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PRESENTACIÓN. Desde la España de ahora mismo
Para comprender lo que está ocurriendo en España habrá que empezar por reconocer que algo grave le está pasando a este hermoso país. Que nada tiene de normal ese empeño de nuestra patria en despojarse de su sentido histórico, de su voluntad de permanencia y de los valores sobre los que se ha ido constituyendo. No hablamos de simple indiferencia ni de mero error de diagnóstico sino de una actitud de reprobable despreocupación ante lo fundamental. Un talante que se compensa con alarmadas invocaciones a aquellos problemas contables que son señalados como los únicos que nos conciernen. No porque puedan resolverse sin salir de la política entendida como mera administración, sino porque se cree que esa modestia de oficina, de renuncia a la ambición de un gobierno nacional, es la única forma de abordar los asuntos que definen nuestra existencia social.
Incluso cuando se alude a alguna de las cuestiones diarias de nuestra agenda ciudadana, como la procaz exhibición del secesionismo catalán, nuestros dirigentes se acogen a un temario de urgencia institucional de manifiesta escasez. El golpismo separatista es mucho más un síntoma que el origen de nuestros problemas. Los sediciosos actúan al amparo de una realidad que explica tanto la aparición reciente de un masivo separatismo como la capacidad de fascinación y la impunidad de su discurso. No es el exceso de Estado que siempre denuncian los desvaríos independentistas sino la ausencia de España, como idea y proyecto nacional, la que nunca ha dejado de aprovechar el secesionismo.
Desde que Occidente empezó a despreciar la trama de los principios que lo identificaban, hemos sufrido una expropiación de nuestro carácter como españoles, que ha sido empobrecimiento previo y necesario para la catástrofe social, política y nacional que ha devastado nuestra cultura en los últimos diez años. La historia, nos lo recuerda Walter Benjamin, no es lo que suponemos sucedió en el pasado sino lo que brilla en un instante de peligro. Desde un momento de incertidumbre, resplandece también la conciencia de una civilización que supimos construir en los trances más sombríos del siglo XX. Una civilización que solo se respeta a sí misma porque valora el pensamiento, distingue la convicción del fanatismo y busca la verdad. La brutalidad y la extensión de la crisis han mostrado al hombre una desesperación que, al desnudarle de sus recursos materiales, le enfrenta a unas preguntas más hondas, que nunca podrá responder con los escasos dispositivos culturales que las últimas décadas han dejado en pie.
Cuentan que hundido en la cárcel donde aguardaba el patíbulo, rodeado por un silencio solo roto por los cerrojos y los pasos de sus carceleros, Tomás Moro respondió a su hija, que le exhortaba a claudicar, a darle la razón al rey para salvar la cabeza, que él cedería con mucho gusto, pues amaba la vida y también la buena mesa, pero «esta vez», añadía, «no puedo».
Durante las últimas décadas hemos rodado por una pendiente de desidia intelectual, de complaciente ignorancia, de feroz relativismo, de altanera deslealtad a nuestros principios. Se ha preferido el entretenimiento a la cultura, el placer al esfuerzo, la intensidad de momentos fugitivos a la tenacidad de una obra duradera. Y hemos acabado borrando el perfil de los valores en los que una nación necesita reconocerse ante el espejo de la civilización. No podemos esperar más. Es el momento de gritar: ¡hasta aquí hemos llegado! y de desandar el camino falso. Hay unas palabras de Paul Valéry que no debíamos olvidar cuando observamos el erial que la crisis global de Occidente ha dejado tras de sí: «la horrible facilidad de destruir».
Lo único atractivo de esta crisis es su carácter delator, que tarde o temprano habrá de encontrar una rectificación en nuestra cultura, porque nos explicará que su salvaje capacidad de destrucción ha sido estimulada por un tiempo en el que nuestra civilización se permitió un descanso. Por primera vez en muchos años, los hombres y las mujeres que hasta ahora se habían ahorrado cualquier problematización radical de su existencia en común, quieren saber lo que pasa. Tras un paréntesis de silencio, de presuntuosa ignorancia, de desprestigio del saber y de rechazo de todo conocimiento que no fuera una serie de habilidades técnicas, las personas exigen que se les ofrezcan los datos que permiten dar sentido a su vida.
