II. Matthew Cuthbert se sorprende
Índice Matthew Cuthbert y la yegua alazana trotaron con comodidad durante las ocho millas hasta Río Brillante. Era un camino muy bonito, flanqueado por acogedoras granjas; de vez en cuando, había un pequeño bosque de abetos balsámicos para atravesar o una hondonada donde los ciruelos silvestres desplegaban su delicada floración. El aire era dulce gracias al aliento de numerosos huertos de manzanas, y los prados se extendían en la distancia hacia neblinas en el horizonte de perla y púrpura; mientras
"Los pajaritos cantaban como si fuera
El único día de verano en todo el año."
Matthew disfrutaba del trayecto a su manera, salvo en los momentos en que se cruzaba con mujeres y debía saludarlas con un gesto -porque en la isla del Príncipe Eduardo se supone que debes saludar a todos los que te encuentras en el camino, los conozcas o no.
Matthew sentía temor de todas las mujeres excepto Marilla y la señora Rachel; tenía la incómoda sensación de que esas criaturas misteriosas se reían de él en secreto. Quizá no se equivocara al pensarlo, pues era un personaje extraño, con una figura desgarbada y un cabello largo, gris hierro, que caía sobre sus hombros encorvados, además de una tupida y suave barba castaña que había llevado desde los veinte años. En realidad, a los veinte años ya se veía muy parecido a como se veía a los sesenta, con un poco menos de canas.
Cuando llegó a Río Brillante no había señal alguna de tren; pensó que había llegado demasiado pronto, así que ató su caballo en el patio del pequeño hotel de Río Brillante y fue a la estación. La larga plataforma estaba casi desierta; la única criatura viviente a la vista era una niña que estaba sentada sobre una pila de tejas en el extremo más alejado. Matthew apenas notó que se trataba de una niña y pasó junto a ella lo más rápido posible sin mirarla. Si la hubiera mirado, no habría podido dejar de notar la tensión rígida y expectante de su porte y expresión. Ella estaba sentada aguardando algo o a alguien y, puesto que sentarse y esperar era lo único que podía hacerse en ese momento, esperaba con toda la fuerza de su ser.
Matthew se encontró con el jefe de estación, que cerraba la taquilla para marcharse a casa a cenar, y le preguntó si el tren de las cinco y media llegaría pronto.
-El tren de las cinco y media llegó y se fue hace media hora -respondió aquel funcionario enérgico-. Pero dejó un pasajero para usted: una niñita. Está allí sentada sobre las tejas. Le dije que fuera a la sala de espera de señoras, pero me contestó muy seria que prefería quedarse afuera. 'Había más espacio para la imaginación', dijo. A mí me parece que es un caso peculiar.
-No esperaba a una niña -dijo Matthew con desconcierto-. Vine por un niño. Debería estar aquí. La señora Alexander Spencer tenía que traérmelo desde Nueva Escocia.
El jefe de estación silbó.
-Creo que ha habido alguna equivocación -dijo-. La señora Spencer bajó del tren con esa niña y me la dejó a mi cargo. Dijo que usted y su hermana la estaban adoptando de un orfanato y que vendrían a por ella en cualquier momento. Eso es todo lo que sé, y no tengo más huérfanos escondidos por aquí.
-No entiendo -dijo Matthew con impotencia, deseando que Marilla estuviera allí para lidiar con la situación.
-Bueno, será mejor que le pregunte a la niña -contestó el jefe de estación con indiferencia-. Supongo que ella podrá explicarlo; habla por los codos, eso seguro. Quizá se les acabaron los niños de la clase que querían.
Se alejó con paso ligero, pues tenía hambre, y dejó al infortunado Matthew con la tarea de hacer lo que para él era más difícil que enfrentar a un león en su guarida: acercarse a una niña, una niña desconocida, una niña huérfana, y preguntarle por qué no era un niño. Matthew lanzó un gemido interior mientras se daba la vuelta y avanzaba con paso tímido por la plataforma hacia ella.
Ella lo había estado observando desde que pasó junto a ella, y en ese momento lo seguía con la mirada. Matthew no la estaba mirando y no habría notado cómo era realmente, pero un observador común habría visto esto: una criatura de unos once años, vestida con un traje muy corto, muy ajustado y bastante feo, de un tono gris amarillento. Llevaba un sombrero de marinero marrón descolorido y, debajo de él, cayendo por su espalda, iban dos trenzas de un cabello muy grueso y claramente rojo. Su cara era pequeña, pálida y delgada, también muy pecosa; tenía la boca grande y los ojos también grandes, que parecían verdes bajo ciertas luces y estados de ánimo y grises en otros.
Hasta ahí, el observador común. Un observador más perspicaz podría haber visto que su barbilla era muy puntiaguda y pronunciada, que sus enormes ojos estaban llenos de vivacidad y energía, que su boca tenía labios dulces y expresivos y que su frente era ancha y plena; en suma, nuestro observador avezado habría concluido que ningún alma corriente habitaba el cuerpo de esta niña extraviada a la que el tímido Matthew Cuthbert temía tan ridículamente.
