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La detención de Arsène Lupin
Índice ¡Qué travesía tan extraña! Y pensar que había empezado tan bien. En lo que a mí respecta, jamás emprendí un viaje que pareciera augurar tanta dicha. El Provence es un transatlántico veloz y cómodo, capitaneado por el hombre más afable del mundo. A bordo se había reunido la mejor sociedad. Surgían relaciones, se organizaban diversiones. Teníamos la deliciosa sensación de estar separados del mundo, reducidos a nosotros mismos como en una isla desconocida, obligados por ello a acercarnos unos a otros.
Y, efectivamente, nos íbamos acercando.
¿Alguna vez has pensado en lo original e imprevisible que resulta ese grupo de personas que, hasta el día anterior, no se conocían y que, durante unos días, entre el cielo infinito y el mar inmenso, van a compartir la vida más íntima, desafiando juntos la furia del océano, el embate aterrador de las olas y la calma traicionera del agua dormida?
En el fondo, es la propia vida vivida en una especie de atajo trágico, con sus tempestades y sus grandezas, su monotonía y su variedad; por eso, quizá, se saborea con prisa febril y con un placer aún más intenso ese breve viaje cuya meta se vislumbra desde el mismo momento en que empieza.
Pero, desde hace algunos años, sucede algo que intensifica singularmente las emociones de la travesía. Ese pequeño islote flotante sigue dependiendo del mundo del que creíamos habernos librado. Existe un vínculo que solo se deshace poco a poco, en pleno océano, y que, poco a poco, en pleno océano, vuelve a anudarse: ¡la telegrafía sin hilos! Llamadas de otro universo de las que recibimos noticias de la forma más misteriosa posible. La imaginación ya no puede recurrir a cables por los que se deslice el mensaje invisible. El enigma es todavía más insondable, más poético incluso, y hay que apelar a las alas del viento para explicar este nuevo milagro.
Así, durante las primeras horas nos sentimos vigilados, escoltados, incluso precedidos por aquella voz lejana que, de vez en cuando, le susurraba a alguno de nosotros unas palabras venidas de tierra. Dos amigos hablaron conmigo. Diez más, veinte más nos enviaron, a través del espacio, sus adioses tristes o sonrientes.
Pues bien, al segundo día, a quinientas millas de la costa francesa, en una tarde tormentosa, la radio nos transmitió un despacho cuyo contenido era el siguiente:
« Arsène Lupin a bordo, primera clase, cabello rubio, herida en el antebrazo derecho, viaja solo, bajo el nombre de R. »
En ese instante, un trueno violento retumbó en el cielo encapotado. Las ondas se interrumpieron. El resto del mensaje no llegó. Del nombre con que se ocultaba Arsène Lupin solo supimos la inicial.
Si se hubiera tratado de cualquier otra noticia, no dudo de que el secreto habría sido guardado con esmero por los empleados del puesto telegráfico, así como por el comisario y el capitán. Pero hay sucesos que parecen forzar la discreción más estricta. Aquel mismo día, sin que pudiéramos explicar cómo corrió la voz, todos sabíamos que el famoso Arsène Lupin se escondía entre nosotros.
¡Arsène Lupin entre nosotros! El ladrón inasible cuyas hazañas llenaban los periódicos desde hacía meses. El enigmático adversario con el que el viejo Ganimard, nuestro mejor policía, sostenía un duelo a muerte de lo más pintoresco. Arsène Lupin, el gentleman fantasioso que solo actúa en castillos y salones y que, una noche, al entrar en casa del barón Schormann, se marchó con las manos vacías y dejó su tarjeta adornada con esta frase: «Arsène Lupin, caballero-ladrón, volverá cuando los muebles sean auténticos». Arsène Lupin, el hombre de los mil disfraces: unas veces chófer, tenor, corredor de apuestas, hijo de familia, adolescente, anciano, viajante marsellés, médico ruso, torero español.
¡Imagínense esto!: Arsène Lupin yendo y viniendo en el marco relativamente reducido de un transatlántico, o mejor aún, en aquel pequeño rincón de primera clase donde nos cruzábamos constantemente: en el comedor, en el salón, en el fumoir. Arsène Lupin podía ser aquel caballero. o ese otro. mi vecino de mesa. mi compañero de camarote.
-¡Y esto va a durar todavía cinco veces veinticuatro horas! -exclamó al día siguiente la señorita Nelly Underdown-. ¡Es intolerable! Confío en que lo detengan pronto.
Y, dirigiéndose a mí:
-Vamos a ver, señor d'Andrésy, que se lleva tan bien con el capitán, ¿no sabe usted nada?
¡Cuánto habría dado por saber algo que complaciera a miss Nelly! Era una de esas espléndidas criaturas que, dondequiera que estén, ocupan de inmediato el lugar más destacado. Su belleza, tanto como su fortuna, deslumbra. Tienen cortejo, devotos, entusiastas.
Criada en París por su madre francesa, viajaba para reunirse con su padre, el riquísimo Underdown, de Chicago. La acompañaba su amiga, lady Jerland.
