El estilo: más allá de una duda razonable
"Claro que interpretar en cine es distinto a hacerlo
en el teatro. En cine el trabajo se fragmenta, se hace sobre
la base de de pequeños segmentos, unas veces más obvios que otras. La aproximación, la preparación, es también
diferente, menos continua..."
Morgan Freeman
Aunque la actuación, en el terreno profesional, abarca por lo menos cuatro siglos de la civilización occidental, y pese al hecho de que todo el mundo ha visto alguna vez actuaciones de uno u otro tipo, se impone reconocer que el tema permanece oscurecido por una mayor vaguedad teórica que la presente en otras ramas del arte. Se observa, como resultado, que los repetidos intentos de clasificar a los actores según compartimentaciones rígidas suelen chocar con diversos obstáculos.
En el teatro francés, la vieja división entre diderotianos (actores que interpretan con la mente más que con el corazón: precisos y minuciosos, componen exteriormente y lo calculan todo) y rejanistas (los que son calor, explosión, sensibilidad en movimiento) ha perdido terreno porque resulta casi imposible citar ejemplos puros en cada categoría. En el cine, la cerca que separa a los actores estudiosos (dueños de una técnica exigente y rigurosa) de los intuitivos (movidos ante todo por la cuerda emocional e impresionista), se ha visto magullada por la comprobación de que ambas proyecciones, en los intérpretes más capaces, no viven independientes una de otra sino interrelacionadas de algún modo en todo su desempeño. Igual suerte han tenido los esfuerzos por encasillar a los actores en los apartados de elocucionales y corporales, o la pretensión de dividirlos en prácticos (de reacciones rápidas y funcionales) y conceptuales (dominados por la exploración, a veces recargada, de móviles y subtextos).
De mayor interés fueron, entre 1930 y 1960, las disquisiciones sobre los estilos de actuación, ante todo, porque el panorama
cinematográfico de aquellos tiempos se apoyaba en una nítida ubicación de escuelas y tendencias. Cualquier estudio serio que se haga de las figuras que monopolizaban la atención de público y crítica en aquellas décadas, tendrá que ocuparse de las muy contrastadas corrientes que nutrieron el oficio de los actores.
El realismo, por su riqueza, fue sin duda la vía más aceptada y la que provocó mejores resultados artísticos. El proceso de captación de la vida "tal como es", se oponía de entrada a todo lo que pudiera sugerir una evasión del mundo real hacia el terreno de lo puramente imaginario o escapista. Hubo un realismo negro, servido con maestría por James Cagney (El enemigo público, Ángeles con caras sucias, Alma negra), Humphrey Bogart (El bosque petrificado, Su último refugio, Tener y no tener), Edward G. Robinson (El pequeño César, El último gánster, El hermano Orquídea) y, en Francia, Jean Gabin (Los bajos fondos, Pepe LeMoko, Entre dos luces).
Hubo un realismo gris -espacio concebido para personajes que viven, como en sordina, grandes y pequeñas peripecias- representado con autoridad por Henry Fonda (Solo vivimos una vez, Las viñas de la ira, Cuentos de Manhattan), James Stewart (Caballero sin espada, Vive como quieras, Qué bello es vivir) y, sobre todo, por Spencer Tracy (Capitanes intrépidos, Con los brazos abiertos, Con toda el alma). Un intérprete venerado en su tiempo y hoy bastante olvidado, Paul Muni, en la primera década posterior a la llegada del sonido pasó del realismo negro de Caracortada y Yo soy un fugitivo, a las claves del naturalismo, con sus imágenes de personajes de la vida real (el científico Louis Pasteur, el escritor Émile Zola), caracterizaciones marcadas por un puntillismo en los detalles (maquillaje exhaustivo, investigación acuciosa en archivos y bibliotecas para lograr una cabal representación de los personajes) que, en una revisión, delatan ciertas dosis de formalismo apergaminado.1
1 Este mismo fenómeno se ha hecho sentir con frecuencia en filmes de distintas nacionalidades centrados en personalidades históricas relevantes. En la antigua Unión Soviética, Lenin fue interpretado en diversas películas. Hubo actores que erigían estatuas con gran semejanza física pero sin la visión totalizadora de un ser humano (descartaban el sentido del humor del dirigente o se perdían en una selva de manierismos y clichés). El mejor de todos, quizás para siempre, fue Boris Schukin, que lo encarnó en dos ocasiones bajo la dirección de Mijail Romm, seguido de Maxim Strauj, que lo interpretó en tres películas de Serguei Yutkevich.
