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«Algo repulsivo»
20 de noviembre de 1917
Radiantes esquirlas de oro y carmesí atravesaban el cielo por el este al romper el alba sobre Cambrai. La ciudad francesa era un punto de abastecimiento con una importancia crucial para el ejército alemán apostado a cuarenta kilómetros de la frontera con Bélgica. Sobre la hierba cubierta de rocío de una colina cercana, el soldado raso Percy Clare, del Séptimo Batallón del Regimiento East Surrey, estaba tumbado boca abajo junto a su oficial al mando, esperando la orden de avance.
Treinta minutos antes había visto cómo cientos de tanques avanzaban con gran estruendo por el barro hacia la maraña de alambre que rodeaba la línea defensiva alemana. Las tropas británicas habían ganado terreno al amparo de la oscuridad. Sin embargo, lo que parecía una victoria pronto degeneró en una masacre infernal para ambos bandos. Mientras Clare se preparaba para atacar al amanecer, veía ya los pedazos inertes de otros soldados esparcidos por un paraje asolado por las bombas. «Me preguntaba si volvería a ver salir el sol sobre las trincheras», escribió más tarde con letra diminuta en su diario.[1]
A sus treinta y seis años, la muerte no era una desconocida para el soldado. Un año antes había estado metido en las trincheras del Somme, donde largos periodos de tedio se veían salpicados por accesos delirantes de terror. Cada pocos días llegaban unos carros para cambiar raciones por cuerpos, pero era imposible mantener el ritmo de la descomunal cantidad de cadáveres. «Estaban tendidos en las mismas trincheras donde habían muerto -recordaba un soldado-. No solo los veías; caminabas, te resbalabas, patinabas sobre ellos».[2]
Los cuerpos putrefactos pasaron a ser elementos estructurales que cubrían las paredes de las trincheras y estrechaban los pasos. Del parapeto asomaban brazos y piernas. Los cadáveres se utilizaban incluso para bachear los caminos que habían destrozado las bombas y que eran esenciales para los vehículos militares. Un hombre recordaba que «echaron de todo al cráter a paladas, cubriéndolo con caballos muertos, cadáveres., cualquier cosa que sirviera para rellenarlo, taparlo y que el tráfico pudiera seguir rodando».[3] Se abandonó el decoro habitual, mientras las cuadrillas de enterramiento trataban de seguir el ritmo del recuento de cadáveres. Los muertos colgaban como ropa sucia sobre el alambre de espino, cubiertos a solo unos centímetros de profundidad con un manto negro de moscas. «Lo peor -recordaba un soldado de infantería- era la masa burbujeante del sinfín de gusanos que rezumaba de los cadáveres».[4]
El espanto de estas imágenes se veía exacerbado por el hedor que las acompañaba. De la carne putrefacta emanaba un olor de un dulzón nauseabundo que impregnaba el aire en todas las direcciones. Los soldados olían el frente antes de verlo.[5] La pestilencia se quedaba pegada al pan rancio que comían, al agua estancada que bebían y al uniforme andrajoso que llevaban puesto. «¿Alguna vez habéis olido un ratón muerto? -preguntaba el teniente Robert C. Hoffman, veterano de la Primera Guerra Mundial, para alertar a los estadounidenses contra la participación en la Segunda, poco más de dos décadas después-. Se asemeja tanto al olor de un grupo de soldados muertos hace mucho como un grano de arena a las playas de Atlantic City».[6] Hoffman recordaba que, incluso después de enterrar a los muertos, «el olor era tan horrible que algunos de los oficiales no podían parar de vomitar».
Clare se había acostumbrado a los muertos, pero no a los moribundos.[7] Tenía grabado en la mente el enorme sufrimiento que tuvo que presenciar. Un día se topó con dos alemanes encogidos de miedo en una trinchera, con el pecho desgarrado por la metralla. Ambos guardaban un asombroso parecido entre sí, lo que le llevó a pensar que eran padre e hijo. La visión de sus rostros lo atormentaba: «cadavéricos, con los rasgos lívidos y temblorosos, con los ojos desbordantes de dolor, miedo y terror, quizá a causa del otro». Clare montó guardia junto a los heridos con la esperanza de que llegara pronto atención médica, pero al final se vio obligado a seguir adelante. Más tarde se enteró de que un amigo suyo llamado Bean les hundió la bayoneta en el vientre cuando él abandonó la escena. «Me devoró la indignación -escribió Clare en su diario-. Le dije que lo que había hecho iba a ser su sentencia de muerte, que Dios no iba a permitir que un acto tan cobarde y cruel quedara impune». Poco después, Clare encontró los restos en descomposición de su amigo en una trinchera.
