Schweitzer Fachinformationen
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Son las cuatro de la tarde del 3 de octubre de 1879 ... 37° marca el centígrado, y doscientas y pico de muertes acusa la fúnebre estadística de la última semana, siendo originadas en su mayor parte por una fiebre que los médicos llaman no sé cómo, ni me importa, pero que yo le doy el nombre de «fiebres termométricas», pues be observado que en casa donde un doctor «aplica» un termómetro, hay una baja en la vida, un pedazo de mármol menos en los talleres de Rodoreda, y una página más en los registros trienales de «Paco».
El «alquiler» de cualquiera de los cuartos de los tres pisos que tiene la «barriada» de mi respetable «señor don Francisco», exige un pago adelantado de tres años; si al cabo de ese tiempo no se renueva el inquilinato, se hace el desahucio a golpe de piqueta, sin que nadie tenga derecho a quejarse, puesto que el «casero», por «boca» de la «Gaceta», tiene la magnanimidad de conceder un plazo de veinte días.
¿Por qué se llamará «Paco» al campo-santo? Pregunta es esta a la que jamás han podido darme contestación.
Mientras hago estas observaciones, espanto los mosquitos, rompo el varillaje de un paypay y empapo de sudor dos pañuelos.
Ha pasado un cuarto de hora y el calor es insoportable.
Mi «bata», que para ser un completo caballero sólo le falta haber nacido en una cuna más alta, me alarga una carta, cuyo contenido me anuncia una espera en la visita de un amigo.
Del recibo de la carta al taconeo de mi amigo medió una hora larga, hora que no puedo datar en mi diario de trabajo, pues la despilfarré con la prodigalidad propia de un millonario, o de un escéptico de veinte años.
Mi amigo, que se anunció con un resoplido digno de mejores pulmones -pues el pobre no los tiene muy sanos- tomó sillón y alientos.
-¿Has recibido mi carta?
-Sí.
-¿Presumes a qué vengo?
-No.
-Pues vamos al grano. ¿Quieres acompañarme a un viaje?
-¿Por mar o por tierra?
-Por mar.
-Pero ¡hombre! tú estás empecatado. Es la época de los baguios. «El Comercio» no duerme por observar las burbujas del Pasig, «La Oceanía» mira de reojo a su vecino de enfrente, y el «Diario» profetiza, por boca de no sé quién, que el tifón está poco menos que soplando en los aldabones de la puerta de Santa Lucía, y piensas en viajitos por mar. Vaya, vaya, tú estas malo y tratas de contagiarme.
-Pero, en fin, ¿me acompañas o no?
-Te lo diré cuando contestes a varias preguntas:
¿Adonde vamos, o mejor dicho,
adonde piensas que vayamos?
-Vamos -dijo mi amigo con todo el entusiasmo de un «touriste» de pura raza- a la cuna del «abacá», a la tierra de los volcanes, a dormir dos noches a la falda del Mayon, a pisar la boca de su cráter, a ser posible; a Albay, en fin.
-¿Quién manda el vapor? Pues presumo no pensarás en barco de vela.
-El barco se llama «Sorsogon» y lo manda X. Conque ¿te decides o no?
-Te repito que cuando contestes a todas mis preguntas lo haré a la tuya. Deseo saber de dónde es el capitán, su edad, estado, carácter, circunstancias de su mujer, sí es casado, si tiene suegra, hijos, fortuna y...
-Quién es el sastre que lo viste y qué come, ¿no es verdad? Ni que esto fuera una oficina de policía o una expendeduría de pasaportes. Ya estoy acostumbrado a tus genialidades, y como quiera que conozco perfectamente al capitán, puedo decirte es andaluz, joven, de buen humor, casado, su mujer es guapa y lo hace completamente feliz; tiene un chiquitín muy mono, algunos miles de pesos y no conoció a su suegra.
-¿Cuándo sale el vapor?
-El sábado cinco a las nueve de la mañana.
-¡Quico! -grité a mi criado-. Ten todo listo para embarcarnos el sábado de madrugada.
-¿Luego vienes? ¿Luego no tienes miedo a los baguios?
-¡Baguios! Baguios montando un buen barco mandado por un capitán inteligente, y por ende andaluz y joven, y rico, y con mujer guapa, y con hijos, y feliz, y sin suegra, no hay temor; yo no tengo nada de eso, su vida responde de la mía, de modo que «él cuidado»; por otra parte, me seduce este viaje, pues estoy aburrido de Manila y deseo conocer los pueblos bicoles. Toca esos cinco, y hasta el sábado a bordo del «Sorsogon».
Mi amigo se marchó, yo me vestí y...
