Schweitzer Fachinformationen
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A modo de introducción
1. Dar espacio a la reflexión
Todos necesitamos dar espacio a la reflexión para que madure y se afiance nuestra vida espiritual, nuestra vida según el Espíritu de Cristo resucitado. Espíritu que se nos dona en los sacramentos, en la ordenación sacerdotal, y Espíritu que actúa también en los dones carismáticos que animan nuestra vida cristiana y sacerdotal, y que permiten que la gracia sacramental dé más fruto en clave de testimonio y responsabilidad respecto a todo el pueblo de Dios.
Se trata de una reflexión que quiere favorecer el recogimiento frente a la dispersión, la memoria y el recuerdo agradecido del bien, la conciencia de la misericordia de Dios en nuestra vida que siempre nos regenera, el volver a tomar conciencia de nuestra tarea, el asombro ante el don de Dios, la gratitud por todo lo que hemos vivido, por el don de nuestra vocación: ante todo a ser hijos de Dios, vocación en la que se injerta la vocación peculiar del ministerio sacerdotal en favor del pueblo santo de Dios.
Ciertamente estamos cargados de nuestras preocupaciones pastorales; llevamos con nosotros, de alguna manera, el "olor de las ovejas", por usar una expresión querida para el papa Francisco, una expresión que indica la implicación de nuestra vida con el pueblo de Dios. Estamos inmersos en un cambio de época; a veces parece que han caído las evidencias más elementales, como recuerda Julián Carrón2. Pensemos en las situaciones inéditas que tenemos ante nosotros, en las decisiones que hemos tomado, en las que deberemos tomar en el futuro, en las más incómodas y problemáticas. También nosotros nos preguntamos dónde está Dios en este tiempo de gran incertidumbre. Estamos convencidos de que acoger el desafío de este cambio nos conducirá a un conocimiento nuevo del Misterio de Dios, cuya Providencia continúa tejiendo la trama de la historia.
Somos conscientes de que el Espíritu de Cristo conduce a la Iglesia, pero no lo hace sin implicarnos. En efecto, la lógica de la Encarnación pide que Dios nos implique en su misión. Ratzinger, en un escrito sobre la Eucaristía, afirma: «"Todo es gracia". Sin embargo, la gracia no suprime libertad, la crea»3. Por tanto, cada vez que consideramos la gracia, al mismo tiempo somos provocados en nuestra responsabilidad: don y tarea. El tiempo que dedicamos a una reflexión sobre nuestra vida es un tiempo de gracia para sostener nuestra libertad en camino, como responsabilidad en la historia.
Es también tiempo de meditación contemplativa, de recepción de la misión, de memoria de todo lo que Dios obra, tiempo de petición y de mendicidad. Sobre todo es tiempo de silencio. Tomémonos el tiempo para cuidar también nuestro corazón, para cuidar de nosotros mismos, sabiendo que todo en nosotros está llamado al don total a través del ministerio. Nos alimenta la oración, nos alimenta la escucha de la Palabra de Dios, el silencio y la celebración de los sacramentos, nos alimenta sabernos parte de un presbiterio y la confrontación fraterna.
La posición más verdadera ante Dios es la del mendigo, la del pobre que pide. Vale la pena recordar la expresión del siervo de Dios monseñor Luigi Giussani ante san Juan Pablo II el 30 de mayo de 1998: «el verdadero protagonista de la historia es el mendigo: Cristo, mendigo del corazón del hombre, y el corazón del hombre, mendigo de Cristo». El papa Francisco ha retomado la misma expresión recientemente en su viaje a Colombia4. Nuestro silencio es petición de ser colmados por la presencia del Misterio.
A propósito del silencio, quiero recordar al gran mártir Ignacio de Antioquía, que nos habla de los tres silencios de Dios5. Hay un silencio original, que es el silencio en el que el Padre genera su Palabra eterna. Después está el silencio en el que el Hijo de Dios es engendrado en el tiempo: pensemos en el momento en que, tras la anunciación, se dice «y el ángel la dejó» (Lc 1,38). Un silencio inefable habrá inundado el corazón de María. La palabra del ángel es conservada en el silencio. Un silencio repetido y profundizado en la noche de Belén, cuando la palabra en la carne nace como un Niño. Y está también el silencio al pie de la cruz, ese silencio que se impone ante la mudez de la palabra, exánime, porque muere. Allí la palabra ha sido pronunciada hasta el extremo. La palabra que nace y se dice en el silencio solo puede ser acogida en el silencio de nuestro corazón, a imitación de María, que desde Nazaret hasta el Calvario corresponde en cada instante a esta palabra. María es su seno, acogida y fecundidad para la Iglesia y para el mundo.
