Schweitzer Fachinformationen
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Un plano de Salónica sujeto con un cenicero macizo cubría la mesa acristalada del salón cuando un seco kalimera (buenos días) emergió tras un tazón de café griego. Estuvimos un rato en silencio y en penumbra. Yo, sentada en el sofá de tres plazas de pana verde musgo y Miranda en una butaca a juego con las manos abrazadas al tazón. Las paredes respiraban con dificultad por la cantidad de cuadros y fotos. Había también dos cajas de plexiglás. La menor contenía una cartuchera de plumas estilográficas y la mayor exhibía una colección de zapatitos usados. ¿Serían suyos? Un televisor coronaba el mueble de una máquina de coser bajo el control de una hilera de cámaras encumbradas en la viga que separaba el salón del despacho, arropado este último por una estantería angulada de doble fondo. Ahí habría cuatro mil libros, por lo menos. Para rematarlo, una escalera de pintor se erguía detrás de una mesa de anticuario. Todo rezumaba un orden denso. Con una cruz de oro entre los labios, Miranda retiró la cortina de la puerta que daba al balcón para que entrara la luz matinal y señaló con la barbilla una vitrina con muñecas de porcelana -siempre me han dado un no sé qué-, presidida por una figura bizantina.
-Soy religiosa -confesó. El café le había ablandando algo la voz y se tomó su tiempo para matizar-, muy religiosa, de derechas y alcohólica. ¿Te apetece otro café?
-Estupendo, gracias. ¿Lo hago yo?
Puse un cazo con agua a hervir. Ella empezó a engullir una pastilla tras otra y detectó al instante mi cara de lagarto estupefacto.
-Tomo nueve al día. Tuve un derrame cerebral, pero ahora lo tengo controlado.
-Con tanta medicación quizás deberías evitar el alcohol -sugerí con todo el tacto que pude.
-No te preocupes, nunca bebo por la mañana.
Alex amaneció de buen humor y en calzoncillos salpicados de Micky Mouses:
-Kalimera, agapis (Buenos días, queridas). Me tomo mi café, me ducho en un minuto y nos vamos. Seguro que la generala Miranda ya lo ha planificado todo.
-Os he marcado en el mapa lo más destacado. Pero id sin mí, tengo trabajo -nos ordenó mientras encendía una vela y la depositaba en un vaso de agua, al lado de una cruz ortodoxa plateada.
Al doblar la esquina nos dimos de bruces con Ahiropíitos, la iglesia de la virgen no construida por manos mortales, ese era su nombre. Un templo de origen cristiano, luego bizantino, alzado sobre unos baños romanos soterrados en una plaza rectangular con la mayoría de persianas echadas de forma permanente. Solo resistían a la crisis el taller de una joven joyera y un simple bar con tres sillas desportilladas en la terraza. De proporciones regias y estructura compacta, a Ahiropíitos se accedía por una entrada lateral con un triple arco y era famosa por sus mosaicos interiores. Dentro del templo olía a cera e incienso. Hombres y mujeres se movían entre volutas de humo que Alex atravesó como un rayo en dirección a una de las columnas de mármol verde en la que había una rosa con una inscripción.
-¿Ves la caligrafía arábiga? -señaló con el dedo-. Explica que el sultán Murad II invadió Salónica en 1430 si lo traducimos al calendario cristiano. Ahiropíitos fue la primera de las iglesias griegas en convertirse en mezquita con el imperio otomano.
Nos sentamos en un banco para que él tomara notas. Conocía de anteriores viajes su pasión por los edificios religiosos y decidí que yo no apuntaría mis impresiones hasta el final de cada jornada. El gran solar contiguo a la plaza estaba en obras. De hecho, durante todas mis visitas a Salónica siempre estuvo en obras.
-Cada vez que el ayuntamiento excava para ampliar el metro, encuentra alguna ruina y tiene que esperar a que la valoren los arqueólogos. Suelen pasar años. -razonó Alex, enfilando el paso con la intención de ladear el gran solar en obras y encaminarnos hacia el mar.
Dominada por romanos, bizantinos, otomanos y griegos, Salónica ocupa un enclave privilegiado al abrigo de la costa norte del Egeo, que durante más de dos mil años ha sido punto de encuentro y desencuentro, de intercambio y saqueo. Aunque la comparación sea fácil, Salónica no debería equipararse con Atenas puesto que son ciudades muy diferentes. La capital macedonia es un núcleo comercial que preserva destellos de un pasado cosmopolita y una elegancia desgastada a causa del descalabro económico. Vía de paso más reciente de albaneses, búlgaros y rumanos, a principios del siglo pasado sufrió un proceso de helenización gracias al cual los griegos, que hasta aquel entonces habían sido una minoría frente a judíos y musulmanes, acabaron imponiendo su hegemonía. Habíamos avanzado doscientos metros por una avenida de edificios maquillados en tonos pasteles cuando apareció una enorme bandera griega en la puerta del jardín de Santa Sofía, una iglesia que intentaba imitar a su hermana mayor de Estambul sin demasiado éxito.
