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PRÓLOGO. «CRISTO ES LA VIDA DE MI VIDA»
¿Qué es lo que determina la realidad histórica que estamos viviendo? El predominio de la ética sobre la ontología1. Giussani formula este juicio a finales de los años noventa. En su opinión, esto suponía la culminación de una trayectoria iniciada siglos antes con la era moderna y el avance del racionalismo, que plasmaron la actitud de la cultura y del Estado hacia el cristianismo y la Iglesia. A partir de entonces, la primacía de la ética sobre la ontología se va convirtiendo en un factor generalizado. A raíz de una separación y jerarquización del conocimiento científico-matemático y del conocimiento filosófico (y religioso), la concepción actual de la realidad y de la existencia está cada vez más determinada por el comportamiento, por ciertas «preferencias»: no por la razón, por la realidad tal y como se hace evidente en la experiencia, es decir, por la ontología, sino éticamente, por una conducta a partir de la cual se utiliza la razón2. «Y también la Iglesia, atacada por el racionalismo, ha subrayado la ética en su pastoral al pueblo y en su teología, dando por supuesta y casi obliterando su fuerza original, la ontología» (ver aquí, p. 22).
Sintiéndose en contraste con el Estado y con la forma cultural emergente, una gran parte de la Iglesia se ha decantado por lo que también otros -incluidos los detractores- podían entender o tenían que admitir, es decir, la ética fundamental, los valores morales. Se dejó prevalecer la ética, dejando en un segundo plano el contenido dogmático del cristianismo, su ontología, que es el anuncio de que Dios se hizo hombre y que este acontecimiento permanece en la historia a través de una realidad humana, la Iglesia, «cuerpo tangible de Cristo» (p. 152), formada por personas que documentan la plenitud que Jesucristo aporta a la vida de quienes lo reconocen y lo siguen. Por consiguiente, también la predicación en la Iglesia se ha centrado principalmente en referencias éticas: la forma en que se ha propuesto el cristianismo se ha vuelto una obligación más que un atractivo. Y cuando esto sucede, la fe pierde su razonabilidad y su capacidad para generar la vida del pueblo cristiano.
Parecía obvio y más fácil apelar a la moral católica para mantener el compromiso de la gente con la experiencia cristiana. No se consideró necesario ofrecer razones adecuadas para seguir a la Iglesia. Se pensó que sería suficiente insistir en algunas reglas básicas de comportamiento para inducir a los destinatarios a cumplirlas. De esta forma la Iglesia continuaría ejerciendo su función de faro moral. Mientras el ambiente cultural fue homogéneo y la Iglesia ocupó allí el papel de actor principal, la moral nacida en el cauce cristiano resistió, aun gozando de un consenso cada vez más débil. Pero a medida que el contexto social se volvió más heterogéneo y multicultural, todo cambió. Y el proceso de erosión sufrió una aceleración repentina. Me ha impresionado ver recientemente imágenes de iglesias transformadas en clubes nocturnos, cines, canchas de tenis y piscinas. Haberse enrocado en la defensa de principios morales -aunque sea una cosa justa- no aguantó ante la propagación de una mentalidad contraria, que se ha ido difundiendo cada vez más, imponiendo nuevos valores y nuevos derechos.
Al no proponerse en su ontología como un acontecimiento de vida capaz de corresponder al deseo profundo del hombre, el cristianismo, reducido a moral, ha perdido progresivamente su atractivo. Así que muchos de nuestros contemporáneos nacen y viven indiferentes al cristianismo y a la fe. Se instauró una suerte de falta de familiaridad con lo humano, debida a una ingenuidad «sobre lo que puede mover al hombre por encima de todo y en lo más íntimo»3: habiendo descuidado las necesidades humanas profundas -de verdad, belleza, justicia, felicidad-, la Iglesia apareció cada vez más distante de la vida, y la fe como algo últimamente incomprensible.
¿Cómo hemos llegado hasta este punto? Giussani da a esta pregunta una respuesta que ilumina tanto nuestro presente como nuestro pasado. El proceso empezó, dice, «sin que nadie se diera cuenta», a partir de «una separación del sentido de la vida de la experiencia». Dios se concibe como algo separado de la experiencia, como algo que no tiene ninguna influencia en la vida. «El sentido de la vida ya no tiene ninguna relación, o difícilmente se puede definir su relación, con el momento de la existencia que uno está atravesando». Pero esto depende -aquí Giussani da un paso crucial- de algo que ya ha ocurrido antes: «El meollo de la cuestión se esclarece en la lucha que se desata acerca del modo de entender la relación que hay entre razón y experiencia» (p. 70). En la raíz de ese divorcio, de esa separación entre Dios y la experiencia, hay una reducción, de carácter cognitivo, en la forma de concebir la relación entre razón y experiencia.