La libertad; el patriotismo; la defensa de la familia; la educación al servicio de la igualdad de oportunidades; la propiedad y el trabajo como responsabilidades sociales destinadas al bien común; el auxilio a los humildes y la lucha contra la marginación; la tolerancia frente a quien discrepa; la exigencia del respeto a la dignidad de cada persona; el valor irrenunciable del cristianismo en la formación de nuestra cultura. Las ideas que se ha considerado inútil defender en estos años de insoportable trivialidad, los baluartes morales entregados sin lucha, deben volver a identificarnos a quienes, como católicos, disponemos de ideas y principios conducentes a la regeneración nacional.
No cabía esperar algo distinto, en un tiempo en el que la estética se ha convertido en gesto demagógico, y lo ejemplar se ha rebajado a la condición de mensaje publicitario. Pero la llegada de los socialistas al poder mediante una alevosa moción de censura y una raquítica minoría de escaños ha redoblado la capacidad de esperpento de la política en España. Y tenemos que seguir dando la razón al evangelista san Juan: todo comienza en el verbo, todo arranca de la palabra. También el desbarajuste doctrinal, la arrogancia impostada, el populismo desmelenado y la excitación iletrada de quienes se han venido arriba cuando se han visto en el gobierno.
Nosotros, los católicos, debemos combatir a todos aquellos que nos intentan colar su credo sectario comenzando por el desprecio del lenguaje, por su cautiverio en palabras sin sentido, por su manipulación miserable. Por no hablar de la batalla hembrista de nuestros osados gobernantes contra la Real Academia Española, enemiga de ese tipo de desdoblamiento de ciudadanos y ciudadanas, guarros y guarras -así nos insultó un gerifalte nacionalista vasco a los manifestantes del Foro de Ermua- difuntos y difuntas. Innecesario y artificioso desde el punto de vista lingüístico pues existe el masculino genérico, que es inclusivo y abarca los dos sexos.
Miguel de Unamuno se ríe al comienzo de su novela Niebla de quienes confunden género gramatical con sexo. Su protagonista, Augusto, sigue a una chica por la calle hasta su casa y pregunta cómo se llama. «Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco» contestó la portera. «¿Domingo? Será Dominga.» replicó Augusto. «No, señor, Domingo: Domingo es su primer apellido», insistió, segura, la cancerbera. A lo que el preguntador dogmatiza: «Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no ¿dónde está la concordancia?» Evidentemente es una humorada de un intelectual y lingüista vivencial como Unamuno, que aquí, profético, se está burlando de quienes no conocen la naturaleza asimétrica de la lengua y, prisioneros de la ideología de género y de su obsesión orweliana, la violentan.
Pocos podían suponer que la violencia más atroz contra los principios de una civilización se realizara precisamente usurpando el significado de las palabras, golpeándolas hasta dejarlas sin sentido. En un tiempo de exasperación, que arrancó de raíz nuestra conciencia social, los proyectos totalitarios se dotaron de su propio idioma, de un curioso lenguaje en el que la libertad, la democracia y la solidaridad designaron, paradójicamente, lo que siempre hemos tomado por esclavitud, tiranía o exclusión. Si uno de los más célebres castigos bíblicos consistió en que se multiplicaran las lenguas hasta impedir la comunicación entre los constructores de la torre de Babel, la mayor desgracia de nuestro tiempo ha sido que las palabras solo signifiquen lo que el poder desea.
En la conciencia de aquella tragedia de los totalitarismos triunfantes, los españoles reconstruyeron el camino de la dignidad del hombre y la libertad esencial sobre las que pudieron afirmar el carácter de un proyecto nacional propio y basado en valores universales. La Transición fue mucho más que la recuperación de las libertades constitucionales. Fue el regreso de España a un hilo moral conductor, la recuperación de un significado permanente que late en el fondo de su viaje en el tiempo, ese puñado de principios que permiten que una nación exista como idea y sentimiento en la razón y el corazón de la historia.
La tormenta en la que vive España desde hace unos cuantos años ha producido un desarme ideológico de tal magnitud que la sociedad se ha visto desprotegida ante la destrucción de todo lo hermoso que nuestra civilización había levantado, convertido ahora en tierra donde habita el olvido, mientras se rechaza el pensamiento crítico o la simple sensibilidad ante la belleza y la búsqueda de un sentido a la vida. Y hemos asistido al pillaje ejercido sobre un patrimonio que ni siquiera era nuestro sino una herencia fabricada con reverencial cuidado por generaciones de hombres y mujeres que no nos lo entregaron para que fuera echada a los escombros de lo que no importa. Hemos pasado, paradójicamente, del mundo en el que la inflamación de las ideas se convertía en un espacio de hipertrofia ideológica...
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