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¡Oh, soledad!
La impaciencia feliz de los comienzos. El horizonte es un círculo perfecto, el mar está desierto, vacío como la página blanca que me espera, como los días que vendrán, y tan sólo el mar y el sol, y las islas. Y el sol saldrá por el mar y se pondrá por el mar. Por la mañana podré estar en el puente para verlo salir hasta que el amanecer gris se convierta en la aurora rosada, y luego volver a dormirme, envuelta en la belleza del día naciente. La felicidad se confunde con el mar y el sol y la escritura que vendrá, las largas mañanas de escritura, el tiempo devuelto a su libertad. Recién embarcada en Nápoles, anteayer por la tarde, sentí instalarse el silencio interior de la escritura. Escribir es siempre volver a conectar con el fondo, con el gran silencio de los orígenes. Las frases que ya se escriben en mi cabeza hacen silencio, y nacen del silencio que se hace. Esta mañana, el mar aceitoso que se confunde en el horizonte con el cielo suma su calma al silencio.
La quietud reina también en mi corazón desde que, ayer por la mañana, tuve un sueño de dolor. Los dolores antiguos recuperan en el sueño una actualidad que nunca habían perdido por completo.
Habíamos dejado Nápoles hacia medianoche, al son de las bocinas y los fuegos artificiales que festejaban la victoria de Italia frente a Ucrania, tres a uno, en la semifinal de la Copa del Mundo de fútbol. Teníamos una noche de navegación y buena parte del día siguiente para llegar a Ustica, al norte de Sicilia. Despierta a las siete de la mañana por el ruido de la maquinaria que izaba las grandes velas, sudorosa, mareada por el balanceo, salí a echar una mirada a la luz del día ya presente, al sol ya alto, y volví luego a dormir para dominar el malestar de esa primera noche de barco.
Un sueño que mucho se parecía a una pesadilla vino a turbar ese descanso matinal. Un rostro aparecía detrás de un vidrio. Sus rasgos se iban definiendo y, sin duda era él, era mi padre. Así que, me decía yo en sueños, apareció -porque era un aparecido, sin ninguna duda. Y todo el dolor de su muerte, siete años atrás, se me hizo presente. Un dolor total, violento, cuya intensidad se amplificaba y culminaba en una suerte de absoluto. Una mujer, una psicoanalista, me decía, con su aire de saberlo todo, que no era extraño que yo haya tenido esa visión, esa alucinación de mi padre muerto, después de que. mientras que.: había un blanco, lo que seguía estaba censurado. Me asombré al despertar de haber tenido ese sueño de dolor y duelo precisamente en ese momento de apertura feliz.
En la tarde de la víspera, al dejar Nápoles, había pensado en la cercana Ischia, donde se desarrolla la novela de Pascal Quignard Villa Amalia. Pensaba en su heroína solitaria que accede a una dicha inédita en esas islas que nos vinculan con una antigüedad profunda, cuya existencia, gracias a ellas, se prolonga hasta nosotros. Al leer ese libro, unos meses antes, me había sentido pariente de ese personaje. Esta vez, pensaba, escribir sería decir, yo también, la dicha, la preciosa libertad del espíritu conquistada, el espíritu desnudo y nítido que, en su vacuidad serena, se abre a la simple presencia de las cosas. Yo vivía, a decir verdad, sin mayores inquietudes, feliz de haberme vuelto casi transparente, como si la consistencia mental, el espesor psíquico estuviera hecho de dolores, tormentos o al menos preocupaciones.
Ahora bien, la palabra «aparecido» me evocaba una velada en casa de amigos, con Pascal Quignard presente, y en la que se había conversado sobre el tema. Me había venido un recuerdo, justamente sobre ese punto, y de inmediato lo comuniqué a los otros. Mi abuelo me había declarado un día que, si volvía a visitarme después de muerto, yo no tenía que tener miedo porque no me iba a hacer nada malo. Pasado el tiempo, esas palabras me sonaban extrañas. ¿No las habría soñado? Fueran o no recuerdo, yo las ubicaba en mi adolescencia y no dudaba de su sentido: era una declaración de amor, un amor suficientemente fuerte como para que la muerte no pudiera impedir a mi abuelo volver a mí, un amor suficientemente desprovisto de ambivalencia como para estar íntimamente seguro de ahorrarme la amargura de los muertos hacia los vivos y el espíritu de venganza que muchas veces se les atribuye. Resumiendo, si había algo de lo que nunca había dudado era de su amor. Estaba segura de que él no sentía por mí nada negativo, de que me quería sin segundas intenciones y sin la sombra de una crítica, con un amor puro, en cierto modo. Y si tengo alguna idea de un amor que no sea sólo devastación, seguramente se lo debo a él.