-La dejamos para el día que nos toque el circuito bizantino -propuso Alex. Lo bueno de los amigos es que saben lo que te gusta.
Atravesamos Kapani, el mercado abierto donde los lugareños pellizcaban el mosaico de los puestos de especias y cosméticos naturales. Los tenderetes de aceitunas componían un universo aparte. Las más conocidas eran las de Kalamata, aunque los salonicenses parecían desdeñarlas en favor de las Colossal de las penínsulas de Halkidikí, así que compramos un puñado para ir picando de camino a Ladádika, el único barrio construido en el centro hacía más de un siglo que soportó los envites del gran incendio de 1917. El adoquinado resbaladizo debía de ser el mismo que el de antes del terrible fuego, pero los bares y restaurantes de colores chillones desdibujaban lo que quedaba de la memoria judía y otomana en aquel antiguo arrabal portuario, conocido en su día por la venta de aceite. Allí desembarcaron los marineros tras meses en alta mar para acabar perdiendo hasta la camisa en burdeles de mala muerte. La degeneración de Ladádika se acentuó en los años ochenta, aunque el barrio pudo repuntar gracias a convertirse en una zona de ocio nocturno frecuentada por turistas y estudiantes. Aquella mañana soleada persistían los efluvios de la juerga de la noche anterior.
Pegada a Ladádika se abría la plateia Elefthería, la plaza de la Libertad, con el edificio Stein y su boina en forma de globo como único superviviente del gran incendio. Quienes no sobrevivieron fueron los nueve mil judíos de entre dieciocho y cuarenta y cinco años convocados a formar filas un sábado de 1942. Los nazis les obligaron a hacer gimnasia en medio de la plaza, sin agua, sombra o descanso. A un rabino le raparon media barba aquel sábado en que se avecinaba el principio del fin. Más de cuarenta y cinco mil judíos de Salónica fueron enviados a Auschwitz. A las pocas horas, la mayoría había pasado por la cámara de gas. Corrieron rumores de que el gobierno griego no evitó la deportación para asegurarse la homogeneidad racial. El historiador Mark Mazover precisa en el ensayo La ciudad de los espíritus que, si bien la mitad de los judíos de la capital griega eludieron la deportación, solo un cinco por ciento de los de Salónica logró evitarla. Una de las razones fue que «eran mucho más numerosos y llamativos y estaban menos asimilados que en Atenas»1.
Un garaje al aire libre con una parada de autobús a la salida dominaba la parte norte de Elefthería. En el otro extremo, a poca distancia del mar, un discreto memorial recordaba el horror nazi que acabó con toda una forma de vivir. Los judíos fueron el principal grupo étnico de Salónica desde su llegada, tras la expulsión de los sefardíes del reino de España en 1492, hasta el exterminio del Holocausto. Previo a la creación del Estado de Israel, Salónica era el centro de referencia del ladino, la lengua original de los sefardíes que bebía del castellano antiguo. Por desgracia, allí quedaban solo un millar de hablantes. Y Rebecca era una de ellas. Su vida corría paralela a la historia de aquella comunidad en las últimas décadas. Había ido a la peluquería, desprendía esa elegancia que, más allá de la ropa, consiste en saber cómo llevarla y nos citó en la terraza del restaurante Tre Marie, en el barrio acomodado donde vivía con su marido, bastante mayor que ella y de salud delicada.
-Suerte del cuidador que lo ducha, lo viste y está con él -dijo, apretando mis manos entre las suyas, que parecían solo huesitos. Y, al separarlas, se retorció los dedos.
Masticando un trozo de bistec como un ratón, Alex esbozó una sonrisa y Rebecca siguió aliñando su ladino con algo de francés, la lengua de las clases altas de Salónica durante años.
-El djudeo español que trajeron mis parientes de Toledo no tenía palabras como portable o étage -sonrió y sus ojos se encogieron en una rendija-. Las hemos ido incorporando poco a poco. Pero los jóvenes casi no lo hablan -se lamentó-. Algunos todavía lo entienden, pero prefieren el griego o el inglés.
Yo conocía a su hija. Pertenecía al círculo de amigos de Alex en el Bósforo, y me interesé por ella.
-Hace dos meses que no veo a la mía filha. Él sabrá -dijo Rebecca, mirando a Alex-. Una vez, tendría dieciséis años, me pidió que dejara de hablarle en nuestra lengua. Que ella era griega, comentó enfadada. A mí me da igual. Yo hablo djudeo español, griego, francés, inglés y alemán del...
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