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¡Oíd, lectores!
Se suele creer que, con la edad, las personas tienden a volverse más conservadoras e indolentes en su forma de pensar, y que su visión del mundo se desplaza hacia los rincones más oscuros, donde los derechos básicos y el respeto hacia los demás dejan de ser prioritarios. No fue el caso de Thomas Mann quien, en su vejez, se negó a aceptar esa colosal lacra de la humanidad llamada nacionalsocialismo y se convirtió en un fervoroso demócrata.
Como se puede leer en sus discursos radiofónicos al pueblo alemán, el escritor y Premio Nobel de Literatura se convirtió, con más de sesenta años, en un enérgico partidario de la resistencia. Arremetió contra Hitler, Göring, Himmler, contra todo el régimen y su «miserable crueldad», su «afán de venganza», sus «incesantes bramidos de odio», su «fanatismo», su «cobarde ascetismo», su «abyecta presunción», nada menos que contra «toda su defectuosa humanidad». ¡Guau!
Thomas Mann no esperó décadas, cuando ya se conocía el alcance y la gravedad de los asesinatos de judíos -romaníes, sinti, izquierdistas, activistas de la oposición, homosexuales, personas con discapacidad física y mental-, para juzgar al Tercer Reich. Sus palabras no eran las de alguien que miraba hacia atrás, tampoco las de alguien que había llegado a sus conclusiones tras un largo período de evaluación psicológica impuesta por el Estado en el marco de una necesaria terapia colectiva. Cuando, en 1941, Thomas Mann dirigió su ira y sus reproches desde el exilio en América a una Alemania en plena guerra, desconocía cómo iba a ser su futuro y el de su familia. No sabía si podría regresar algún día a su casa de Múnich, en Poschingerstrasse, ni cuánto duraría el régimen ni la guerra, pero al leer sus discursos salta a la vista que tampoco le importaba. Mes tras mes, año tras año de guerra, decía lo que consideraba que tenía que decir. Los altos mandos nazis escuchaban con mucha atención lo que Mann decía y escribía, incluso Adolf Hitler, que en el trascurso de una conferencia en una cervecería de Múnich, arremetió contra los discursos de Mann, acusándolo de sedición. Mann le respondió de su forma habitual, con un discurso radiofónico: «Es tanta la inmundicia que ha salido de esa boca, que me produce asco oírle pronunciar mi nombre». Pero Adolf Hitler tenía razón, lo que Thomas Mann intentaba era provocar a los alemanes, despertarlos, «tronar» para sacarlos de su letargo.
Cuando Mann, a sus 63 años, en el cuarto de sus 59 discursos radiofónicos habló de la humanidad defectuosa, dejó claro su profundo desprecio hacia los nazis. Cada emisión era intensa y contundente, no derrochaba palabras en sinónimos grandilocuentes ni en formulaciones alambicadas, hablaba como si arrojara cubos de agua helada sobre las cabezas de los criminales y sus cómplices.
Thomas Mann llevaba ocho años en el exilio -primero en Francia, luego en Suiza y, finalmente, en Estados Unidos- cuando escribió sus columnas. Su partida no fue voluntaria ni premeditada: simplemente no se atrevió a regresar a su casa tras una gira de conferencias por Suiza en 1933. Sus hijos mayores, Erika y Klaus, le imploraron que no volviera. Salió de Alemania para trabajar como un «hombre libre» y se convirtió en un refugiado.
Aunque fue uno de los primeros escritores alemanes acosados, amenazados y perseguidos por los nacionalsocialistas, al explorar su biografía y su vasta obra -que además de novelas incluye cartas, discursos y diarios- se percibe que Mann era un hombre profundamente ingenuo en el ámbito político. Tal vez, en aquel momento, no llegó a conocer del todo el alcance de las atrocidades nazis y creyó estar a salvo al considerarse el más alemán de los alemanes: un patriota fiel, una celebridad y un orgulloso y honrado ciudadano de renombre internacional. Sin embargo, nunca dudó de que el radicalismo nacionalsocialista y el fanatismo alemán representaban la mayor amenaza para su país.
Mann no estaba preparado para el exilio. No comprendió por qué, en 1929, al recibir el Premio Nobel, un periodista le aconsejó depositar la cuantía del premio en el extranjero. En 1930 pronunciaba un importante discurso en la Sala Beethoven de Berlín, publicado ese mismo año con el título «Discurso alemán - Apelación a la razón», en el que analizaba los desastrosos resultados de las elecciones al Reichstag de septiembre de 1930: el NSDAP había multiplicado por siete sus votos y se había convertido en la segunda fuerza del Parlamento. En su disertación, Mann advirtió sobre el rechazo a la razón, alertó del peligro que acechaba al arte y a la libertad, y denunció una nueva actitud que amenazaba principios esenciales como la libertad, la justicia, la educación, el optimismo y el progreso. No relativizó el populismo, describió el lenguaje de los nazis, «su vulgaridad», como «una barbarie educativa romántica, peligrosa, desconectada de la realidad, que embota y somete a las mentes».
