Schweitzer Fachinformationen
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Cierro los ojos. Veo desde mi camastro el techo agrietado de este lugar en que me encerraron. Ya no cuento los días, las semanas, los años que llevo aquí dentro. No distingo las noches de los días. Una bombilla, que sólo se apaga cuando se funde y se enciende cuando la reponen, es toda mi luz. El sol de Tánger, la ciudad en que nací, no está autorizado a entrar aquí.
A veces me parece que me expulsaron de la realidad, que me encuentro en el Infierno. Pero no: en el Infierno no te mete un guardián a empellones, y eso sí lo recuerdo. Nítidamente.
Todo lo demás, mi ciudad luminosa, los callejones de mi infancia, la bahía acogedora como brazos de madre, mis padres, mis hermanos, mi primo, la pequeña casa de la medina, la pobreza que tanto añoro, los pechos de Yasmina, el té con hierbabuena, mi pipa de kif, Abderrahmán que me pesa como la muerte, absolutamente todo lo demás lo tengo que buscar entre las grietas del techo. Tengo mucho tiempo para rebuscar, para encontrar ahí lo que esta celda me ha robado.
Y espero en cada instante que alguno de los míos, de los seres que he querido en mi vida, se asome por ellas y baje hasta mi camastro, se siente a mi lado y me hable. Entonces invento largas charlas para los dos, o fijo mi mirada en él hasta que su figura se desvanece, desaparece entre las lágrimas que arrasan mis ojos.
Hace tiempo que no distingo cuándo sueño y cuándo pienso. Y para seguir sintiendo que aún vivo, necesito reconstruir mi vida, recordar los pasos que di hasta llegar aquí; saber qué pecado, qué esperanza me sacaron del camino para tenderme en este camastro, encerrarme en este antro en el que el sol de Tánger tiene prohibida la entrada.
Crucé el Estrecho como un señor, dirían los españoles: con mi traje y mi corbata, el visado bien ilustrado sobre mi pasaporte, dinero y tarjetas. De eso no tengo queja. No llegué aquí en patera, hice lo que debía y fui respetado. Cierto: a algunos compatriotas algo les dijeron, los zarandearon, registraron, retuvieron. Pero yo iba delante de ellos, y casi nada vi. Sólo una ligera bruma de indignación que no podía enturbiar mi felicidad: atravesé el Estrecho con todas las de la ley.
El policía, en su cabina, revisaba los pasaportes, de delante hacia atrás, de atrás hacia adelante, de arriba abajo y de abajo arriba. Sus ojos iban y volvían de la foto al portador del documento. Luego, sádico, suspendía durante unos segundos eternos el sello de bienvenida al mundo civilizado, antes de dejarlo caer sobre la respiración contenida del emigrante. Justo detrás de la cabina me esperaba Hamid, erguido en la puerta misma de Europa.
-Salud, hermano -me abrazó-. Debes de estar cansado.
-No importa. Quiero alejarme de aquí cuanto antes.
-Tranquilo, Jalid, no hay problema. Estamos en un país libre. Aquí se respetan los derechos de los humanos que tienen pasaporte en regla.
-Por si las moscas.
Conocí a Hamid hace unos diez años. Llegó al Café Manila con mi primo, una de esas tardes interminables de té verde y parchís del verano tangerino. Había estudiado en el Instituto Español de la ciudad y consiguió una beca para cursar medicina en Granada. Un héroe para todos los que estábamos ahí, reunidos alrededor de una mesa de formica agrietada. Nos habló de España, de sus mujeres, sus bares de copas. Nos habló de sus estudios, sus proyectos. Terminaría su carrera y se casaría con una española:
-Las mujeres no me faltan allá: los marroquíes tenemos fama de buenos amantes. Entre ellas aparecerá algún día mi elegida. Tendré mi propia consulta, seré rico, seré feliz.
Un hombre con el camino trazado hacia el futuro era la excepción, envidiado y admirado al mismo tiempo por los habitantes del Manila, donde las fichas mugrientas del parchís eran el único vehículo hacia alguna victoria. El lamento de los árboles de la ciudad zarandeados por el levante marcaba el ritmo de nuestras vidas, que transcurrían de los callejones de la medina al café. Nuestras escapadas más lejanas nos llevaban a la arena tibia del atardecer en la playa, o al mirador del Monte ante un vaso de té acosado por decenas de avispas. Hamid apareció ante nosotros como el elegido que pudo escapar de la miseria en que vivíamos. En mi casa nos apiñábamos siete hermanos y mis padres: tres habitaciones raquíticas, el baño en el patio, una cocina estrecha como nuestras vidas en la que mi madre amasaba el pan, guisaba la harira y preparaba el té que cada día regresaban a nuestra mesa con una constancia que sólo rompía, muy de vez en cuando, una docena de sardinas o un par de pollos que repartía, plena de orgullo y ecuanimidad, entre la prole, reservando el bocado más preciado para mi padre.