Han pasado dos días. Son las siete de la mañana y nos encontramos sobre la cubierta del «Sorsogon». Un prolongado silbido pone en movimiento cadenas, cuerdas y motones.
El complemento de la humana actividad, lo representa el acto de levar un barco. Todo se mueve, todo cruje, todo rechina. El ancla desgarra con sus dientes el lecho de algas en que ha dormido, el carbón chisporrotea en las parrillas dando aliento a los pulmones de acero de la caldera, los engranajes se ajustan, las dobles poleas hacen alarde de su potencia, las burdas, cabos y calabrotes, prueban su elasticidad, las cadenas hieren la cubierta, y en medio de toda aquella vida y de aquel movimiento en que nada está quieto, el barco se columpia libre de toda traba, combinando las palas de la hélice en el fondo de las aguas espirales remolinos que llevan a la superficie entrelazadas ondulaciones en las que se tejen las filigranas de espuma que deja en pos de sí la bullente estela.
El «Sorsogon», que obedece las riendas de su timón con una precisión matemática, dobla el malecón del Sur plegando su bandera de saludos, con la que ha dado un cariñoso adiós al «Marqués del Duero», una de las más hermosas naves de la Marina española.
De la bandera que saluda en lo alto de un trinquete a la que flamea en lo elevado de un muro, encuentro la misma diferencia que en el pañuelo que absorbe una lágrima al que reprime una sonrisa. El muro acusa confianza, su enseña define una patria; la nave indica un peligro, su bandera constantemente escribe en sus pliegues un desconsolador adiós de despedida. El primero, es la quietud, la segunda, el errante viajero que termina sus días o en la inhospitalaria playa que sepulta sus despojos, o en las embravecidas ondas que en vertiginoso remolino lo llevan a dormir el sueño eterno a sus misteriosos lechos de coral...
El «Sorsogon» navega a toda máquina por la extensa bahía.
Manila se achica, se contrae, se confunde, y por último, al aclararse las costas de Cavite, sólo una faja de bruma señala en el horizonte el lugar de partida. Después, sólo el anteojo percibe cual blanca gaviota posada sobre un copo de espuma, el torreón del faro: más tarde, la espuma se funde en el Océano, la gaviota desaparece en los mundos de la luz, la bruma se disuelve en los cielos, y al borrarse en la retina la última línea de la ciudad murada, se abre un nuevo registro en los misterios de los recuerdos.
A la banda de babor tenemos las costas de Naig; a estribor las agrestes sierras de Bataan, y a proa la isla del Corregidor.
Once campanadas resonaron en la cámara, y tres golpes fueron picados en la campana del castillo de proa.
El almuerzo estaba servido.
La presentación oficial a bordo se hace siempre en la primera comida. Al tomar posesión de un barco, cada cual se ocupa en arreglar su camarote, y en los pequeños detalles que trae en pos de sí la instalación en un nuevo domicilio, por más que esté reducido a un cajón de dos metros en cuadro.
En la primera comida a bordo no se descuida ningún perfil por parte de los viajeros. Luego más tarde entra la confianza y con ella el desaliño; pero lo que es la entrada primera en el comedor de un barco es irreprochable. «Ellas» se rodean de todos los pequeños detalles de la coquetería, estrenando, por supuesto, el indispensable traje de viaje. Antes de ponerse en marcha tienen que anunciarlo a las amigas, y al anunciarlo es preciso enseñar unas cuantas varas de tela cortadas y cosidas con arreglo al último figurín. El traje de viaje es tan indispensable como el de boda. Decir a una joven o vieja que «encienda» la antorcha de himeneo sin recubrir previamente su cuerpo con trapos nuevos y de seguro no da «chispas»: anunciarle un viajito, que tenga siquiera un trayecto de una veintena de millas y no le presentéis antes un muestrario, y no hay viaje posible. Para una mujer «en viaje», su verdadero pasaporte es una factura pagada o no pagada de una tienda de modas.
Parapetado tras una tripuda botella de lo tinto, y haciendo boca con media libra de salchichón, esperaba pasar una escrupulosa revista a cuanto se pusiese al alcance de mi vista.
Puesto que entre personas de tono, lo primero es la presentación, voy a ir presentando a mis bellas lectoras, y digo lectoras porque ellas son siempre más curiosas que ellos, los bocetos de mis compañeros a bordo. Seis blancas servilletas oprimidas en otros tantos aros de marfil, se ven sobre la mesa. Tres son las desconocidas o desconocidos que me toca bosquejar, pues en cuanto al capitán y a mi amigo, ya los han visto ustedes, siquiera haya sido a la ligera. En el boceto del...
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