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Capítulo primero
El acontecimiento cristiano como encuentro
1. Andrés y Juan
El cristianismo es el anuncio de que Dios se ha hecho hombre, nacido de mujer, en un determinado lugar y en un momento determinado del tiempo. El Misterio que está en la raíz de todas las cosas ha querido dejarse conocer por el hombre12. Es un Hecho acontecido en la historia, la irrupción en el tiempo y en el espacio de una Presencia humana excepcional. Dios se ha dado a conocer desvelándose, tomando Él la iniciativa de situarse como un factor de la experiencia humana, en un instante decisivo para la vida entera del mundo.
«Tras cuarenta días de ayuno y contemplación, he aquí que vuelve al lugar del bautismo. Sabía de antemano para qué clase de encuentro: '¡El Cordero de Dios!', dice el profeta al verle acercarse (y ciertamente en voz baja...). Esta vez dos de sus discípulos estaban con él. Miraron a Jesús, y esa mirada bastó: le siguieron hasta el lugar donde vivía. Uno de los dos era Andrés, el hermano de Simón; el otro era Juan, hijo de Zebedeo: 'Jesús, tras haberle mirado, le amó...'. Lo que está escrito en torno al joven rico, que tenía que alejarse entristecido, aquí se sobrentiende. ¿Qué hizo Jesús para retenerles? 'Viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Y ellos respondieron: Rabí, ¿dónde vives? Él les dijo: Venid y lo veréis. Ellos fueron y vieron dónde vivía, y permanecieron junto a él aquel día. Era alrededor de la hora décima'»13.
Así recoge François Mauriac, en su Vida de Jesús, el primer brote de esa presencia como «problema» que repercute de forma definitiva en la historia.
El capítulo primero del evangelio de san Juan es la primera página literaria que habla de ello. Además del anuncio explícito -«El Verbo se ha hecho carne»14, aquello de lo que está constituida toda la realidad se ha hecho hombre-, ese capítulo contiene la memoria de los dos primeros que le siguieron. Uno de ellos, años después, puso por escrito las impresiones y los rasgos del primer momento en que sucedió el hecho. Él lee en su memoria los apuntes que quedaban en ella15. Todo el capítulo de san Juan, después del prólogo (vv. 1-18), es una secuencia de frases que son precisamente apuntes de memoria. En efecto, la memoria no tiene como ley una continuidad sin espacios, como ocurre por ejemplo en una creación de la imaginación; la memoria literalmente «toma apuntes», una nota, una línea, un punto, de modo que una frase recubre muchas cosas, y la frase siguiente parte después de las muchas cosas supuestas por la primera. Más que decirse, las cosas se suponen; solamente se dicen algunas como puntos de referencia.
«Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice...»16. Imaginemos la escena. Después de ciento cincuenta años de espera, finalmente el pueblo hebreo, que, a lo largo de toda su historia, desde hacía mil años, siempre había tenido profetas, tiene de nuevo un profeta: Juan Bautista. Otros escritos de la Antigüedad hablan de él también; está documentado históricamente. Así pues, finalmente vino Juan, llamado «el bautizador». Vivía de una manera que sorprendía a todos. La gente, desde los fariseos hasta el último campesino, dejaba su casa para ir a oírle hablar por lo menos una vez. Todos -ricos y pobres, publicanos y fariseos, amigos y contrarios, desde Galilea y desde Judea- iban a escucharle17 y a ver la manera en que vivía, más allá del Jordán, en tierra desierta, alimentándose de saltamontes y de hierbas salvajes. Juan tenía siempre un corro de personas alrededor. Entre esas personas también estaban aquel día dos que se encontraban allí por primera vez. Venían del lago, que estaba bastante lejos, fuera del círculo de las ciudades importantes. Se trataba de dos pescadores de Galilea. Estaban allí como dos pueblerinos que vienen a la ciudad, desconcertados, mirando con sus ojos asombrados todo lo que veían a su alrededor y, sobre todo, a él. Le miraban con la boca y los ojos abiertos de par en par, y estaban quietos escuchándole atentísimos. De repente, uno del grupo, un joven que también había venido a escuchar al profeta, se aleja y toma el camino que discurría junto al río dirigiéndose hacia el norte. Y Juan Bautista, fijándose en él inmediatamente, grita: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»18. La gente no se movió. Estaban acostumbrados a oír de vez en cuando al profeta expresarse con frases extrañas, incomprensibles, sin nexo alguno, sin contexto, y por eso la mayoría de los presentes no hizo caso de ello. Pero aquellos dos que estaban allí por primera vez, que estaban pendientes de sus labios y seguían la mirada de sus ojos a todos los lugares a donde se dirigiese ésta, se dieron cuenta de que, mientras pronunciaba esa frase, estaba mirando fijamente a aquel individuo que se marchaba, y se pusieron a seguir sus pasos. Se mantuvieron a distancia por temor, por vergüenza, pero al mismo tiempo extrañamente, profundamente, oscuramente y sugestivamente llenos de curiosidad. «Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: '¿Qué buscáis?'. Ellos le contestaron: 'Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?'. Él les dijo: 'Venid y veréis'»19. «Ven y ve»: ésta es la fórmula cristiana, éste es el método cristiano. «Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima»20.