Del amor de mi padre, en cambio, había estado menos segura. ¿La ambivalencia no es la regla entre padres e hijos? Un fondo de hostilidad es sin duda inevitable entre ellos, y quizá necesario. Un hijo nunca responde totalmente a las aspiraciones de un padre o una madre, y hay que tener en cuenta además la rivalidad a menudo presente, como Freud tuvo el coraje de reconocer en su caso, en los sueños con su hijo durante la guerra, en los que sabía leer sus deseos de muerte hacia él. Pero con los abuelos todo es más apacible y sencillo, una pura acogida es posible, aunque el amor no acuda obligatoriamente a la cita y dependa siempre de una gracia.
Esa disposición hecha de una acogida sin reservas, ¿no era acaso y precisamente la mía al comienzo de ese crucero, como si sintiera por todas las cosas una suerte de amor? ¿No decía Musil que se podía amar a Dios, que se podía amar al mundo y que incluso, quizá, sólo se podía amar a Dios y al mundo? Que de todos modos no era indispensable amar a alguien. En mi caso, estaba en un momento de mi vida en que el amor de los hombres me había abandonado. Y de esa soledad me había hecho, con el tiempo, una felicidad en la que el vasto mundo nos sirve de pareja, en la que uno se olvida de uno mismo sin necesidad de perderse, ya que era una vida a medida la que me había hecho, una vida confeccionada a mano, por decirlo de algún modo, a mi manera, a mi gusto.
En esa vida solitaria, yo me movía a mis anchas como cuando nos estiramos bien en una cama grande que ocupamos toda y con voluptuosidad. Me gustaba cultivar el silencio de mi apartamento vacío atravesado por la luz de la mañana, en el que me desplazaba sin ruido, aligerando mis pasos para no turbarlo. El espacio se ampliaba a medida que mi presencia se reducía. Los bordes de la inexistencia se me habían vuelto familiares y suaves, y el haber, en cierto modo, hecho de ellos mi domicilio volvía más intenso, por más desnudo, el placer de vivir, ese bienestar básico, incondicional, que está enraizado, dice Bachelard, en nuestro ser más arcaico y del que disfrutaba a partir de entonces sin segundas intenciones.
También disfrutaba de encontrarme sin futuro. Mi vida estaba ante mí como un horizonte vacío donde nada detenía la mirada, lo que me hacía experimentar una peculiar impresión de alivio, evasión y absoluta libertad. A eso contribuía, hay que decirlo, la sensación de levedad que me daba el hecho de haber entregado, antes de partir hacia Nápoles, las pruebas de mi último libro. ¿Su título tendría algo que ver con esa impresión? Había pensado incluso, en ese umbral de las vacaciones de verano, que también mi vida había llegado a su domingo. Era eso, quizá, la vida perfecta.
Pero el dolor del sueño me interrogaba. No era el que había conocido con la muerte de mi padre, que había sido un dolor rampante como un fuego que incuba y ejerce sus efectos devastadores desde abajo. Más bien me evocaba el que me había invadido cuando, algunos meses después de la muerte de L., yo había vuelto a su casa de campo. Ese día, en medio de sollozos tan violentos que parecían desgarrarme el pecho, había sentido que se abría, en el lugar del corazón, un pozo negro y sin fondo.
El dolor del sueño era el dolor en estado puro, apaciguador en su pureza y resolutorio en su paroxismo. Al despertar, experimenté una gran paz, y me sentí limpia de todas las tensiones y el malestar de la noche.
El dolor puro y el puro amor se reunían en ese sueño. Hablaban de un amor distinto al amor devastador que yo había conocido, de un amor del que se puede estar seguro, incluso en la muerte, que no se nos puede arrebatar, ni siquiera en la muerte, que perdura más allá de la pérdida, y encuentra, a veces, su asunción en el duelo. Y me hacía una señal de paz. Este amor, que el sueño me recordaba de ese modo que me había sido dado, se constituía quizá hoy en el suelo de mi soledad feliz.
Cuando fui a tomar el desayuno en la cabina, el calor había aumentado con la luz y el horizonte desaparecía en la bruma. El barco avanzaba a vela lentamente y en silencio. El Fitz-James es un hermoso barco de veinticinco metros, del tipo llamado ketch, de dos mástiles, con el gran mástil ubicado en la proa y el pequeño, el mástil de artimón, en la popa. Construido en Holanda, tiene un doble casco de acero y una cubierta de teca barnizada de un hermoso color claro, mientras que el interior es todo de caoba. Además de los dos miembros de la tripulación, dos hermanos, hermosos jóvenes originarios de Salerno, somos sólo tres los que...
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