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-Calipseas. Islas Calipseas. Archipiélago de las islas Calipseas. Malta, Gozo, Comino, Cominotto, Ogigia, islas de San Pablo, Isla Manoel, Filfla, Filfoletta, Roca del Ganeral.
-¿Quizá alguna más?
-No, no hay más. Malta, Gozo, Comino, Cominotto, Ogigia, islas de San Pablo, Isla Manoel, Filfla, Filfoletta, Roca del Ganeral, y algunos escollos que se pierden entre las olas, siempre así, dudando entre ser bajíos disfrazados de islas o islas disfrazadas de bajíos. Desde el punto de vista de las islas supone una gran diferencia.
Le acababa de preguntar al Pilota sobre sus años en las islas maltesas y él contestó al instante, sin levantar la vista de la labor de remiendo del trasmallo que algo, quizá un enorme atún rojo, había estado a punto de destrozarle. Los pescadores de San Fruttuoso lo llamaban el Pilota porque de todos era sabido que había desempeñado en el puerto de Génova ese oficio, el de práctico o «piloto navegante». Durante años había sali do a mar abierto en la embarcación reglamentaria, todo lo más media milla, para trepar por la borda de petroleros, de buques de carga o de pasajeros que conducía hasta ponerlos a salvo en el atracadero. Lo hacía en los días de macaia,1 con las tramontanas que arrastran el mar hacia Córcega, y también cuando soplaba el lebeche y le tocaba jugarse el pellejo sobre la cresta de las olas. En una ocasión, sin embargo, en un día cristalino de enero, alguien lo oyó decir que «tiempo atrás» había estado en las islas de «todos» los mares.
-Aunque siempre he pensado que la más inalcanzable, tanto para los marineros como para la mente, es la isla de Filfla.
Dejó caer las manos sobre las rodillas y me observó durante un segundo, para acto seguido mirar al frente.
-Filfla es una palabra maltesa, traducción de otra, árabe, que significa «pimienta». Porque en efecto, vista desde el cielo, como muchos aviadores la han divisado, Filfla es como un grano de pimienta negra sobre la superficie del mar. Resulta del todo inútil para los hombres, que en realidad desconocen su historia.
»El único destino de Filfla parece ser el de proclamar su presencia más allá de los años y los naufragios. Es como si le repitiese a cada generación: «Yo soy». Y eso es precisamente lo que la hace temible para los seres perecederos: su persistencia, que es espeluznante, porque está exenta de sentido, promesas o esperanza.
»Queda, conviene decirlo, queda a unas tres millas al suroeste de Malta. Como una baliza entre Sicilia y África, mitad de una y mitad de la otra. Mide unos setecientos metros de largo, dos hectáreas y media de una nada dispuesta entre el cielo y el agua, porque sus acantilados se elevan más de sesenta metros sobre el nivel del mar. Es más: vista desde cualquier punto de la rosa de los vientos, Filfla se nos antoja un mero acantilado de roca calcárea, y poco más. Un arrecife sin traspaís, sin atracaderos y sin escrúpulos. Bajo esos sesenta metros de precipicio no hay más que peñas o rocas que parecen fragmentos gigantescos del macizo mayor, como si una mano enorme hubiera querido desmenuzar la isla. Heraldos de lo peor. Para los marineros, un acantilado escarpado es siempre lo contrario de tierra firme, puro peligro, pura amenaza de muerte, esa última ola de piedra que sepultará el barco en las profundidades del abismo. Porque de Filfla no llegará ayuda alguna. De Filfla no zarpará ningún práctico. Como cualquier elemento de la naturaleza, Filfla sólo es capaz de ser. De ser y perdurar.
»Los marineros llevan miles de años reuniéndose en las islas Calipseas, desde los tiempos en que los hombres no se ocupaban de Dios, sino que era Dios quien se ocupaba de ellos. Quizá por eso cuenta una leyenda de aquellos mares que en Malta existió un pueblo de gente corriente y felizmente malvada. Dicha leyenda no aclara el porqué ni el cómo de la malevolencia de aquellas gentes. De hecho, ni siquiera afirma que se hubieran convertido en gente malvada. Se limita a afirmar que lo eran. Lo que nos induce a pensar en una época en la que el mal no era una adulteración de la bondad, sino más bien un ente irreductible que se bastaba a sí mismo. Aquellas gentes, por tanto, debían de ser un prototipo realmente aterrador.
»Sin motivo aparente, llegó Dios y hundió a hombres, mujeres y niños en el infierno. Y éstos, malvados por naturaleza, tocaron fondo con toda su perversidad, sin contrición alguna. Se mostraban indiferentes a las penas de los demás y no pocos de ellos disfrutaban secretamente de las propias. El Diablo no se paró en barras y llamó a filas a todos sus ejércitos, aunque a la postre se vio forzado a admitir que no podía hacer nada contra ellos. «Esto no era lo pactado -debió de pensar-, quién iba a imaginar que pudieran existir semejantes criaturas.» Dicho esto, el Diablo quiso dar al infierno otra oportunidad de formar parte de la creación, de modo que expulsó a los malvados de las tinieblas a la superficie del mar y creó para ellos una abrupta roca de la que no había huida posible: Filfla.
