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La Iglesia avanzó durante siglos, y lo hizo de manera solemne a través de un amplio camino que poco a poco se ha ido estrechando y que en la actualidad no es más que un callejón sin salida.
Esta frase, puesta aquí al principio del libro, podrá parecerle irreal a más de uno; y ciertamente no es fácil captar su veracidad a simple vista, sobre todo para los cristianos que no estén muy acostumbrados a reflexionar sobre los problemas de la vida y de la fe ni a traducir las inequívocas señales de los tiempos. Sin embargo, este callejón sin salida en el que vemos a nuestra Iglesia se está convirtiendo para muchos cristianos de vanguardia en una verdadera obsesión al ver que, impulsada por la inercia y por la ceguera de muchos de los que la conducen -a pesar de las voces de alerta de algunos miembros de la jerarquía-, sigue avanzando ignorante de que no hay salida por el camino por el que discurre. La única salida es pararse a tiempo y dar marcha atrás. Pero, excepto en pequeñas minorías, no lo está haciendo.
Todo este libro no es más que un esfuerzo por hacer comprender a los cristianos de buena fe la realidad de esta afirmación, animarlos a que, en lo que esté en sus manos, frenen este avanzar ciego y ayuden a poner a la Iglesia, por lo menos a la Iglesia en la que ellos son ministros -sus familias, su trabajo, su ambiente-, en el camino recto.
Permítaseme poner al principio de él lo que el teólogo Hans Küng puso como epílogo al suyo Estructuras de la Iglesia:
Existió un tiempo en la historia de la Iglesia en que la finalidad de la teología consistió en mantener las estructuras de la Iglesia. Esta finalidad era necesaria. Hoy en día, la finalidad de la teología debería consistir en restituir a las estructuras originales el libre juego que las vicisitudes del tiempo han dejado en la penumbra y el olvido. Esto es también necesario. Hay libros que cierran la puerta a los problemas y hay libros que abren la puerta a los problemas. Cerrarles la puerta puede ser más consolador. Abrírsela es más fecundo y, por otra parte, más difícil, ya que quien no quiere atascarse ante un callejón sin salida no debe darse por satisfecho con gestiones rutinarias; a veces necesita emprender alguna cosa por cuenta propia, algo poco habitual y audaz a fin de lograr una feliz solución. Un esfuerzo semejante solo puede ser un intento y no está exento de peligro. Nadie se da más cumplida cuenta que quien ha conquistado su terreno palmo a palmo. Si solo se tratara de ciencia teológica, el envite no merecería la pena. La necesidad de la Iglesia en las exigencias del momento actual reclama, sin embargo, que de una manera prudente y consciente se le preste el servicio que tiene derecho a esperar de un teólogo.
Hans Küng, como buen teólogo, le ha prestado ese servicio a la Iglesia lanzando nueva luz sobre toda la estructura conciliar, y «abriendo la puerta a los problemas» -con generosidad, audacia y no sin peligros, como él mismo dice- al hacerle con libertad de espíritu ciertas observaciones al concilio y al dar en diversas ocasiones la voz de alarma ante posiciones falsas o callejones sin salida. Yo disto mucho de ser teólogo. Pero también es hora de que en la Iglesia dejen de tener voz únicamente los jerarcas y los teólogos. Es este uno de los graves errores que durante mucho tiempo hemos padecido. Yo quiero alzar mi voz, mi modesta voz de soldado de fila, de militante de base, de hombre de acción; una voz que representa a los miles de hombres y mujeres que, en la base del Pueblo de Dios, sin defender, ni interpretar, ni investigar, ni a veces comprender las estructuras, se limitan a padecerlas. Esas personas también tienen algo que decir en la Iglesia, ya que, consideradas en conjunto, son, después de Cristo, la parte más importante de la Iglesia. Si esta tiene derecho a exigir de un teólogo -y el teólogo tiene el deber de dárselo- el estudio de nuevas salidas a la luz de las Escrituras y de la sana tradición, también tiene derecho a exigir de un soldado de fila -y este el deber de dárselo- nuevas salidas a la luz del espíritu que se manifiesta con no menos fuerza en las almas de los fieles.
Eso pretendo hacer con toda modestia en este libro, que no será precisamente para abrir ni para cerrar puertas a ningún problema. Los problemas ya hace tiempo que han entrado en la Iglesia. Pretendo proyectar un poco de luz sobre ciertos problemas prácticos, para hacer resaltar un poco más su deformidad y para que al verlos más claramente se decidan a ponerle remedio aquellos en cuyas manos está. Y ojalá que, en algún caso, puedan ayudar mis pobres reflexiones a que por lo menos alguien, aunque solo sea de forma privada, encuentre algún principio de solución.