Entre las actrices, el naturalismo tuvo exponentes más o menos sistemáticos en Bette Davis (La tempestuosa, La loba, Qué pasó con Baby Jane), Katharine Hepburn (La mujer del año, La reina africana, Locura de verano) y Simone Signoret (Casco de oro, Las brujas de Salem, Almas en subasta), y aflora en varios trabajos de sus colegas masculinos Charles Laughton (El jorobado de Nuestra Señora de París, Motín a bordo y En mi casa mando yo), un artista de proyección pantagruélica pero incapaz de traicionar a sus personajes, y Alec Guinness (Ocho sentenciados, El prisionero, El puente sobre el río Kwai), que ni en la farsa perdía su orientación realista.
Con toda propiedad puede hablarse también, en el contexto de esa época, de un realismo clasicista liderado por Laurence Olivier (Enrique V, Hamlet, Ricardo III) y asumido a veces por Richard Burton (Príncipe de actores, Becket, Alejandro Magno). Primaba aquí la noble elegancia del gesto, el manejo de la voz como un instrumento privilegiado, la visión del destino trágico como un mandato de los dioses. La contrapartida venía gestándose desde la primera mitad de los años cuarenta, cuando cobró impulso la vertiente neorrealista, cuya búsqueda de autenticidad y aliento espontáneo se apoyó tantas veces en gente común y corriente sin vínculo alguno con el oficio de actor, sin que ello le impidiera apadrinar a intérpretes profesionales como Anna Magnani (Roma, ciudad abierta, La honorable Angelina, Bellísima) o Giulietta Masina (La Strada, Las noches de Cabiria), o dejar su impronta en muchos desempeños de Sophia Loren (La mujer del río, Dos mujeres, Matrimonio a la italiana), antes de que esta fuese convertida por Hollywood en una estilizada muñeca de carne vestida por Dior y cubierta de joyas.
En este despliegue de posiciones, no faltó el perfil ecléctico de artistas cuya proyección respondía a una curiosa asimilación de diferentes claves estilísticas. La inglesa Vivien Leigh supo acoplar sus experiencias en el teatro clásico, su conocimiento del método Stanislavski y su pasión por el realismo psicológico en películas como Lo que el viento se llevó, La divina dama y Un tranvía llamado deseo.
En convivencia más o menos pacífica con el realismo, se alzaron otras formas de abordar las criaturas de ficción. El estilo romántico, con su desafío a la interpretación fiel de la vida, recibió de fuentes diversas la fuerza necesaria no solo para sustentar centenares de adaptaciones literarias y guiones originales, sino también para definir un quehacer escénico, un modo de actuar que, elevándose muchas veces por encima de temas como el amor imposible y el primer desengaño, fue trasladado incluso a personajes de una textura ajena al romanticismo. El escapismo, la idealización, el lirismo gestual, se extendieron más allá del territorio dominado por los idilios sentimentales. Exponente capital de esta tendencia fue Greta Garbo. Sus poses desmayadas, su languidez, su rostro melancólico, su halo intimista y casi confesional, en completa armonía con sus heroínas de El beso y La dama de las camelias, se infiltraban también en el retrato de mujeres como Mata Hari y Anna Christie, personajes que, a todas luces, se alejan bastante de los postulados esencialmente románticos. Pierre Cogny ha escrito: "Una escuela presupone una disciplina libremente consentida, leyes fijas reconocidas por todos, la aureola de cierto prestigio."2 El dictamen, nada romántico, de los ejecutivos de la Metro, compañía que tenía a la sueca bajo contrato exclusivo, determinó que todos sus papeles, de una u otra forma, se adaptaran al estilo de la actriz, como se adapta la tela a las manos del sastre.3
2 Pierre Cogny, El naturalismo, Diana, México, DF, 1957, p. 12.
3 Los fanáticos incondicionales de la Garbo se habrán estremecido de furor ante el juicio que emite Marlon Brando en su autobiografia: "No tenía grandes dotes de actriz pero sí presencia. Probablemente interpretó el mismo personaje en todas las películas..." (Marlon Brando y Robert Lindsey, Brando sobre Brando, Grijalbo, México, DF, 1994.)
El sello romántico estuvo muy presente en el trayecto fílmico de otra sueca, Ingrid Bergman, aunque plasmado con recursos muy diferentes a los empleados por la Garbo, quien construyó una imagen de enigma y misterio, de diosa remota que dotaba al deseo carnal de
un halo evanescente,...