de un coche de la guardia civil; la cálida, del bar que queda abierto. Continúo mis pasos, por donde la calle baja, se tuerce a la derecha y sale del pueblo.
Una curva descendente constituía también la desembocadura de Aragüés. Por allí paseaba de noche y seguía un poco más allá del final de las farolas. Cuando dejé Aragüés, el dios de la tormenta enloqueció y, en la carretera, tuve que buscar un lugar donde parar. Al poco de llegar aquí, otra tempestad vino en mi busca. Estoy a ocho o nueve horas de trayecto, los dos pueblos se comunican, con variantes, en la misma lengua; ambos tuvieron un pasado notable, escuelas y una población grande. Sin embargo, qué diferentes se me hacen.
La lluvia guarda mil caretas. La de aquí es la del jardinero impaciente: rompe a carcajadas breves y se entretiene un rato. El agua me encuentra en la calle o en una loma y, cuando vuelvo a casa, ha dejado de llover. Estoy empapado ya, pero miro al cielo y no puedo culparlo: era yo quien no estaba en el lugar adecuado.
El lugar adecuado. Al poco de llegar sentí que El Centenillo no lo era. Miraba desde la puerta de mi casa; a unos metros, justo antes del barranco, había una pared. La habían levantado a trozos: un fragmento era de piedra, otro de ladrillo de obra, el tercero de restos de mampostería. Subía al alto de mi casa y tocaba baldosas que imitaban cerámica de Granada, azulejos de baño y alicatados de cocina. Sentí la indolencia en ese trabajo como un descuido en las vidas. La naturaleza era hermosa, pero algunos humanos no la habían acompañado. Cuando se construyó el pueblo, hace un siglo, se siguió un trazado ejemplar y humilde, con plazas y casitas bajas en cuya entrada se abría un patio o un diminuto jardín. Pero las segundas plantas que habían crecido en algunas y los materiales extraños le habían robado el encanto.
Salía cada mañana a caminar y pensaba que tenía que superar esa nostalgia de pueblo bonito a riesgo de ensombrecer mis propios días. Tal vez no fuera posible, pues no existen destinos erróneos sino ánimos disparejos entre alguien y un lugar. Recordé el proceder de Margaret Fuller, «he venido para ver todo eso, para que me disguste, pero no para ponerlo en entredicho o difamarlo con una estúpida estrechez de miras», y decidí organizar mis días.
Volví a La Carolina por una carretera a cuyas orillas la primavera naciente copiaba las imágenes del paraíso. Y tengo ya comida para una semana: arroz, bacalao, judías verdes, puerros, espinacas, nísperos, chirimoyas, manzanas, frutos secos. Y estreno el café que algunas veces al día, brarrrrrrrrrr, un molinillo rojo vuelve arena olorosa: me trae el olor de Agaete, el valle canario donde se cultivan los granos deliciosos que me regaló un amigo antes de venir a esta estación.
En la plaza hay dos bares y voy al de Rosa. Los hijos de Jesús, su compañero, llevan el bar desde el año pasado. Con ellos tengo conversaciones muy breves. Dentro o en la terraza he visto algunos rostros de paso, caras de hombre, pero hasta hoy no he hablado con nadie más que con ellos.
Si me levanto temprano, cuando subo al altillo de mi casa a tomar café con vistas, percibo la voz que habla a los animales o las nubes. Desde esa atalaya algunas noches veo a un vecino, un zorro: cuando se cruzan nuestros ojos, desaparece.
Iba a ser veterinario. Un día comencé a escribir y quise adosar esa tarea recién descubierta a lo que aprendiera en la universidad. Así estudié Periodismo. Después comprendí que las noticias y la literatura eran parientes, más que hermanos, aunque a veces discurrieran juntos. No me sentí errado. Enseguida, el caudal de conocer y narrar existencias ajenas me volteó en su curso y me hizo buscar más: feriantes, artistas, científicos y locos eran mis preferidos. Seguí escribiendo relatos, pero la mayor parte del día estaba ocupado y saciado por mi yo de reportero. En ocasiones, tras el cierre en el periódico, la noche se prolongaba en un bar que cerraba muy tarde o abría muy temprano y, al final de esa jornada, en el horizonte se intuía un sol, aún tímido, que pronto caldearía la noche. También por eso me gustan los amaneceres. Cuando estoy en un lugar nuevo y me despierto en plena noche, preparo un café y espero en la ventana o, como aquí, al aire, para ser testigo del alba.
Hoy madrugué. Mi deseo no era ver la aurora, sino cambiar el compás de la destemplanza. Subí el café a la terraza. Mi vecino no hablaba aún a los animales, aunque algo después lo vislumbré: él también me vio, y sorprendido por la prontitud de mi aparición se quedó quieto, como el zorro. Al contrario que el animal, me devolvió un saludo en la distancia, el primero que compartíamos.
Para quebrar la cadencia decidí andar muy lejos. Cambié mi ruta habitual y estrené el camino que pasa bajo la casa de mi vecino: ladró un perro, cantó un gallo y baló una cabra, como en una fábula. Continué ladera abajo. Al fondo se erguían, ya agotadas, unas paredes de piedra. Más adelante se abría un bosque de pinos en el que vagabundear. Caminé hacia una caída que parecía anunciar un río; entonces eché de menos el Osia. Me regañé: estaba en otro lugar, el que yo había querido. Y, tras días de mudez, por fin me encontraba en el silencio.
Anduve sin rumbo durante horas, por una naturaleza ondulada y cambiante, verde y a ratos dura; luego volví monte arriba. Llegué a la construcción alargada de piedra que había visto la primera noche, en la parte alta del pueblo. Dentro, la hierba crecía entre los cascotes del tejado vencido. En una pared quedaban baldosas blancas, restos del paisaje doméstico de hombres que ya no estaban. Fui a la iglesia cerrada. En la plaza había unos técnicos de agua que tomaban muestras de la fuente y unos obreros que metían sacos de arena en una casa. También aquí había runrún de reformas, de arreglos para ir alguna vez al sitio de la infancia.
Hacía sol bajo las nubes, un pájaro grafiteaba el silencio y decidí comer en el altillo. El viento no jugaba a favor, pero aun así, a deshora,...
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