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Desconocidas
A veces sueño con tejidos. Un conjunto de estandartes iluminados por la luna reflejan ríos de color sobre el espejo de un lago. Metros de suave seda arrojados por unos aldeanos caen a la orilla de un río para sumarse a la corriente del agua, mientras la gente observa en silencio cómo la tela, rizada por las ondas, es arrastrada hacia el mar.
La mayoría de mis sueños, no obstante, tienen lugar en escenarios más prosaicos: un almacén desierto, una mohosa tienda benéfica en la que permanecen abandonados burros de ropa. Deslizo la mano sobre tejidos olvidados mucho tiempo atrás -crepé de China, raso duquesa, tul-, rozando con los nudillos una sarta de pedrería, alisando lánguidas tiras de flecos, acariciando el relieve de un encaje, tamborileando con los dedos la sucesión rítmica de unos plisados: pequeñas ruinas de gloria pasada, desechadas, despreciadas, de autoría desconocida.
Cuando despierto, siempre lo hago con una dolorosa punzada por la pérdida, más aguda de la que me provocarían los tejidos reales. Porque aquellos que toco en mis sueños nunca han existido. No hay esperanza de redescubrirlos.
Me encuentro en un tren que parte de París; los márgenes de la ciudad se despliegan formando una bella colcha de retales: es la Francia rural. Voy camino de Bayeux, donde su famoso tapiz se expone de forma permanente. Se trata de un raro superviviente del bordado medieval, considerado ahora una reliquia cultural digna de especial salvaguarda en el Registro de la Memoria del Mundo de la Unesco. Pero no siempre estuvo tan bien protegido. De hecho, pasó sus primeros quinientos años languideciendo en la oscuridad, pues su exhibición se limitaba a una salida anual en calidad de decoración eclesiástica durante la Fiesta de las Reliquias de la localidad, cuando durante unos pocos días quedaba extendido por la nave de la catedral para recordar a la congregación el triunfo del bien sobre el mal, la victoria normanda contra los ingleses.
El tapiz de Bayeux cuenta la historia de la batalla de Hastings, en 1066. Se trata de un bordado historiado con cincuenta y ocho escenas numeradas, plasmadas en tela de lino e hilo de lana, los materiales más sencillos. En el fondo es un cuento moral: advierte del coste de la traición. Cuenta cómo el inglés Harold rompió su juramento de fidelidad al normando Guillermo al usurpar el trono de Inglaterra, y cómo Guillermo respondió, se preparó para la guerra, venció al ejército de Harold y conquistó Inglaterra. El mal, enmendado; la arrogancia y la avaricia, castigadas.
Las imágenes del tapiz de Bayeux son parte integrante de nuestra cultura popular. Se ha convertido en una muestra emblemática de la vida medieval en Gran Bretaña, cuya narrativa a base de puntadas se reproduce en un sinfín de libros, tarjetas de felicitación y kits de bordado. Es adorado por los humoristas gráficos, quienes se divierten subrayando la incongruencia entre el bordado medieval y el agudo comentario contemporáneo. Todo esto ha hecho que goce de popularidad y un cierto afecto. Pero, aunque he leído mucho sobre él y he visto numerosas versiones impresas, solo conozco el tapiz de imagen individual en imagen individual. No soy consciente del impacto que tendrá cuando lo vea en su totalidad, no comprendo de verdad ni su escala ni su presencia tangible.
Al llegar a la estación de Bayeux, me decepciona que el Musée de la Tapisserie quede tan cerca. Solo hay una calle que cruzar, unos cientos de metros que caminar, un paseo sorteando las castañas de Indias caídas sobre un aparcamiento flanqueado de árboles para llegar a la entrada del museo. Me había esperado algo más cercano a un peregrinaje, un poco más de tiempo para saborear la travesía.
Compro la entrada y zigzagueo por un laberinto sorprendentemente largo de barricadas de cordón rojo que pone coto al enjambre de visitantes que recibe en temporada alta. El tapiz de Bayeux es un destino turístico popular que atrae a cerca de cuatrocientos mil visitantes al año. Incluso hoy, una fría mañana de octubre, hay cola. La chica del mostrador me entrega una audioguía y me explica las funciones clave, pero la verdad es que no la escucho. Soy como un galgo a la espera del pistoletazo de salida. Estoy lista para salir disparada.
Una sala larga y oscura parece iluminada por el resplandor lechoso de un río de tela que se extiende hasta donde alcanza la vista y luego regresa sobre sus pasos. Me olvido de la audioguía; este encuentro es entre el tapiz y yo, a solas. Quiero que mi guía sea él, que frene mis pasos o me anime a avanzar, que insista en descubrirlo a su propio ritmo.
