El reino submarino de Varuna
Mucho antes de que Varuna fuera conocido principalmente como una deidad acuática, era uno de los dioses más poderosos del panteón védico, soberano del orden cósmico (rita) y guardián de las leyes divinas. Con el cambio de eras cósmicas y la transformación de las jerarquías divinas, el dominio de Varuna se redujo de los vastos cielos a los océanos del mundo. Sin embargo, lo que para algunos parecía una disminución era, en realidad, un cambio de forma más que de esencia, pues dentro de las aguas, Varuna creó un reino de tal maravilla y complejidad que rivalizaba incluso con los palacios celestiales de Indra.
Bajo la agitada superficie del océano mundial, más allá del alcance de la visión mortal, Varuna estableció su capital, Sukhamati, «Morada de la Dicha». A diferencia de las doradas ciudades celestiales, Sukhamati se construyó con materiales exclusivos de las profundidades: muros de nácar que brillaban con luz opalescente; cúpulas de abulón pulido; torres de coral que crecían en lugar de construirse, añadiendo continuamente nuevas cámaras y pasajes gracias a la sutil guía de arquitectos submarinos.
La ciudad ocupaba una vasta meseta submarina, rodeada de fosas de inconmensurable profundidad que servían como fortificaciones naturales. Estos fosos abisales no eran simplemente defensivos, sino que albergaban aguas primordiales, la sustancia más antigua de la creación, que existía incluso antes de que el huevo cósmico se manifestara. De estas aguas ancestrales, Varuna extrajo gran parte de su poder restante, aprovechando su conexión con el potencial precreador.
En el centro de la ciudad se alzaba el palacio de Varuna, una maravilla arquitectónica que existía simultáneamente en múltiples estados de la materia. Partes de la estructura fluían como el agua, manteniendo una forma definida; otras secciones parecían sólidas, pero permitían el paso de los habitantes como si fueran suaves corrientes. Los muros del palacio contenían cámaras de aire capturado para los visitantes que lo necesitaran, mientras que otros espacios albergaban agua de diversas densidades, temperaturas y propiedades mágicas.
En el salón más grande de este palacio se asentaba el trono de Varuna: una enorme formación de piedra azul negruzca que, según algunos, era un fragmento de las aguas cósmicas originales cristalizadas en forma sólida. El trono estaba rodeado por siete canales concéntricos por los que fluían aguas de los siete ríos sagrados de la tierra, conectando el reino submarino con el mundo terrenal. Sentado en este trono, Varuna podía percibir todo lo que ocurría en cualquier masa de agua del cosmos, desde la más pequeña gota de rocío hasta el océano celestial de leche.
El soberano de las aguas no estaba solo en su dominio submarino. Su reina, Varuni, presidía su propia ala del palacio, donde destilaba el soma original, el elixir divino ahora prácticamente perdido para el mundo exterior. En los laboratorios de Varuni, se extraía la esencia de la inmortalidad de una rara flora marina que crecía únicamente con la luz que se filtraba desde ciertas estrellas. Este soma submarino era más potente que su homólogo terrestre, pues contenía la memoria concentrada de los primeros momentos del universo.
Alrededor del complejo palaciego central se extendía la ciudad propiamente dicha, donde residían la corte y los súbditos de Varuna. Entre ellas, las más destacadas eran las Apsaras de las profundidades; no las bailarinas celestiales de la corte de Indra, sino sus contrapartes acuáticas. Estas ninfas submarinas controlaban las mareas y las corrientes, y sus gráciles movimientos creaban los patrones de circulación oceánica que regulaban el clima del planeta. Cuando danzaban en formaciones particulares, su coreografía podía invocar tormentas o calmas en la superficie, siguiendo los ritmos marcados por los músicos divinos de Varuna.
Los músicos eran únicos en el reino submarino: seres cuyos cuerpos eran instrumentos vivientes, con cámaras que resonaban con el sonido primordial de la creación. Su música no se oía, sino que se sentía como vibraciones que se extendían a miles de leguas bajo el agua, sirviendo como entretenimiento y red de comunicación en todo el dominio de Varuna. Estos patrones sonoros eran detectados ocasionalmente por los habitantes de la superficie como los misteriosos cantos de criaturas marinas de las profundidades.
Más allá del barrio de los músicos se encontraba el distrito de los cartógrafos: un barrio entero dedicado a cartografiar no solo la geografía del océano, sino también sus corrientes, temperaturas y habitantes en constante cambio. Estos cartógrafos divinos trabajaban con mapas vivientes: criaturas marinas planas cuya piel cambiaba de patrón para reflejar las constantes transformaciones del entorno marino. Cuando se producían cambios particularmente significativos, los peces mensajeros llevaban estas criaturas a pescadores conocidos por su devoción, permitiendo que los mapas vivientes fueran vistos brevemente antes de regresar a las profundidades. Así nacieron las leyendas de capturas milagrosas que salvaron a pueblos de la hambruna.