Orígenes de Alejandría nos ha hecho aprender a considerar a Dios como el Dios-que-habla. Theos legon6; el Dios que se da a conocer a nosotros como Aquel que engendra desde siempre su Palabra eterna. Dios pronuncia en el tiempo una palabra de Alianza; es decir, una Palabra que no se cumple hasta que no es acogida y correspondida. Dios es Aquel que ha hablado - Theos legomenos - con una palabra de alianza.
Pero ¿cómo podemos percibir realmente su Palabra? El mismo autor contempla en la encarnación el Verbum abbreviatum, el contraerse de la palabra para entrar en la estrechez del tiempo, de la carne humana. Durante la Edad Media esta tradición permitirá que nazca una atención especial por la humanidad del Hijo de Dios: esta humanidad de Jesús es la humanidad del Verbo que se abrevia7. Así lo describirá san Buenaventura escuchando la experiencia de Francisco de Asís8. Pero precisamente porque el Verbo "se abrevia" puede ser escuchado por nosotros, acogido y, por ello, también repetido por nosotros, en la forma del anuncio y del testimonio.
Por tanto, mi deseo es que la lectura de estas páginas favorezca que nuestra vida sea regenerada por la escucha de la Palabra que se ha hecho carne y que permanece en la carne, entre nosotros y en nosotros, para que seamos servidores de la Palabra y colaboradores de la alegría de aquellos que nos confían en el ministerio. En nuestro silencio se encuentra el primer atisbo de correspondencia a la Palabra de Dios.
2. A propósito de vida sacerdotal y consejos evangélicos
Al proponer una reflexión sobre los consejos evangélicos no es mi intención describir la vida consagrada, sino más bien sobre el seguimiento de Cristo hoy. Quisiera entender los consejos evangélicos como términos que describen una realidad que se refiere a todo hombre, a todo cristiano, y también a consagrados y sacerdotes, ya que leo estos consejos no como características que describen un estado de vida peculiar, sino como rasgos descriptivos de la humanidad de Cristo, del "sujeto" Cristo, de su forma humana, esa forma con la que ha llevado a cabo objetivamente la redención.
El papa Francisco nos ha recordado que la misericordia es el nombre de Dios, y que el rostro de la misericordia es la persona de Cristo9. Jesucristo es el rostro visible de la misericordia del Padre invisible. Por esta razón, la obediencia, la pobreza y la castidad deben ser contempladas ante todo como la descripción de la humanidad de Cristo: Jesucristo se ha hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz (cf. Flp 2,8); siendo rico se ha hecho pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9); Él es el eunuco por el reino de los cielos (cf. Mt 19,12).
Estas palabras -obediencia, pobreza, castidad-, que a lo largo de la historia de la espiritualidad han adquirido tantos significados diferentes, en realidad expresan la singular humanidad de Jesús de Nazaret, la singular humanidad del Hijo de Dios y, por tanto, la modalidad con la que Cristo nos asimila a Sí, nos conforma a su humanidad.
Por esta razón es necesario superar una concepción de los consejos evangélicos que los separa enérgicamente de la vida bautismal -como se ha llevado a cabo a lo largo de la modernidad en respuesta a la pretensión de la reforma protestante de deslegitimar el monacato. Pero también es necesario superar una concepción de los consejos evangélicos como realidad extraña a lo humano, a lo que es común a todos los hombres, típica de cuando se ha pedido a la vida consagrada -en tiempos no muy remotos- que fuese el símbolo del abandono del mundo, cada vez más mundano, por parte de la Iglesia10.
Los movimientos de vida y de pensamiento que han preparado el Concilio Vaticano II y los mismos textos conciliares nos han conducido al redescubrimiento de la plenitud de la subjetividad bautismal, de la figura del fiel cristiano, como figura central de la fe. El mismo Cristo se presenta ante nosotros como quien revela la plenitud de lo humano a los ojos de Dios.
A este respecto hay que recordar dos fragmentos fundamentales de la constitución pastoral Gaudium et spes: «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22); de donde se puede concluir que: «El que sigue a Cristo, el hombre perfecto, llega a ser también él más hombre» (GS 41).
Los consejos evangélicos, en cuanto rasgos que describen el sujeto de Cristo, es decir, su humanidad concreta, nos revelan lo humano. Como Cristo revelando al Padre, revela el hombre a sí mismo, del...
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