Así, la vivienda de Hamid se nos antojaba hermosa como un palacio, una casa compartida con compañeros de fortuna en la que cada uno campaba a sus anchas, todos tenían su propia habitación, entraban y salían mujeres sin cesar, jamás faltaban las bebidas y la comida, se hablaba de futuro y de profesión. Para mí, que como único oficio tenía el de sustituir a los camareros del Café de París cuando por algún motivo faltaba alguno de ellos al trabajo, o reforzar los turnos durante los fines de semana, ser un Hamid era un sueño tan inalcanzable como los granos de arena que el levante esparce por la bahía.
Al salir del Manila, recorrimos una vez más el bulevar, hasta llegar a la plaza de Faro. En ella, una inscripción proclama la hermandad entre la ciudad portuguesa y Tánger. Hermandad ausente, hermandad impalpable, construida tal vez para alimentar los sueños de quienes, sentados sobre la barandilla de la plaza, contemplan las luces que, en los días claros, las casas de Tarifa exhiben como una provocación; los sueños mecidos por el ronroneo del mar que levanta entre las dos orillas un abismo infranqueable.
Por la noche Hamid nos invitó a mi primo y a mí a pinchitos y kefta en el Dorado. Bebimos cerveza y terminamos la noche en su casa, donde una botella de whisky prendió la chispa de nuestros anhelos y ya no dejamos de entusiasmarnos durante toda la madrugada con proyectos que, al día siguiente, regresarían a la categoría de los eternos imposibles que anidaban en un rincón perdido de cada uno de nosotros.
Hamid y yo simpatizamos enseguida. Detrás de mi apatía veía a un soñador en horas bajas, pero estaba convencido de que, algún día, se despertaría en mí la certeza de que la felicidad la ganamos abriéndonos paso en nuestra propia vida, como el explorador con su machete en la selva tropical. Y entonces, decía, nada me podría impedir llegar adonde yo quisiera.
Tras aquella noche, volvimos a vernos con frecuencia. La vida y la personalidad de Hamid ejercían sobre nosotros una gran atracción. Mi primo y yo manteníamos una relación estrecha desde la infancia. Teníamos la misma edad, y nuestras madres eran las hermanas más unidas de una familia extensa. Compartíamos el mismo barrio, y las calles de la medina eran para nosotros un territorio en que nada era desconocido. Juntos nos iniciamos en el mundo de los burdeles, del kif y del alcohol. La amistad con Hamid, a quien él conocía desde hacía algún tiempo, creó un nuevo vínculo entre nosotros.
Terminó el verano y Hamid regresó a Granada, donde había de empezar el segundo curso. De vez en cuando llegaba una carta, a la que siempre acompañaba una postal, como para que pudiéramos imaginar mejor el paraíso que en ella nos describía. Cuando eso ocurría, mi primo y yo nos sentábamos en la plaza de Faro y leíamos una y otra vez las páginas que Hamid nos enviaba. Esperábamos frente al Estrecho a que las luces de Tarifa se encendieran, e imaginábamos que, en una de las casas, era nuestro amigo quien había apretado para nosotros el interruptor.
Mientras tanto, la vida nos seguía llevando de la casa al trabajo y del trabajo al Manila. El otoño había liberado las calles de Tánger de los emigrantes que exhibían sus matrículas belgas, francesas y holandesas por toda la ciudad. A finales de noviembre, uno de los camareros del Café de París, el más viejo del lugar, murió. Había servido a artistas famosos, a gente cuyos retratos poblaban los escaparates de las librerías, las carteleras de los cines y las revistas de todo tipo. Pero nunca se dejó impresionar por el espejismo. Ante nuestra añoranza de un Tánger que ya no existía nos repetía que las ciudades son seres animados y que quienes les dan vida son los que las habitan en cada momento. Que aquellos extranjeros que hicieron famosa la ciudad no eran sus únicos habitantes; que ellos solos no habrían formado ni una simple aldea y que sólo fueron el adorno de una época; que las calles de Tánger seguían siendo las mismas, sus tiendas y sus cafés vivos, su gente hospitalaria, y que su historia desbordaba aquellos años, eso sí, hermosos sin duda; que, en definitiva, Tánger ni empezó ni acabó con ellos; que quien de verdad ama a su ciudad no reniega de ella porque desaparezca de la mitología de los europeos. Y que el tangerino auténtico, musulmán, judío o cristiano, no deja de conmoverse al contemplar desde el barco que lo trae de Algeciras los brazos de la bahía ofreciéndole la bienvenida, y el perfil que tras la playa permanece inalterable desde el puerto hasta Malabata.
El dueño del establecimiento me ofreció el puesto del viejo camarero y acepté sin pensarlo dos veces, como quien encuentra trazado en su vida un camino sobre el que nada tiene que decir, un camino que no le...
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