Schweitzer Fachinformationen
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Martes, 27 de marzo
Hacia las dos de la madrugada, cuando la noche posa su más profunda sombra sobre esta tierra de árboles y vegetación, prolongados sonidos de quejumbrosos cánticos, extremadamente suaves, surgen desde Bayt Jibrin, nos alcanzan y se desparraman a lo lejos, sobre el sueño y la frescura de los campos. Exaltado llamamiento a la oración, que recuerda a los hombres su inanidad y muerte. Los almuédanos, que son pastores, en pie sobre sus techumbres de tierra, cantan juntos, como en eco prolongado ¡y aún así es el nombre de Alá, el nombre de Mahoma, lo que se escucha, sorprendente y sombrío, en esta tierra de la Biblia y de Cristo!
Nos levantamos por la mañana a la hora en que parten los rebaños para esparcirse por los prados. La lluvia, la bienhechora lluvia desconocida en el desierto, tamborilea sobre nuestras tiendas y rocía abundantemente este edén de verdor en el que nos hallamos.
Viene a visitarnos el jeque del valle excusándose por haber estado retenido la tarde anterior en lejanos pastos donde yacían sus ovejas. Subimos al pueblo con él a pesar del incesante aguacero, caminando por entre los húmedos herbazales, entre lirios y anémonas que se encorvan al paso de nuestras túnicas.
En este país, cerca de la antigua Gaza y del viejo Hebrón, Bayt Jibrin, con apenas más de dos mil años de existencia, puede ser considerado como una aldea muy joven. Bayt Jibrin es la Bethogabris de Ptolomeo, la Eleutherópolis de Septimio Severo y en tiempos de las Cruzadas llegó a ser sede de un obispado. Hoy, las implacables profecías de la Biblia se han cumplido en ella, como de hecho lo han hecho en todas las ciudades de Palestina y de Edom. Bajo una maravillosa alfombra de flores silvestres late su desolación sin límites. Nada más que cabañas de pastores, establos -cuyos techos de tierra están rojos de anémonas-, residuos de poderosas murallas derrumbadas sobre la hierba. Y bajo tierra los escombros, bajo la maraña de grandes acantos y asfódelos los vestigios de la catedral en que oficiaron obispos de las Cruzadas. Columnas de mármol blanco con capiteles corintios; una nave, en su postrer grado de ruindad presta abrigo a cabras y a beduinos.
Es temprano cuando montamos a caballo para comenzar la etapa del día, bajo un cielo encapotado y tormentoso, del que, sin embargo, aún no se desprende ningún aguacero. Siguiendo una cuesta ascendente hacia las altas planicies de Judea, caminamos hasta el mediodía por floridos senderos, entre campos de cebada y colinas que los olivares tapizan con sus ramas grises y su follaje oscuro.
Como en el desierto, la caravana de nuestros enseres y tiendas aprovecha la parada de mediodía para adelantársenos, caravana muy diferente de esa otra que marcha aquí por verdes senderos conducida por sirios de rostros descubiertos, en la que las mulas avanzan con el tintineo de sus carlancas de campanillas, llevando al frente la mula capitana: la más hermosa de la recua, la más inteligente, adornada con bordados de perlas y conchas, agitando en su cuello el gran badajo que las demás escuchan y siguen...
A medida que ascendemos, las pendientes se hacen más empinadas, y el terreno, más pedregoso. Las cebadas ceden definitivamente su puesto a los matorrales y a los asfódelos.
Alrededor de las tres, al salir de un profundo desfiladero que nos había retenido encerrados durante mucho tiempo, nos hallamos de repente dominando inmensidades inesperadas. Tras nosotros y bajo nuestros pies, las llanuras de Gaza, la magnificencia de los campos de cebada, allanados a lo lejos como un mar verde, y más allá aún, infinitamente más allá, un poco de este desierto del que acabábamos de salir, presentándose a nuestros ojos por última vez como una vaga pantalla rosada. Muy distinto es lo que se descubre al frente. Hasta las vaporosas cimas del Moab que delinea el cielo, parece ascender un territorio de piedras grises, trabajado por la mano del hombre, en el que se superponen pequeños muros regulares hasta donde alcanza la vista: los viñedos en terraza de Hebrón trabajados siglo a siglo, en los mismos lugares, desde los tiempos bíblicos.
Aún están sin hojas las viñas porque abril no ha comenzado. Se ven sus cepas enormes retorcerse por doquier sobre el suelo, como serpientes de múltiples cuerpos. No ha cambiado el color del conjunto y estos grises campos, tristes, todo guijarros, cenicientos, en los que apenas un olivo solitario muestra de vez en cuando su pequeño mechón de negro follaje.
Más allá, algo parecido a una larga cinta blanca serpentea por donde desembocará nuestro camino; un verdadero camino apto para coches como en Europa, con su firme de piedras y tierra. ¡Y precisamente, ahora mismo, pasan dos vehículos! ¡Miramos esto con sorpresa de salvajes!