¿Qué entiende Giussani por experiencia? «La experiencia es el emerger de la realidad ante la conciencia del hombre, el transparentarse de la realidad ante la mirada humana. Así, la realidad es algo con lo que nos topamos, es un dato, y la razón es ese nivel de la creación en el que esta se hace consciente de sí». Por tanto, es en la experiencia donde la realidad se manifiesta y se revela como algo dado, no producido por nosotros, que remite a otra cosa como su origen último. Y la razón es la mirada ante la que ocurre esa revelación, es el nivel de realidad en el que la realidad se da cuenta de sí misma como proveniente de otra cosa. Giussani observa: «Confirmando el malestar que sentíamos, Jean Guitton nos ha confortado en nuestra postura acerca del nexo adecuado entre la razón y la vida, cuando afirma que "'razonable' es someter la razón a la experiencia"» (pp. 70-71). ¿Por qué sería razonable este acto de sumisión? Porque si la experiencia es la transparencia de la realidad, la razón está al servicio de esa transparencia, es su herramienta.
Llegados aquí, no es de extrañar el paso ulterior de Giussani. «Para defender la verdad de Dios y la necesidad de que el hombre conciba la vida como Suya y que, por consiguiente, tienda a agradar en todo a este supremo creador y hacedor de todo lo que existe, es preciso ante todo retomar cordialmente la palabra 'razón'» (p. 71). De hecho, si «se usa mal» la razón, si se la concibe como «medida» de la realidad, se compromete todo el dinamismo del conocimiento del hombre, toda su aventura humana.
«Si la razón se traduce en 'medida' de la realidad -y esto implica siempre usar la razón como prejuicio (.)-, se producen tres posibles graves reducciones que influyen en todo el comportamiento humano» (p. 71). Estas no se refieren solo al pasado, sino que afectan a nuestra actitud en el presente. Veámoslas.
a) «Primera reducción -voy a describir el origen del aspecto dramático y contradictorio de nuestro comportamiento-: en lugar de un acontecimiento, la ideología». ¿Qué implica esta alternativa? El hombre puede relacionarse con la realidad con una iniciativa movida por lo que sucede, por lo que percibe en sí mismo por el impacto que le provoca, o con una iniciativa que oscurece, que tiende a prevaricar sobre lo que sucede, obedeciendo «a algo que le es ajeno, que no nace, no brota de un modo suyo de reaccionar ante lo que encuentra y en lo que se sumerge, sino de prejuicios». El punto de partida se convierte entonces en «una determinada impresión y valoración de las cosas, una determinada postura que se asume 'antes' de afrontar las cosas, sobre todo, antes de juzgarlas». Supongamos, ejemplifica Giussani, que se produzca un desastre ferroviario o en una mina: «la manera de afrontar estos hechos que interpelan al hombre [tenderá] a no nacer del impacto humano, de lo que el hombre, en cuanto hombre, siente ante esos sucesos». Es como si en su juicio sobre los hechos se interpusiera un discurso ya escuchado, un prejuicio: «se parte de un prejuicio, de tal modo que el periódico de los republicanos o el de los liberales se expresará en cierto tono, y el periódico del partido en el gobierno dará otra versión. Y el prejuicio -es decir, el punto del que se parte al moverse-, para pasar a la historia, para vencer el tiempo, para abrirse camino entre los pensamientos de la gente y los juicios de la sociedad, tiene que desarrollarse. Y se desarrolla mediante la lógica de un discurso que se convierte en ideología. Se llama ideología a la lógica de un discurso que parte de un prejuicio y pretende sostenerlo e imponerlo» (pp. 72-73).
Esta es la lucha que cada uno de nosotros emprende, con mayor o menor conciencia, todos los días. También el cristiano vive, como todos los demás, en este contexto histórico, y no puede escapar a esta alternativa ni sustraerse a esta lucha: «Nuestra vida cristiana, nuestra fe y nuestra moral concreta, todo nuestro planteamiento de la vida puede estar determinado por las ideologías de moda o bien por los hechos, por la supremacía de lo que existe, por las cosas tal y como suceden, por los hechos que nos encontramos y ante los que reaccionamos de una determinada manera, por hechos: hechos que son acontecimientos» (p. 73). Como cuando nace un niño: se impone a la vista de todos con la fuerza desarmada de su misma presencia. No estaba allí antes y ahora lo está. De hecho, es un acontecimiento.
Pero, ¿cómo es posible, de manera estable, como tensión continua, vivir una relación plena con la realidad determinada «por la supremacía [...]...
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