El rumor de los audiocomentarios se entromete y, aunque soy capaz de aislarme de su babel de idiomas, no puedo evitar la banda sonora, la melodía de los cantores medievales cuyas voces me siguen en un vaivén continuo, un coro que acompaña mi deambular. Y es que el tapiz de Bayeux invita a vagar sin rumbo fijo. Camino a lo largo de sus orillas, sorprendida por la facilidad con que, dada su vastedad, me atrae a los detalles mínimos: el motivo de un cojín, el emblema de un escudo, el líquido derramado de una jarra.
Comienza a lo grande, con un ornamentado palacio con torreones y unos leones rugiendo en el margen inferior: un presagio simbólico de los reyes enfrentados. Eduardo, cuyo nombre aparece en grandes letras sobre su retrato bordado (quien pronto será el difunto rey de Inglaterra), instruye a su hijo Harold sobre su misión de paz en Normandía. Setenta metros más tarde, acaba de manera trágica: los márgenes están sembrados de muertos y la desoladora última imagen es la de un soldado inglés, desnudo y escondido, aferrando como única defensa la rama arrancada de un árbol.
Entre estas dos escenas se despliegan relatos de gentes que laboran y festejan, espías y armadores, cacerías y cosechas, nobles a caballo y arqueros muertos sin armadura, y de la masacre en el intenso fragor de la batalla. Su estrecho friso, de tan solo cincuenta centímetros de alto, separa las escenas con estilizados árboles centinela. Las orillas bordadas ofrecen un comentario satírico y emotivo que amplifica el significado y la connotación mediante una procesión de motivos simbólicos y breves situaciones de la vida cotidiana. El texto se desliza por la superficie en puntadas gruesas, dando testimonio de personajes y acontecimientos, y la historia visual se ve acentuada por momentos de viaje y aprendizaje: préstamos de las sagas nórdicas, imágenes copiadas de códices miniados, diseños tomados de esculturas griegas y romanas, e ilustraciones de algunas de las fábulas de Esopo, incluidas «El cuervo y la raposa» y «El lobo y el cordero». Esto no es una historia y ya. Es una serie compleja y multifacética de narrativas históricas, bíblicas, míticas y culturales, algunas de las cuales todavía podemos descifrar, aunque otras muchas se han perdido por completo. Ya no somos capaces de interpretar todos los dobles sentidos del tapiz, de resolver sus desafíos intelectuales o de captar todas las conexiones creativas entretejidas en sus hilos de colores.
El consenso general es que el tapiz fue diseñado por un hombre. Las vívidas ilustraciones de los preparativos para la guerra, los conocimientos plasmados en la representación de los caballos y la esmerada atención a las armas indican un origen masculino. Recientes investigaciones por parte del historiador Howard B. Clarke, del University College de Dublín, refuerzan esta hipótesis. Identifica al abad Scolland, que murió hacia 1087 y dirigió el scriptorium de códices miniados del monasterio de San Agustín, como el probable diseñador, pues muchas de las imágenes parecen dibujadas del natural o de memoria, y están muy vinculadas a lugares y personas relacionados con él. Se cree que el mandato partió del obispo Odo, hermanastro de Guillermo el Conquistador, aunque algunos estudiosos creen que la reina Edith, esposa del fallecido rey Eduardo, fue quien lo encargó, basándose en el precedente de una donación por parte de la viuda del conde inglés Byrhtnoth de una colgadura bordada que representaba sus logros, legada a la catedral de Ely en 991 d. C. Se cree que el tapiz lo elaboraron mujeres sajonas secuestradas en conventos ingleses tras la conquista. Es una hipótesis rebatida por quienes apoyan su origen normando y proponen que el tapiz se bordó en los talleres textiles del monasterio de Saint-Florent de Saumur, que el hilo empleado presenta similitudes con el fabricado en el país del Bessin, en Normandía, o que la reina Matilde, esposa de Guillermo el Conquistador, conocida por sus labores de aguja, fue su principal autora.
Lo que es irrefutable es que las bordadoras inglesas eran reputadas por su destreza en la Europa medieval del momento, una reputación alabada por Guillermo de Poitiers, capellán de Guillermo el Conquistador, quien señaló que «las mujeres de Inglaterra son muy hábiles con la aguja». Si, como suele creerse, el tapiz es obra de varias manos, la participación de mujeres de los conventos de Winchester, Canterbury y alrededores (había siete a menos de un día de camino) parece verosímil. Se sabe que algunas de ellas celebraron talleres de bordado fino con el respaldo de la Iglesia y la realeza. Una vez más, la hipótesis de que...
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