»Al parecer, la leyenda no ha dejado huella en la historia. Con toda seguridad, el pueblo de los filflenses se extinguió, o al menos eso cabe suponer. De hecho, dicha leyenda se nos antoja hoy una recreación fantasiosa de algún apócrifo redactor de sagradas escrituras. Pero hay algo más. Una verdad que, a través de la leyenda, la misma Filfla nos comunica. Como si nos confesase su incompatibilidad con el género humano.
»Mucho tiempo después de la época de los fil flenses -no sabemos ni el día ni el mes, pero sí el año: 1343- alguien propuso construir en Filfla una ermita. Conmovedor. Quizá fue un monje obstinado, o quién sabe si un cura sediento de proselitismo, o un místico decidido a hacerse despedazar santamente, o tal vez un marinero asustado que escapó, vete a saber cómo, de las olas. A lo mejor esa ermita era como un exvoto, como una oración de roca y cal, levantada y después abandonada. Lo cierto es que quien la alzó terminó por abandonar la inhóspita Filfla. O no, quizá murió allí, restituyendo al viento y a la sal primero el alma, luego sus carnes y finalmente los huesos, para acabar desvaneciéndose en los elementos. Años y años estuvo allí la pequeña ermita. Como un cascarón vacío, pero también como un vestigio. A Filfla todo eso debió de parecerle inaceptable. Con sus propios furores geológicos, que maduraron durante 513 años -también hay una fecha, el año 1856-, la isla destruyó la ermita mediante un terremoto, en un nuevo ajuste de cuentas con los humanos.
»Aunque eso no fue todo. En su afán por aplacar la inhóspita Filfla, los hombres, que no habían conseguido transformarla ni en un deseo ni en una cárcel (como les ha pasado a muchas islas), trataron de poseerla destruyéndola, de amarla aniquilándola, sabiéndose en eso, acertadamente, unos maestros.
»Durante más de treinta años -y hasta 1971-, en la época en que las islas Calipseas estuvieron bajo el dominio de la Corona inglesa, la Royal Navy y la Royal Air Force eligieron Filfla como blanco para sus pruebas. D esde el cielo y el mar, hicieron llover sobre la isla toneladas de explosivos, torpedos, proyectiles experimentales, bombas de racimo, artefactos de explosión retardada y de explosión anticipada, cañonazos y disparos, granadas incendiarias y objetos de cualquier calibre, capaces de destruirlo todo, a ras de suelo o a la altura de la cabeza. Aquello supuso más de una década de combate, de lucha contra la nada. Cada centímetro cuadrado de Filfla quedó devastado, cada brizna de hierba, cada soplo de viento. Incluso su perfil se modificó, porque los cañonazos desgajaron enormes rocas del acantilado que cayeron al mar, lo cual hizo aún más inaccesible la isla inaccesible.
»Ahora bien, ¿por qué uno de los ejércitos más poderosos del mundo, que acababa de ganar la Segunda Guerra Mundial, eligió atacar con todas sus fuerzas la isla de Filfla disfrazando a todas luces aquellos ataques de infinitos ejercicios dominicales?
»No cabe la menor duda: quisieron asegurarse de que no quedaba ni rastro, ni un fragmento molecular, del pueblo de Filfla. Ni un trozo de piel, ni un fósil, ni siquiera una remota molécula. Los ingleses no mueven un dedo por menos. Al mismo tiempo, hubo que prohibir todo desembarco en las rocas para que la prohibición se convirtiera en costumbre y nadie arribara a Filfla. Porque si nadie podía abandonarla, así tampoco podría nadie acercarse. Más tarde -en el citado 1971-, alguien decidió que en la isla debía de haber más restos de metal que matorrales o piedras. Entonces se declaró el cese de las hostilidades.
»Pasado un tiempo, las habituales voces anónimas empezaron a decir que en Filfla había movimiento. Poca cosa, ciertamente, pero movimiento al fin y al cabo. Se invitó a una pequeña expedición científica, escoltada por una patrulla de la Royal Navy. A su regreso, explicaron que el movimiento se debía al ajetreo de decenas de miles de ejemplares de una especie, lógicamente endémica, de lagartija, con la piel verde veteada de manchas rojas. Una especie desconocida, única en el mundo. Aquella lagartija no sólo había sobrevivido a las toneladas de proyectiles de alta tecnología arrojados desde barcos y aviones, sino que, para colmo, y en mitad de los bombardeos, al menos a juzgar por el número de individuos, se había reproducido con saña. La especie debía de tener una voluntad de...
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