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II. Sobre el progreso moral: ¿existe?
Sergio Sánchez-Migallón
La pregunta que se plantea como título, en el marco de estas jornadas sobre la actual pandemia, bien podría traducirse en estas más concretas: ¿nos ha hecho progresar moralmente esta pandemia?, ¿es una ocasión para hacerlo?, ¿en qué condiciones? Y, en caso negativo, ¿estamos aún a tiempo de rectificar, y cómo?
Sin embargo, para tratar de ofrecer alguna respuesta útil, convendrá primero separarse un poco de la realidad concreta -o, mejor dicho, penetrar más hondamente en ella- y considerar el progreso moral en sí mismo, su esencia, su idea (así como las condiciones que lo hacen posible).
La idea de progreso moral y su circularidad
Una de las primeras ideas que fácilmente vienen a la mente al leer el título de esta exposición es la tesis central de Manuel García Morente en sus conocidos Ensayos sobre el progreso17. Allí se expone -con aquella irrefutable y diáfana claridad de Morente- que todo progreso debe presuponer una idea de bien y de valor (y de mal y de disvalor); pues de lo contrario lo único que hay es un mero «proceso» o cambio, mientras que la palabra «progreso» incluye en su sentido el cambio a «mejor», a «más bueno», a «más valioso». Sin duda, esta tesis se nutre de la crítica que Max Scheler dirige -en la sección primera de su obra principal, su Ética18- a la que llama «ética de fines», mostrando que los fines que pretenda cualquier ética solo serán fines buenos (y a fortiori morales) si son, antes y en su base, valiosos. En otras palabras, el simple cambio o avance histórico no garantiza en absoluto un progreso moral, como la historia demuestra una y otra vez. Lo cual exige, por cierto, que las teorías racionalistas decimonónicas que defienden el progreso histórico según una lógica implacable -y que aún hoy se sostienen consciente o inconscientemente- deban reinterpretar continuamente (hasta lo inverosímil) los sucesos concretos de la historia y su respectiva valoración.
Por tanto, para que pueda haber progreso moral consciente, e incluso para que pueda diagnosticarse si hay o no progreso moral, hay que tener una noción clara de bien y de mal moral, de valor y de disvalor moral. Y es aquí donde -¡tan pronto!- comienza la dificultad; pero no la dificultad de lo escondido o lo complicado, sino la peculiar dificultad de lo máximamente cercano y simple. Como sabemos desde Platón y han visto Agustín de Hipona o el mismo Scheler (o también, desde luego, místicos como Eckhart o Tauler, Teresa de Ávila o san Juan de la Cruz), el concepto de bien es tan denso como simple, tan central e íntimo como difusivo y trascendente. Es algo con lo que entramos en contacto -mejor sería decir, en lo que ya estamos viviendo- de modo previo a todo razonamiento, o sea, de manera intuitiva; algo en lo que participa la persona desde su centro más hondo, previamente a la escolar distinción de facultades del espíritu, es decir, intelectual y amorosamente a la vez. Y es también en ese profundo plano de la persona donde tiene lugar propiamente el progreso moral: en su amor, en su ordo amoris; y solo secundariamente en sus obras, como dirán san Agustín, Kierkegaard o Scheler.
Pero ¿cómo y dónde puede tener lugar ese contacto con el amor, el amor a lo bueno que posibilita, define, guía e impulsa el progreso moral? En primer lugar, el cómo ya se ha señalado: con la razón y el corazón a la vez, viendo y queriendo, conociendo y amando al mismo tiempo. Es bien conocido el círculo -descrito ya por Aristóteles, y que tanto gusta sacar a la luz la crítica moderna- que aquí aparece: solo puede conocer e iniciarse en lo bueno (en la virtud) quien ya tiene de antemano buena disposición, una actitud buena de apertura al bien; pero precisamente necesita conocer y progresar quien no sabe y no posee la altura moral requerida. Entonces, en segundo lugar, ¿cómo empezar?, ¿cómo y de dónde partir para instruirse uno e instruir a otros?, ¿en qué apoyarse? Tradicionalmente, dos son los puntos de apoyo que se esgrimen para hacer que este círculo no gire en vacío, sino que mueva y haga progresar a la persona: el origen y fondo esencial bueno de la persona, y su capacidad de relación con los demás en diversos niveles.