El teólogo parte de la reflexión basada en la historia y en las Escrituras; yo he partido también de la reflexión, pero basada en la acción y en la agonía que siempre ha supuesto, y especialmente supone en estos tiempos, extender y hacer vivir el mensaje del Evangelio en el mundo. Esa resistencia sorda, tan humana por otra parte, que uno encuentra en los corazones de las personas, y esa inflexibilidad y dureza granítica que se encuentra en ciertas estructuras eclesiales o sociales, lo hace a uno pararse a reflexionar para ver qué es lo que no está funcionando bien.
Esta misma actitud de reflexión es la que ha tenido la Iglesia en el concilio Vaticano II. Por primera vez en la historia, un concilio ha enfocado toda la problemática mundial y se ha echado sobre sus hombros la angustia de los tiempos por los que atraviesa la humanidad. El concilio, en algunos de sus más importantes documentos, ha puesto el dedo en algunas llagas que, hasta ahora, como en la parábola del samaritano, habían sido ignoradas, con el pretexto de tener que hablar de otros «problemas teológicos» de mayor importancia. Y la Iglesia jerárquica en pleno, al aprobar ciertos decretos, ha sentido por fin en sus manos, de manera oficial, la sangre y el pus de las llagas de este mundo. Los padres conciliares han hecho bajar la mente de la Iglesia de aquellas alturas olímpicas en las que durante los primeros siglos discutió sobre la persona, las naturalezas de Cristo y todas las demás disputas cristológicas y de aquellas otras no menos abstrusas sobre la gracia y la justificación del concilio de Trento, hasta los problemas no tan «teológicos» pero sí mucho más humanos de la superpoblación, del hambre, de la emigración, del coloniaje y de la injusticia social.
Sin embargo, para mí el valor del concilio no estuvo tanto en las cosas que me dijo sino en el hecho de que me despertó de una especie de sueño; me despertó a la realidad de que se podía pensar fuera del estrecho marco escolástico de la teología tradicional en el que fui formado, de manera rígida y, en muchos aspectos, del todo inadecuada para nuestros tiempos. Mi mente, desde entonces, comenzó a expandirse y a vislumbrar nuevos horizontes.
Han pasado unos cuantos años ya desde el comienzo del concilio. Lógicamente uno debería creer que el panorama, a estas alturas, habría cambiado bastante en la Iglesia. Pero por desgracia, no es así. En una mirada global, la Iglesia oficial sigue todavía avanzando por el callejón sin salida en que está metida. El panorama en las reuniones internacionales y en ciertas revistas especializadas sí está cambiando de forma notable -lo mismo que ciertas innovaciones, practicadas casi siempre «al margen de la ley» por cristianos desesperados al ver que las cosas no cambian-, pero en la mayoría de las diócesis y parroquias el panorama «oficial» sigue siendo tan cerrado como antes. La barca de Pedro está anclada. Nuestros patrones de conducta, nuestra moral, nuestra concepción de Iglesia, toda nuestra estructura eclesial, es, prácticamente, la misma de principios de siglo y, en muchos aspectos, la misma de hace varios siglos. Nuestro catecismo está empezando a cambiar, pero únicamente en las mentes de los técnicos y de los que se han preocupado por este campo particular. Pero en las mentes de la inmensa mayoría del laicado y del clero, tal como lo reflejan las predicaciones dominicales, nuestro catecismo, nuestro dogma, nuestras creencias y su expresión, son exactamente las mismas que eran hace varios siglos.
Hace bastantes años, gracias a la Juventud Obrera Cristiana (J. O. C.) y gracias a aquel carismático hombre, hijo de un minero llamado José Cardijn, pude comprender un poco mejor lo que era la verdadera Iglesia; pude entrever todo aquel espíritu que luego floreció abiertamente en el concilio Vaticano II. Y hace quince años que estoy tratando, con todas mis fuerzas, de extender y dar a conocer este mismo espíritu entre mis hermanos. Sin embargo, después de todo este tiempo, tengo la amarga impresión de que he estado hablándole a una pared, de que he estado predicando en el desierto. Todas estas ideas encuentran una sorda resistencia, a veces francamente abierta. Al cabo de años de tratar inútilmente de penetrar las existentes estructuras y viendo cómo lo poco que se sigue edificando se construye sobre los mismos carcomidos cimientos, uno comienza a sentir el cansancio, un desánimo profundo que le nace en el corazón, al ver que la Iglesia va dejando de ser la luz del mundo y la sal de la Tierra. Y de seguir así, en nuestra sociedad al menos, dentro de unos años la Iglesia será pisada por las personas «como una sal que perdió su sabor»1.
He llegado a la conclusión de que hace falta un movimiento violento. Cuando queremos despertar a alguien que duerme profundamente, hay que sacudirlo con fuerza. Y si acecha algún peligro, habrá incluso que llegar a algo...
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