Sin embargo, a Matthew se le ahorró la prueba de hablar primero, porque en cuanto ella dedujo que él se dirigía hacia ella, se puso en pie, aferrando con su mano morena y delgada el asa de un bolso de viaje viejo y gastado; con la otra mano se lo extendió.
-Supongo que usted es el señor Matthew Cuthbert de Tejas Verdes -dijo ella con una voz extraordinariamente clara y dulce-. Me alegra mucho verle. Empezaba a temer que no viniera a buscarme y me imaginaba todas las cosas que podrían haber pasado para impedirle llegar. Había decidido que si no venía a por mí esta noche me iría andando por la vía del tren hasta ese gran cerezo silvestre que hace curva, y me subiría a pasar la noche allí. No tendría ni pizca de miedo, y sería precioso dormir en un cerezo silvestre cubierto de flores blancas a la luz de la luna, ¿no le parece? Podría imaginar que uno se aloja en salones de mármol, ¿a que sí? Y estaba convencida de que vendría por mí por la mañana si no aparecía esta noche.
Matthew había tomado la manita huesuda con torpeza; en ese instante decidió qué hacer. No podía decirle a esa niña de ojos radiantes que había habido un error; la llevaría a casa y dejaría que Marilla se encargara de explicárselo. De todas formas, no podía dejarla en Río Brillante, sin importar qué error se hubiera cometido, así que todas las preguntas y explicaciones podrían posponerse hasta que él estuviera a salvo de vuelta en Tejas Verdes.
-Siento haber llegado tarde -dijo él con timidez-. Vámonos. El caballo está en el patio. Dame tu bolso.
-Oh, puedo llevarlo yo -respondió ella alegremente-. No pesa mucho. Llevo en él todas mis pertenencias mundanas, pero no pesa. Además, si no se carga de determinada manera, el asa se suelta, así que mejor lo llevo yo porque sé exactamente cómo hacerlo. Es una bolsa de viaje muy vieja. ¡Oh, estoy muy contenta de que haya venido, aunque hubiera sido bonito dormir en un cerezo silvestre! Tenemos que recorrer un buen tramo, ¿verdad? La señora Spencer dijo que eran ocho millas. Me alegra que sea así porque adoro viajar en coche. Ay, es tan maravilloso que vaya a vivir con usted y a pertenecerle. Nunca he pertenecido a nadie, de verdad. Pero el orfanato era lo peor. Solo estuve allí cuatro meses, pero fueron suficientes. No supongo que usted haya sido huérfano en un orfanato, así que no puede imaginarlo. Es peor de lo que uno se cree. La señora Spencer dijo que era malo de mi parte hablar así, pero no pretendía ser mala. Es tan fácil ser mala sin darse cuenta, ¿no es cierto? Eran buenos, claro, los del orfanato. Pero allí casi no había espacio para la imaginación-solo los demás huérfanos. Estuvo entretenido imaginar cosas sobre ellos, como que la niña que se sentaba a mi lado era en realidad la hija de un conde, a quien secuestró de niña una niñera cruel que murió antes de confesar. Me quedaba despierta muchas noches imaginando cosas así, porque de día no tenía tiempo. Supongo que por eso soy tan flaca. Estoy terriblemente flaca, ¿a que sí? No tengo chicha en los huesos. Me encanta imaginar que soy rolliza y con hoyuelos en los codos.
Con esto, la compañera de Matthew dejó de hablar en parte porque se había quedado sin aliento y en parte porque habían llegado al coche. No pronunció ni una palabra más hasta que dejaron atrás el pueblo y bajaron por una pequeña colina empinada, donde el camino se hundía tanto en la tierra blanda que los bordes, adornados con cerezos silvestres en flor y delgados abedules blancos, quedaban varios pies por encima de sus cabezas.
La niña sacó la mano y cortó una rama de ciruelo silvestre que rozaba el costado del coche.
-¿No es hermoso? ¿En qué le hace pensar ese árbol, inclinado desde la orilla, todo blanco y delicado? -preguntó.
-Bueno, la verdad, no lo sé -dijo Matthew.
-Pues en una novia, claro; una novia toda vestida de blanco con un precioso velo como de niebla. Nunca he visto una, pero me la puedo imaginar. No espero llegar a serlo nunca. Soy tan feúcha que nadie va a querer casarse conmigo, a no ser que sea un misionero en el extranjero. Supongo que un misionero no sería tan exigente. Pero sí que espero algún día tener un vestido blanco. Ese es mi ideal más elevado de felicidad terrenal. Me encantan las ropas bonitas y nunca he tenido un vestido bonito en toda mi vida que yo recuerde. Pero claro, así tengo más para soñar, ¿verdad? Y entonces imagino...