Thomas Mann, que se tomaba muy en serio a sí mismo como escritor y artista, se reveló en este acto como orador político contra la barbarie, aunque rechazaba el activismo social y no tenía ningún deseo de ser un «preceptor de la patria». Y, sin embargo, en las circunstancias que se estaban viviendo en el país, jamás se le habría ocurrido leer un capítulo de su novela y regresar a su casa sin más.
Me pregunto si, pese a no estar en absoluto preparado, Mann comenzó a organizar su salida de Alemania cuando el deterioro de la situación y la amenaza política y social que representaban los nazis se hicieron evidentes. He conocido a escritores que, por motivos políticos, persecución o amenaza de cárcel, sabían que tarde o temprano tendrían que exiliarse. Aunque estaban mentalmente preparados, albergaban la esperanza de escapar impunes y continuar con su vida privilegiada. Sin embargo, la huida fue, en la mayoría de los casos, improvisada, solo unos pocos lograron sacar con antelación dinero o documentos de sus países de origen, que abandonaron cuando ya no había otra salida.
El 15 de marzo de 1933, Thomas Mann anotó en su diario, con un atisbo de esperanza, que el exilio permanente podría ser una oportunidad para liberarse de las pesadas obligaciones de la vida social y dedicarse a un trabajo contemplativo o, como él mismo lo describe, «vivir concentrado plenamente en mí mismo». En la carta que envió a Ida Herz reflexiona sobre su exilio y el temor al futuro. Ida Herz era una bibliotecaria y una amiga fiel de los Mann que, en los años veinte, los había ayudado a organizar la biblioteca de su casa. Cuando el matrimonio Mann ya no pudo regresar a su hogar, ella se ofreció de inmediato: «Soy una desconocida, un nombre del montón, puedo ayudarles con mayor facilidad que cualquiera de sus amigos». Cumplió su promesa en colaboración secreta con el ama de llaves de los Mann. Juntas reunieron cinco grandes paquetes de documentos que Thomas Mann necesitaba para continuar con su trabajo sobre las novelas de Joseph Roth en el exilio. La señora Herz envió todo a un abogado de Basilea, Bernoulli, que también fue partícipe. Mientras tanto, las SA, la organización paramilitar del NSDAP, se apoderaron de sus pertenencias y confiscaron su coche ante la activa protesta de Golo, que se enzarzó en una discusión tan acalorada que nunca más se atrevió a entrar en la propiedad de sus padres. Todo esto ocurrió en febrero de 1933, pocas semanas después de la llegada del NSDAP al poder.
El NSDAP ya era un partido radical antes de las elecciones, y precisamente por eso fue elegido. Thomas Mann, en su discurso de enero de 1942, señaló a los alemanes que: «. al comienzo de esta guerra -que no empezó en 1939, sino en 1933- se decretó la supresión de los derechos humanos». Son dos observaciones increíblemente sagaces. A destacar, en primer lugar, que la barbarie siempre comienza con la abolición de los derechos humanos o con la «deshumanización», como la llamará más adelante. Y, en segundo lugar, la guerra ideológica y política empezó en 1933, cuando los alemanes votaron abrumadoramente -¡no por mayoría!- al NSDAP, derrocando así la República de Weimar y allanando el camino a un «sistema de robos, crímenes y falsedades». Para Thomas Mann la Alemania nazi es una asesina desquiciada. Continúa, discurso tras discurso, indignándose, enfureciéndose, echando pestes y luchando contra la demagogia y la propaganda nazis. Apela, suplica, ruega e implora al pueblo alemán que se libere, que se oponga a la guerra, que no se una a ella. Envía por cable los discursos desde América a la BBC de Londres, que siempre comienzan de la misma manera: «¡Oíd, alemanes!» («Deutsche Hörer!»). Desde allí se emiten con la esperanza de que sean escuchados por el mayor número posible de alemanes desde el salón de sus casas. Más tarde, será la propia voz de Mann la que relatará a los alemanes los acontecimientos y el desarrollo de la guerra, de los que se mantiene puntualmente informado a través de su correspondencia y de los medios de comunicación estadounidenses.
No quiero desvelar demasiado sobre los discursos, ya que en el epílogo me extenderé más sobre ellos, pero me gustaría señalar algo importante. Thomas Mann ha sido caricaturizado y degradado durante décadas, y presentado como una figura neurótica en numerosos ensayos, retratos y observaciones literarias, sin olvidar los largometrajes, los...
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