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Prólogo. Hechos para la alegría
Hoy el nihilismo va ganando terreno sin que nos demos cuenta. Esta falta de sentido que nos acecha constantemente, desenfoca la realidad y lo desintegra todo, tanto que ni siquiera lo más querido parece resistir el embate del tiempo. No se puede desafiar este vacío con unas palabras. No lo derrotará una batalla dialéctica, como tampoco acabaremos con él mediante razonamientos o discursos. Necesitamos algo bien distinto.
Solo el ser, o sea, algo real, puede desafiar a la nada. Cada uno de nosotros lo experimenta cada mañana. Basta con que miremos qué es lo que prevalece cuando nos despertamos. Allí reconocemos cuál es el recurso del que disponemos para enfrentarnos a la nada: algo real que se nos impone nada más abrir los ojos, cuando estamos todavía desarmados delante de la jornada que nos espera.
Sorprende comprobar una vez más cómo Giussani, anticipándose a los tiempos, haya captado el drama de nuestra época. Su capacidad de interceptar el punto en el que encallamos todos le permitió asumir el reto en primera persona y, por tanto, dar testimonio de lo que él ha comprobado. Lo que prevalece en él es lo que nos comunica a todos.
En 1992 afirma que hay un antecedente del que deberíamos partir cada mañana, antes de liarnos con la fatiga cotidiana del vivir. «La Misa nos recuerda esta gran premisa (.) siempre que la Iglesia nos reúne de nuevo (.): 'En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo'; cosa que para nosotros significa, ante todo y en última instancia, afirmar el misterio del Ser, el Misterio del que provenimos» (ver aquí p. 90).
Este punto de partida, que debería resultarnos familiar a los cristianos, aunque solo sea por las muchas veces que lo hemos repetido, no es en absoluto obvio. Nos lo recuerda Benedicto XVI: «De hecho, (.) Dios siempre se da por sentado como un asunto de rutina, pero en lo concreto uno no se relaciona con Él. El tema de Dios parece tan irreal, tan expulsado de lo que nos preocupa y, sin embargo, todo se convierte en algo distinto si no se presupone, sino que se presenta a Dios. No dejándolo atrás como un marco, sino reconociéndolo como el centro de nuestros pensamientos, palabras y acciones»1.
Dar por descontadas las cosas es nuestro verdadero drama. Lo damos todo por supuesto, entonces personas y hechos ya no nos dicen nada, están ahí mudos delante de nosotros. El motivo profundo por el que lo damos por descontado es que para nosotros Dios es algo «irreal», «expulsado de lo que nos preocupa».
Para comprobar cómo cambia la vida, deberíamos tener el coraje de verificar qué pasa, en cambio, cuando vivimos sin darlo por sentado, como subraya Benedicto XVI, siguiendo la advertencia de H. U. von Balthasar: «¡No presuponga a Dios (.), preséntelo!»2.
Pero el que puede tomar en consideración esta advertencia es alguien a quien le apremia la verdad de sí mismo, el cumplimiento de sí, la plenitud de su vida. Solo para quienes no se conforman con la nada que penetra en los pliegues de lo cotidiano, y no se rinde a la inevitable confusión, solo para quien no está dispuesto a sucumbir a la tentación del escepticismo, la realidad pierde su rostro plano -que damos por descontado hasta lindar con el aburrimiento y el desprecio de nosotros mismos- y se muestra como una novedad continua y prometedora.
Nosotros llegamos a conocer este antecedente a través de una historia. «El destino -es decir, el Dios misterioso, el misterio al que llamamos Dios- se revela, esto es, habla, se da a conocer de modo definitivo a través de la elección de un pueblo. (.) Dios elige a un pueblo nacido de Abrahán et semini eius, y de su semilla, de sus descendientes; el destino escoge un pueblo porque, a través de él y de su historia, quiere hacernos comprender mejor qué es lo que quiere» (p. 95).
Es este el designio que el destino -Dios- pretende realizar: «Yo quiero la positividad de todo». Y lo hace «a través de una historia humana» (p. 96).