El primero de esos puntos de apoyo se ha argumentado desde la tendencia aristotélica al bien como fin de la naturaleza humana, y se ha iluminado con la impresionante doble revelación cristiana de que el hombre es imagen de Dios y de que Dios es amor (revelación que ciertamente no impide encontrar en la experiencia natural auténticas manifestaciones de esas verdades, como en nuestros días describen, por ejemplo, los filósofos del llamado «giro teológico» de la fenomenología). Esta tesis se complementa, desde el lado del objeto, con la idea de que una adecuada descripción de lo bueno, mostrando su atractivo, no puede dejar de despertar y motivar o atraer a la voluntad de cualquier persona. Toda la pedagogía se ha basado siempre en esta doble esperanza: estamos orientados a lo bueno y lo bueno nos atrae o motiva. La demostración de esta doble tesis solo es posible, de nuevo, por vía intuitiva; y aquí, mayormente introspectiva.
El segundo punto de apoyo mira, en cambio, hacia fuera, a los demás. Es en otros donde podemos también ver y amar lo moralmente bueno: en personas concretas, y en acciones o actitudes ejemplificadas o representadas en instituciones, tradiciones, gestas conmemorativas, etc. La influencia en nosotros de esas otras personas individuales o colectivas -como dirían Husserl y Scheler19- es otro pilar clásico y evidente de la pedagogía, pero de nuevo entraña una circularidad: se aprende y anima a ser bueno gracias a alguien que ya era bueno (virtuoso, como repite Aristóteles a lo largo de su Ética a Nicómaco); pero ¿de quién aprendió el primer bueno o virtuoso? En realidad, se ve bien que ambas circularidades convergen y que la relación interpersonal y la intuición se necesitan mutuamente.
El carácter personal e interpersonal del progreso moral y principales obstáculos actuales
A partir de lo anterior es claro que esos puntos de apoyo del progreso moral son necesarios -para la persona y, por tanto, para el conjunto de la sociedad-; pero también es evidente que ello solo no basta. Poseer, ser consciente o experimentar la propia orientación al bien, así como estar rodeado de las mejores influencias morales, no es suficiente para mejorar moralmente, ni siquiera para querer mejorar. El progreso moral no se produce automáticamente puestas las condiciones naturales y sociales: es intransferiblemente libre, como todo lo moral; no se realiza sin la libre e insustituible interiorización personal. Por eso, las técnicas de la llamada «ingeniería social» (del signo que sean) tienen una eficacia limitada, nunca completa, y siempre epidérmica e impersonal. Con otras palabras y desde la perspectiva histórica, no se puede confiar en que el progreso moral se transmita generacionalmente como por inercia o por ósmosis (o ni siquiera como necesario resultado de experiencias tan traumáticas como la pandemia que padecemos): cada generación debe aprender de nuevo, en primera persona, las bases fundamentales morales; y cada generación debe hacerse en buena medida activamente responsable de la siguiente.
Pero entonces ¿qué papel concreto tienen la educación y la transmisión del ejemplo moral? Ciertamente, lo que sucede puede de nuevo parecer paradójico: cada uno ha de aprender y progresar moralmente en y por sí mismo, y a la vez necesita de la ayuda de los demás; o -como dice Miguel García-Baró20- cada uno aprendemos de dos maestros, uno interior y otro exterior. Se trata como de dos voces (nuestro deseo de bien y de amor, y el bien y amor que vemos en otros) que, haciéndose eco mutuamente, nos posibilitan el crecimiento o progreso moral personal; y, entre todos, creamos un clima moral mejor que a su vez influya positivamente en los miembros de la siguiente generación. Lo que aquí se da es un casi misterioso despertar y comunicar amor al bien entre personas (también Scheler ha descrito, como pocos, la eficacia del valor del ejemplo y del seguimiento morales, así como el hecho de la solidaridad moral entre todas las personas21).
Ahora bien, esta breve y somera descripción de las condiciones del progreso moral permite detectar algunos rasgos culturales actuales que dificultan en gran medida tal progreso. Siguiendo a grandes rasgos el diagnóstico de Alasdair MacIntyre, en su obra Tres versiones rivales de la ética22, hay tres modelos o propuestas morales generales que han surgido sucesivamente en la historia y que llama Tradición, Enciclopedia y Genealogía. Las recuerdo aquí muy brevemente.
La llamada Tradición se inspira en la filosofía aristotélica, y aún vivimos de sus rentas y de su luz, aunque -en opinión de MacIntyre- de las rentas de un patrimonio prácticamente quebrado y de una luz ya crepuscular. En ella se podían encontrar esos elementos que son esenciales para el progreso moral, pero es claro que ahora resulta muy difícil hacerlos valer.
La Enciclopedia -o la Ilustración- exalta la autonomía del individuo y de su razón. No pueden negarse los beneficios filosóficos y culturales de tal énfasis: desde el redescubrimiento de la subjetividad humana (de su libertad, de su intimidad, de su valor único, etc.),...
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