Es el camino de Jerusalén, el que nosotros seguiremos también. Desciende hacia Hebrón entre innumerables cercados de viñas e higueras. Se nota un cierto bienestar en todo, tras tantos guijarros, pendientes resbaladizas, baches peligrosos, como hemos atravesado desde hace más de un mes, y en el que no hemos dejado de velar por las patas de nuestros animales.
Dos carruajes más nos adelantan, llenos de ruidosos turistas de agencia: hombres tocados con salacotes, orondas mujeres con gorros de nutria cubiertos con verdes velos. No estábamos preparados para enfrentarnos a esto, aunque más que nuestro ensueño oriental, se arruga nuestro ensueño religioso... ¡Ah, sus indumentarias, sus gritos, sus risas, en esta tierra santa, a la que nosotros llegamos tan humildemente pensativos, por los viejos senderos de los profetas!
Afortunadamente los turistas se alejan. Sus carruajes se apresuran a salir antes de que anochezca, pues Hebrón aún no tiene hoteles. Hebrón continúa siendo una de las ciudades musulmanas más fanáticas de Palestina y difícilmente acepta albergar cristianos bajo sus techos.
Hebrón aparece entre colinas pedregosas cubiertas por multitud de viñedos en terrazas. Está edificada con los mismos materiales que los cercados infinitos de sus campos. Es un país de piedras grises, toda la ciudad lo es, una superposición de cubos de piedra, teniendo cada uno por techo una cúpula de piedra, semejantes todos, perforados por las mismas pequeñísimas ventanas de arco, reunidas dos a dos. Un conjunto sólido y duro que sorprende por su uniformidad y al que dominan cinco o seis alminares.
Según la costumbre, acampamos a la entrada de la ciudad, a la orilla del camino, en un paraje en el que crecen algunos olivos. Nuestras mulas campanilleras apenas se nos han adelantado hoy. Emprendemos la descarga de nuestro equipaje de nómadas en medio de numerosos espectadores, musulmanes o judíos, silenciosos y envueltos en sus largas túnicas.
Después de montadas nuestras tiendas, todavía nos queda una hora de día. El sol, muy bajo, dora en estos momentos las grises monotonías de Hebrón y sus alrededores; el montón de cubos de piedra que componen la ciudad; la profusión de muros de piedras que cubren la montaña.
Subimos a pie hacia la gran mezquita cuyos sótanos impenetrables encierran las verdaderas tumbas de Abraham, Sara, Isaac y Jacob. Árabes y judíos circulan en tropel por las calles y los colorines de sus vestiduras desentonan sobre la pátina neutra de las paredes desprovistas de cal y de pintura.
Algunas de estas casas parecen tan antiguas como los patriarcas, otras son nuevas, apenas terminadas, pero todas son parecidas: las mismas paredes macizas, sólidas, que desafían los siglos, las mismas proporciones cúbicas, los mismos ventanucos siempre acoplados. Nada desentona en este conjunto, pues Hebrón es una de las pocas ciudades que no depara ninguna construcción moderna o extraña.
El bazar abovedado en piedra, con tan solo algunos lucernarios estrechos y enrejados, está ya a oscuras y sus tenderetes comienzan a cerrarse. De los escaparates cuelgan túnicas y ropas, arneses y teteras, tocados de cuentas de camello y, sobre todo, abalorios de vidrio, pulseras y collares que se fabrican en Hebrón desde tiempos inmemoriales. Se ve con dificultad. Caminamos entre una neblina de polvo y el aroma a especias y ámbar, resbalando sobre brillantes y antiguas losas, bruñidas durante siglos y siglos por las babuchas y los pies descalzos.
En las proximidades de la gran mezquita nos invaden, a ratos, las sombras de la noche, cuando atravesamos las callejuelas que ascienden, abovedadas en ojiva, como naves estrechas. A lo largo de estas callejas se abren puertas de casas milenarias, adornadas con restos de inscripciones o de esculturas y, al pasar, nos topamos con enormes piedras de cimentación, que podrían ser contemporáneas de los reyes hebreos. En este atardecer, aquí se percibe todo como impregnado de incalculables miríadas de muertes. Se toma conciencia, bajo una impresión casi angustiosa, del amontonamiento de las edades en esta ciudad que estuvo involucrada en los acontecimientos de la historia sagrada desde los legendarios orígenes de Israel. ¡Qué de revelaciones sobre la antigüedad podrían ofrecer las excavaciones de este antiquísimo suelo, si todo ello no fuese tan impenetrable, tan cerrado, tan hostil!...
Abraham enterró, pues, a su mujer Sara
en la doble caverna del campo que mira a Manbré, donde se alza la ciudad de Hebrón,
en la tierra de Canaán.
(Génesis, XXIII, 19)
Volvemos a encontrar la dorada claridad de la tarde al salir de la oscuridad de las abovedadas calles, cuando llegamos al pie de la Mezquita de Abraham. Se encuentra a mitad...
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