JOHN TRELAWNEY
Índice Postscriptum: Me había olvidado deciros que Blandly, quien ha prometido enviar un barco en nuestra busca si no recibe noticias para finales de agosto, ha encontrado un sujeto admirable para capitán; es algo reservado, sin duda, lo cual lamento, pero como marino no tiene precio. John Silver "el Largo" ha desenterrado también a un hombre muy competente para segundo, que se llama Arrow. Y tengo un contramaestre, mi querido Livesey, que toca la gaita. No dudo que todo va a ir tan bien a bordo de la Hispantola como en un navío de Su Majestad.
Se me olvidaba deciros que Silver no es un ganapanes; me he enterado que tiene cuenta en un banco y que jamás ha estado en descubierto. Deja a su esposa al cuidado de la taberna, y, como es una negra, creo que un par de viejos solterones como nosotros podemos permitirnos pensar que es tanto esa esposa como la falta de salud lo que empuja a nuestro hombre a hacerse de nuevo a la mar.
J. T.
P. P. S.: Hawkins puede pasar una noche con su madre.
J. T.»
Puede el lector imaginar fácilmente la conmoción que esa carta me produjo. No cabía en mí de contento; si alguna vez he mirado a alguien con desprecio, fue al viejo Tom Redruth, que no hacía sino gruñir y lamentarse. Cualquiera de los otros guardabosques a sus órdenes se hubiera cambiado gustoso por él, pero no era ésa la voluntad del-squire, y sus deseos eran órdenes para todos. Nadie, a no ser el viejo Redruth, se hubiera atrevido a rezongar.
Con el alba ya estábamos él y yo en camino hacia la «Almirante Benbow», y allí encontré a mi madre con la mejor disposición de espíritu. El capitán, que durante tanto tiempo había perturbado nuestra vida, estaba ya donde no podía hacer daño a nadie; el squire había mandado reparar todos los desperfectos -la sala de estar y la muestra en la puerta aparecían recién pintadas-y vi algunos muebles nuevos y, sobre todo, una buena butaca para mi madre, junto al mostrador. También le había procurado un mozo con el fin de que ayudase durante mi ausencia.
Fue al ver a aquel muchacho cuando me di cuenta de que algo había cambiado. Hasta ese instante tan sólo pensé en las aventuras que me aguardaban y no tuve ni un pensamiento para el mundo que abandonaba; pero entonces, a la vista de aquel desconocido, que iba a ocupar mi puesto, junto a mi madre, no pude reprimir el llanto. Creo que me porté mal con él, y como una especie de venganza aproveché todas las ocasiones que me dio -y fueron muchas al no estar habituado a aquellos menesteres-para abochornarlo.
Pasó aquella noche, y al día siguiente, después de comer, Redruth y yo nos pusimos en camino nuevamente. Dije adiós a mi madre y a la ensenada donde había vivido desde que nací, y a nuestra querida «Almirante Benbow», que recién pintada no era ya tan grata para mis ojos. Uno de mis últimos pensamientos fue para el capitán, a quien tantas veces había visto vagar por aquella playa, con su sombrero al viento, su cicatriz en la mejilla y el viejo catalejo bajo el brazo. Un instante después el camino torcía, y perdí de vista mi casa.
Alcanzamos la diligencia en el «Royal George». Fui todo el viaje como una cuña entre Redruth y un anciano y obeso caballero, y, a pesar del vaivén y del aire frío de la noche, me adormecí en seguida y debí dormir como un leño, a través de montes y valles y parada tras parada, pues, cuando al fin me despertaron dándome un codazo en las costillas, y abrí los ojos, estábamos parados frente a un gran edificio en la calle de una ciudad y el día ya muy avanzado.
-¿Dónde estamos? -pregunté.
-En Bristol -dijo Tom-. Baja.
El señor Trelawney estaba hospedado en una residencia cerca del muelle, con el fin de vigilar el abastecimiento de la goleta. Hacia allí nos dirigimos y tomamos, con gran alegría por mi parte, a todo lo largo de las dársenas donde amarraban multitud de navíos de todos los tamaños y arboladuras y nacionalidades. Cantaban en uno los marineros a coro mientras maniobraban; en otro colgaban en lo alto de las jarcias, que no parecían mas gruesas que hilos de araña. Aunque mi vida había transcurrido desde siempre junto al mar, me pareció contemplarlo por primera vez. El olor del océano y la brea eran nuevos para mí. Vi los más asombrosos mascarones de proa y pensé por cuántos mares habrían navegado; miraba atónito a tantos marineros, viejos lobos de mar que lucían pendientes en sus orejas y rizadas patillas, y me fascinaba con su andar hamacado forjado en tantas cubiertas. Si hubiera visto, en su lugar, el paso de reyes o arzobispos, no hubiera sido mayor mi felicidad.
Y yo también iba a ser uno de ellos, yo también iba a hacerme a la mar, en una goleta, y escucharía las órdenes del contramaestre, a nuestro gaitero, y las viejas canciones marineras que recordaban mil aventuras. ¡A la mar! ¡Y en busca de una isla ignorada y para descubrir tesoros enterrados!