La narración no especifica más. Como hemos dicho, todo el pasaje, y también el siguiente, están hechos de apuntes: las frases terminan en un punto que da como por descontado que ya se saben muchas cosas. Se indica la hora -las cuatro de la tarde-, pero no se dice cuándo llegaron a su casa ni cuándo se marcharon. Y continúa el relato: «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón», que volvía de la playa, de pescar o de arreglar las redes de pesca, «y le dice: 'Hemos encontrado al Mesías'»21. No se añade nada, ninguna cita, ninguna documentación: ¡es algo perfectamente sabido, apuntes de cosas que todos conocen! Pocas páginas como éstas se pueden leer tan realistas y sencillamente veraces, donde no se añade ni una palabra de más a lo esencial, que había quedado grabado en la memoria.
¿Cómo pudo Andrés decirle a su hermano: «Hemos encontrado al Mesías»? Al hablar con ellos seguramente Jesús utilizó esta palabra que, por lo demás, era corriente en su vocabulario; en caso contrario hubiera sido imposible decir y aseverar tan de improviso que se trataba del Mesías. Es evidente que después de haber estado allí durante horas escuchando a aquel hombre, mirándole hablar -¿quién era el que hablaba así?, ¿qué otro hubiera hablado jamás de ese modo?, ¡nunca se había visto, nunca se había oído a nadie como él!-, dentro de su ánimo había brotado lentamente una precisa impresión: «Si no creo a este hombre ya no puedo creer a nadie, ni siquiera a mis propios ojos». No lo dijeron, y quizá tampoco lo pensaron, pero ciertamente lo sintieron. De modo que aquel hombre seguramente afirmó, entre otras cosas, que él era el Mesías, Aquel que tenía que venir. Pero esa afirmación excepcional había sido tan obvia que ellos la habían mantenido consigo mismos como si fuera algo simple, como si fuera una cosa fácil de comprender. ¡Y era una cosa simple!
«Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: 'Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas' (que se traduce: Pedro)»22. Los judíos solían cambiar el nombre de una persona para indicar su carácter o por algún hecho que le había sucedido. Imaginemos por un momento a Simón que va con su hermano, lleno de curiosidad y con algo de temor, y mira de frente al hombre ante quien le conducían. Ese hombre le está mirando fijamente desde lejos. Pensemos en el modo en que Jesús le miraba, penetrando hasta en el meollo de sus huesos, y observemos cómo comprendió su carácter: «Te llamarás Piedra». ¡Qué impresión tuvo que experimentar al verse mirado así por alguien absolutamente extraño para él, y sentir cómo captaba hasta lo más profundo de sí mismo!
«Al día siguiente, determinó Jesús salir para Galilea...»23.
Esta página está toda ella construida con estas breves notas y estos puntos en los que se da por descontado lo que había sucedido; se considera evidente y sabido de sobra por todos.
Excepcional y con una profunda simpatía humana
Pero ¿cómo pudieron esos dos primeros, Juan y Andrés (este último quizá estuviera casado y tenía hijos), ser conquistados tan rápidamente por él y reconocerle («Hemos encontrado al Mesías»)? Hay una desproporción aparente entre la forma extremadamente simple de lo ocurrido y la certeza que mostraron tener los dos. Por consiguiente, si aquello ocurrió de hecho, reconocer a aquel hombre -no detalladamente y hasta el fondo, pero sí quién era él en su valor único e incomparable («divino»)- tenía que ser fácil. ¿Por qué era fácil reconocerle? Por su excepcionalidad incomparable. Tenían ante sus ojos algo incomparablemente excepcional:...
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