El pueblo nacido de Abrahán vive inmerso en esta positividad. Su existencia es un bien para todos, porque a través de Israel el Misterio hace presente en la historia su designio, destinado a alcanzar a todos los hombres: «Porque Dios no ha hecho la muerte, no se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera y las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo reina en la tierra. Porque la justicia es inmortal»3. Giussani comenta así estas palabras del libro de la Sabiduría: el hecho de que la vida sea positiva, que la realidad sea buena, que el destino quiera que todos experimenten una positividad, significa que «estamos hechos para la alegría. El corazón humano no puede percibir como verdaderamente correspondiente más que esta palabra. Antes, puede que haya todo un ejército de objeciones, desalientos, peros, noes, sin embargos, negaciones, pero nadie puede renegar completamente de esta palabra que expresa la naturaleza del corazón: gozo, alegría, felicidad» (p. 95). Quienquiera que conserve un mínimo de amor a sí mismo debe admitirlo: «Tuve cada vez más a menudo -me es penoso confesarlo- el deseo de ser amado. Por supuesto, un poco de reflexión me convencía cada vez de que este sueño era absurdo, la vida es limitada y el perdón imposible. Pero la reflexión era inútil, el deseo persistía; y debo confesar que persiste hasta la fecha»4. Todos nuestros razonamientos y nuestras heridas no pueden borrar del todo el deseo del corazón.
Pero, ¿cómo puede llegar a ser nuestra esta experiencia de alegría y positividad? ¿Qué se pide de nuestra parte? «Una disponibilidad total. ¿Y en qué consiste esta disponibilidad total? Ante todo, en que yo afirme amorosamente el ser y la realidad que acontece, sea esta vida o muerte, gozo o dolor, logro o fracaso. Amar es afirmar una presencia que se revela por medio de la realidad concreta en cada instante» (pp. 99, 100).
Giussani utiliza una imagen para darnos a entender bien su observación: «Al afirmar amorosamente la realidad, nos abandonamos confiados al Misterio como un niño en brazos de su madre. El niño es una afirmación amorosa de su madre, que está allí, presente en ese momento. El Misterio se hace presente en el instante: en él se oculta (.) la presencia del destino. No tenemos nada que defender frente al destino, porque de él lo recibimos todo» (p. 100).
Sin embargo, en lugar de estar totalmente disponibles para afirmar el ser como niños, nos rebelamos a menudo, porque el designio de Dios no coincide con el nuestro. La vida del hombre está marcada constantemente por este desgarro. Nos rebelamos porque las cosas no son como querríamos. Y la tomamos con Dios, culpable de no secundar nuestros proyectos; o bien concluimos que no hay nada que valga la pena.
Por lo tanto, si el gran antecedente del Misterio que hace todas las cosas es cierto, igualmente es cierto que «la palabra que define la condición humana mejor que ninguna otra es que nuestra existencia es 'pecadora'» (p. 103).
Esta constatación, que podría abocarnos a la desesperanza, se convierte para Giussani en un recurso sorprendente para caminar: «Si cada vez que nos reunimos, por cualquier motivo, tanto en familia como en comunidad, partiéramos de la conciencia de que somos pecadores, ¡qué distinto sería el modo de tratarnos, de tratar a la mujer, al marido, a los hijos, a los miembros de la comunidad y a los extraños! Casi nos obligaría a ser más buenos» (p. 103). Cambiaría el rostro de cualquier relación. Y cualquier ocasión se convertiría en una posibilidad de ser rescatados. De hecho, «el punto de partida para rescatar la sanidad de la vida -es paradójico- es la conciencia de ser pecadores, la conciencia del pecado. No es algo de curas; es algo de hombres, de criaturas de Dios, de corazones hechos para el infinito, para una felicidad sin término» (p. 24).
¡Qué experiencia debe haber tenido Giussani para desafiarnos en estos términos! «No podemos establecer una relación verdadera, no podemos salvar un acento de verdad en cualquier relación -con uno mismo, con los demás, ya sea cercanos o lejanos, e incluso con las cosas- sin tener, no digo instante tras instante, sino al menos en el trasfondo, la conciencia de ser pecadores. Quien no tiene en el trasfondo la conciencia de ser pecador carece de un acento de verdad en cualquier relación» (pp. 24, 25).
Lo que para nosotros es motivo de escándalo -nuestros errores, fracasos y fallos- se convierte en una ocasión para conquistar un bien mayor, porque sin la conciencia de nuestro mal no hay relación verdadera con nadie y con nada. Al respecto, el papa Francisco dice que «el lugar privilegiado del encuentro con Jesucristo es mi pecado. Gracias a este abrazo de misericordia»5, desde dentro de este abrazo de misericordia, podemos mirar a la cara el drama que se oculta en nuestro pecado: «La afirmación de uno mismo. En lugar de afirmar el ser -la realidad en toda su verdad, en su destino total, en su sentido exhaustivo-, nos determina el afán por afirmarnos a nosotros mismos» (p. 167).
Dicho de otro modo: «el pecado es poner la esperanza en un proyecto propio» (p. 129). ¡Cuántas veces sufrimos en nuestras carnes las consecuencias del intento que perseguimos de alcanzar nuestro destino, la felicidad, poniendo la esperanza en algo que proyectamos y construimos nosotros! Y así pasamos de una decepción a otra, cosa que nos hace cada vez más...
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