Aún seguía perdido en mis fantásticos sueños cuando me encontré de pronto frente a un gran edificio, que era la residencia del squire, y lo vi aparecer vestido por completo como un oficial naval, con el glorioso uniforme de recio paño azul. Se nos acercó con una amplia sonrisa y remedando perfectamente el andar marinero.
-Ya estáis aquí -exclamó-. El doctor llegó anoche de Londres. ¡Bravo! ¡La dotación está completa! -Señor -le pregunté-, ¿cuándo izamos velas? -¡Mañana! -repuso-, ¡mañana nos hacemos a la mar!
Capítulo 8.
A la taberna «El Catalejo»
Índice Después de reponer fuerzas, el squire me entregó una nota dirigida a john Silver, para que se la llevara a la taberna «El Catalejo», y me dijo que no tenía pérdida, ya que sólo debía seguir a todo lo largo de las dársenas hasta encontrar una taberna que tenía como muestra un gran catalejo de latón. Eché a andar, loco de contento por tener ocasión de ver de nuevo los barcos anclados y el ajetreo de los marineros; anduve por entre una muchedumbre de gente, carros y fardos, pues era el momento de más actividad en los muelles, y por fin di con la taberna que buscaba.
Era un establecimiento pequeño, pero agradable. La muestra estaba recién pintada y las ventanas lucían bonitas cortinas rojas y el piso aparecía limpio y enarenado. A cada lado de la taberna había una calle a la que daba con sendas puertas, lo que permitía una buena iluminación; el local era de techo bajo y estaba cuajado de humo de tabaco.
Los parroquianos eran casi todos gente de mar, y hablaban con tales voces, que me detuve en la entrada, temeroso de pasar.
Mientras estaba allí, un hombre salió de una habitación lateral, y en cuanto lo vi estuve seguro de que se trataba del propio John «el Largo». Su pierna izquierda estaba amputada casi por la cadera y bajo el brazo sujetaba una muleta que movía a las mil maravillas, saltando de aquí para allá como un pájaro. Era muy alto y daba impresión de gran fortaleza, su cara parecía un jamón, y, a pesar de su palidez y cierta fealdad, desprendía un extraño aire agradable. Estaba, según pude ver, del mejor humor, pues no dejaba de silbar mientras iba de una mesa a otra hablando jovialmente con los parroquianos o dando palmadas en la espalda a los más favorecidos.
A decir verdad, debo añadir que, desde que había oído hablar de John «el Largo» en la carta del squire Trelawney, no dejaba de darme vueltas en la cabeza el temor de que pudiera tratarse del mismo marino con una sola pierna que tanto tiempo me tuvo en guardia en la vieja «Benbow». Pero me bastó mirar al hombre que tenía delante para alejar mis sospechas. Yo había visto al capitán, y a «Perronegro», y al ciego Pew, y creía saber bien cómo era un bucanero., a mil leguas de aquel tabernero aseado y amable.
Deseché mis pensamientos, y traspuse el umbral y fui hacia el hombre, que, apoyado en su muleta, charlaba con un cliente.
-¿Es usted John Silver? -le dije, alargándole la nota.
-Sí, hijo -contestó-; así me llamo. ¿Quién eres tú? -y al ver la carta del squire, me pareció sorprender un cambio en su disposición-. ¡Ah!, sí -dijo elevando el tono-, tú eres nuestro grumete. ¡Me alegro de conocerte!
Y estrechó mi mano con la suya, grande y firme.
En aquel mismo instante uno de los parroquianos que estaba en el fondo de la taberna se levantó como alma que lleva el diablo y escapó hacia una de las puertas. Su prisa llamó mi atención y al fijarme lo reconocí en seguida. Era el hombre de cara de sebo, que le faltaban dos dedos y había estado en la «Almirante Benbow».
-¡Detenedlo! -grité-. ¡Es «Perronegro»! -Sea quien sea -vociferó Silver-se ha largado sin pagar su cuenta. ¡Harry, corre tras él y tráelo aquí! Un cliente, que estaba en la puerta, se lanzó en su persecución.
-¡Aunque fuera el propio almirante Hawke, el ron que se ha bebido tiene que pagarlo! -gritó Silver; y después, soltándome la mano que aún tenía entre las suyas, me miró-. ¿Quién has dicho que era? -preguntó-, ¿«Perro qué.»?
-«Perronegro» -dije yo-. ¿No les ha hablado el señor Trelawney de los piratas? Ese era uno de ellos.
-¿De veras? -exclamó Silver-. ¡Y en mi casa! ¡Ben, corre y ayuda a Harry! Conque uno de aquellos granujas, ¿eh? ¿Y tú estabas bebiendo con él, no, Morgan? ¡Ven aquí!
El hombre que respondía al nombre de Morgan -un marinero viejo, de pelo blanco salino y...