Desde la primera hora presenté mi candidatura de galanteo. Pero, en la intimidad acelerada del viaje, su encanto me trastornó enseguida y me sentía demasiado conmovido para un simple flirteo cuando sus grandes ojos negros se cruzaban con los míos. Sin embargo, acogía mis homenajes con cierta simpatía. Se dignaba reír de mis ocurrencias e interesarse por mis anécdotas. Una vaga complicidad parecía responder a la solicitud que yo le mostraba.
Solo un rival podía inquietarme: un joven bastante apuesto, elegante y reservado, cuya actitud taciturna parecía a veces agradarle más que mis maneras, más expuestas, de parisino.
Precisamente formaba parte del círculo de admiradores que rodeaba a miss Nelly cuando ella me interrogó. Estábamos en la cubierta, cómodamente instalados en mecedoras. La tormenta de la víspera había despejado el cielo. La hora era deliciosa.
-No sé nada concreto, señorita -le contesté-, pero ¿acaso no podemos llevar a cabo nuestra propia investigación, tan bien como lo haría el viejo Ganimard, enemigo personal de Arsène Lupin?
-¡Vaya, vaya, se atreve usted mucho!
-¿Y por qué? ¿Es tan complicado el problema?
-Muy complicado.
-Olvida usted los elementos de que disponemos para resolverlo.
-¿Qué elementos?
-1. Lupin se hace llamar señor R.
-Una pista algo vaga.
-2. Viaja solo.
-Si ese detalle le basta.
-3. Es rubio.
-¿Y bien?
-Entonces solo tenemos que consultar la lista de pasajeros y proceder por eliminación.
Llevaba la lista en el bolsillo. La saqué y la repasé.
-Observo primero que solo hay trece personas cuya inicial atrae nuestra atención.
-¿Solo trece?
-En primera clase, sí. De esos trece señores R., como pueden comprobar, nueve viajan acompañados de esposas, hijos o criados. Quedan cuatro personajes solos: el marqués de Raverdan.
-Secretario de embajada -interrumpió miss Nelly-, lo conozco.
-El mayor Rawson.
-Es mi tío -dijo alguien.
-El señor Rivolta.
-¡Presente! -exclamó uno de nosotros, un italiano cuyo rostro quedaba oculto bajo una barba negrísima.
Miss Nelly soltó una carcajada.
-El caballero no es precisamente rubio.
-Entonces -proseguí-, estamos obligados a concluir que el culpable es el último de la lista.
-¿Es decir?
-Es decir, el señor Rozaine. ¿Alguien conoce al señor Rozaine?
Nadie contestó. Pero miss Nelly, dirigiéndose al joven taciturno cuya asiduidad junto a ella me inquietaba, le dijo:
-Entonces, señor Rozaine, ¿no va usted a responder?
Todos volvimos la mirada hacia él. Era rubio.
Hay que reconocerlo: sentí un leve sobresalto en mi interior. Y el silencio incómodo que se abatió sobre nosotros me indicó que los demás también experimentaban aquella especie de ahogo. Era absurdo, pues nada en las maneras de aquel caballero permitía sospechar de él.
-¿Por qué no respondo? -dijo-. Porque, dado mi apellido, mi condición de viajero solitario y el color de mi pelo, ya he realizado una pesquisa parecida y he llegado a la misma conclusión. Así que opino que deberían arrestarme.
Tenía un aire extraño al pronunciar estas palabras. Sus labios, finos como dos trazos inflexibles, se afinaron aún más y palidecieron. Hilos de sangre surcaron sus ojos.
Ciertamente bromeaba. Sin embargo, su semblante y su actitud nos impresionaron. Ingenuamente, miss Nelly preguntó:
-¿Pero no tiene usted ninguna herida?
-Es verdad -respondió-, me falta la herida.
Con un gesto nervioso se subió el puño de la camisa y mostró su brazo. Pero enseguida se me ocurrió una idea. Mis ojos se cruzaron con los de miss Nelly: había mostrado el brazo izquierdo.
Y estaba a punto de señalarlo cuando un incidente desvió nuestra atención. Lady Jerland, la amiga de miss Nelly, llegó corriendo.
Estaba trastornada. Nos apresuramos a rodearla y, solo después de grandes esfuerzos, logró balbucear:
-¡Mis joyas, mis perlas!... ¡Se lo han llevado todo!...
No, no se lo habían llevado todo, como supimos más tarde; lo curioso era que habían escogido.
De la estrella de diamantes, del colgante de cabujones de rubí, de los collares y pulseras desgajados, habían sustraído no las piedras más grandes, sino las más finas, las más valiosas, aquellas que parecían tener más precio ocupando menos espacio. Las monturas yacían allí, sobre la mesa, despojadas de sus gemas como flores a las que hubieran arrancado los pétalos brillantes y coloridos.
Y para lograrlo, durante la hora en que lady Jerland tomaba el té, hubo que...