Junto al distrito de los cartógrafos se encontraba el Tesoro de Objetos Perdidos, un vasto complejo donde se catalogaba y preservaba todo lo que el mar había tragado. Aquí, en cámaras que se extendían más allá de la comprensión humana, se almacenaban las reliquias de civilizaciones hundidas, tesoros de innumerables naufragios y ofrendas depositadas deliberadamente en las aguas a lo largo de la historia de la humanidad. Los archivistas de Varuna conservaban esta colección no por avaricia, sino como un registro del esfuerzo y la devoción humanos, pues cada objeto contaba una historia de ambición, fe o arrogancia.
Particularmente sagrados en esta colección eran los objetos ofrecidos intencionalmente a Varuna: los vasos rituales de antiguas ceremonias védicas, las máscaras de oro de dinastías olvidadas y los tesoros personales sacrificados en momentos de crisis o de agradecimiento. Estos objetos se exhibían con especial reverencia en el Memorial de las Devociones, donde brillaban con la luz de las sinceras oraciones que los habían acompañado hasta las profundidades.
Más allá del centro de la ciudad se encontraban los Jardines de la Alquimia Marina, donde botánicos divinos cultivaban plantas sin parangón con ninguna otra conocida sobre las olas. Estos jardines estaban dispuestos en espirales que seguían secuencias matemáticas visibles solo desde grandes alturas; diseños que, según se decía, reflejaban la estructura misma del tiempo. Aquí crecían bosques de algas cuyas frondas contenían hebras del destino, formaciones de coral que se ramificaban según los posibles futuros del universo y flores bioluminiscentes que florecían en patrones que revelaban verdades cósmicas a quienes sabían interpretarlas.
La característica más notable de estos jardines era la colección de Perlas del Tiempo: ostras que no producían perlas comunes, sino momentos cristalizados del tiempo. Al romperse (un proceso que solo se realizaba en casos de necesidad cósmica), estas perlas liberaban momentos preservados del pasado o vislumbres de futuros potenciales. Varuna conservaba esta colección como protección contra perturbaciones catastróficas del orden cósmico, utilizándolas para restablecer el equilibrio cuando era necesario.
Más allá de los jardines se extendían las Llanuras de la Presión, donde el agua misma se volvía cada vez más densa hasta alcanzar la solidez sin congelarse. En esta región de física imposible habitaban los nagas, seres serpentinos que servían como emisarios de Varuna a otros reinos cósmicos. A diferencia de sus primos que ocasionalmente se aventuraban al mundo de la superficie, estos nagas de las profundidades poseían múltiples cabezas, no para exhibirlas de forma temible, sino para procesar la compleja información sensorial de su entorno. Sus escamas poseían propiedades que les permitían transitar entre diferentes estados de la materia, lo que les permitía viajar entre dimensiones que aplastarían o disolverían a otros seres.
Los nagas mantenían los Estanques del Conocimiento: depresiones circulares en el fondo marino llenas de sabiduría líquida, recopilada a lo largo de los siglos. Cuando Varuna necesitaba información sobre asuntos oscuros, los nagas especialistas se sumergían en estos estanques, absorbiendo el conocimiento preciso a través de sus escamas permeables. A veces, cuando los mortales alcanzaban profundas intuiciones mediante la meditación profunda, estas revelaciones se manifestaban como gotas adicionales en los Estanques del Conocimiento, conectando la sabiduría humana con la comprensión divina.
En la periferia misma del dominio de Varuna, donde la luz del mundo superficial se interrumpía por completo, se encontraban los Campos de Bioluminiscencia. Allí habitaban criaturas tan antiguas que recordaban la creación del sol: seres que generaban su propio resplandor según ritmos establecidos antes de que el tiempo se midiera en días. Estos habitantes primordiales servían como archivos vivientes de la prehistoria; sus memorias genéticas contenían registros de eventos cósmicos que, de otro modo, habrían sido olvidados incluso por los dioses.
Entre estos seres se encontraban los Testigos del Batido: enormes entidades que habían observado el Samudra Manthan original, cuando devas y asuras batieron el océano cósmico para producir amrita, el elixir de la inmortalidad. Estas criaturas habían absorbido rastros de ese elixir en sus cuerpos, volviéndose prácticamente inmortales, pero también ancladas a su hogar submarino, incapaces de salir por temor...