Ahora, mientras contemplaba el campo de batalla de Cambrai desde su posición en la colina, Clare se preguntaba qué nuevos horrores lo aguardaban. A lo lejos, oía el débil staccato de las ametralladoras y el silbido de los proyectiles que surcaban el aire. Clare escribió que, al impactar, «la tierra parecía estremecerse, al principio con una sacudida, como un gigante que se despertara sobresaltado, y después con un temblor incesante que se transmitía a nuestro cuerpo, tendido sobre ella».[8] Al poco de comenzar el fuego de artillería, su oficial al mando dio la señal.
Había llegado el momento.
Clare montó la bayoneta en el fusil y se puso en pie con cuidado, junto a los hombres de su pelotón. Emprendió la marcha ladera abajo, desprotegido. Por el camino pasó junto a un reguero de hombres heridos y aterrorizados, sin color en el rostro. De repente, un proyectil estalló en lo alto y por un tiempo lo oscureció todo con una nube de humo. Cuando se despejó, Clare vio que el pelotón que iba delante del suyo había sido aniquilado. «Minutos después seguimos adelante, pisando los cuerpos mutilados de nuestros pobres camaradas»,[9] escribió. Un cadáver en particular llamó su atención. Era un soldado muerto que estaba completamente desnudo, «toda la ropa se le había arrancado del cuerpo hasta quedar en cueros., un curioso efecto de una explosión de gran potencia».
El pelotón de Clare siguió avanzando, abriéndose paso a través de la carnicería hacia su objetivo: una trinchera casi inexpugnable y envuelta en alambre de espino. A medida que se acercaban, los alemanes empezaron a acribillarlos a balas, con ametralladores y fusileros que disparaban desde varias posiciones a la vez. De súbito, Clare sintió una abominable incapacidad: «Cuán absurdo parecía ser parte de una sencilla y fina línea de color caqui que progresaba contra la inmensa fuerza de un atrincheramiento que vomitaba un fuego de fusilería cada vez mayor».[10]
Clare avanzó palmo a palmo, aplastado por el peso de los pertrechos con los que debía cargar la artillería. En la mochila, que podía pesar hasta treinta kilos, llevaban desde munición y granadas de mano hasta máscaras de gas, gafas, palas y agua. Sorteó marañas de alambre de espino sin despegarse del suelo para evitar la lluvia de proyectiles que volaba sobre su cabeza.
Entonces, a setecientos metros de la trinchera, notó un golpe seco en un lado de la cara. Una bala le desgarró las dos mejillas. La sangre que le salía a borbotones de la boca y las fosas nasales le empapaba el uniforme. Clare abrió la boca para gritar, pero no emitió ningún sonido. La cara estaba tan mutilada que ni siquiera pudo contraerse en una mueca de dolor.
En el instante mismo en que sonó la primera ametralladora sobre el frente occidental, una cosa quedó clara: la tecnología bélica de Europa había dejado muy atrás su capacidad médica. Las balas surcaban el aire a velocidad aterradora. Los proyectiles y las bombas de mortero explotaban con tal fuerza que lanzaban a los hombres por el campo de batalla igual que muñecos de trapo. La munición con carga de magnesio se encendía al entrar en la carne.[11] Y una nueva amenaza, pedazos ardientes de metralla muchas veces cubiertos de fango repleto de bacterias, causaba unas heridas terribles a las víctimas. Los cuerpos eran vapuleados, agujereados y despedazados, pero las heridas de la cara podían ser especialmente traumáticas. Narices arrancadas, mandíbulas hechas añicos, lenguas descuajadas y globos oculares reventados. En algunos casos, la cara entera se borraba como un tachón. En palabras de una enfermera de batalla: «La ciencia médica estaba atónita ante la ciencia de la destrucción».[12]
La guerra de trincheras iba unida, por su propia naturaleza, a un elevado índice de heridas faciales. Muchos combatientes recibían disparos en la cara porque no sabían a qué se enfrentaban: «Era como si creyeran que podían asomar la cabeza por la trinchera y, si se movían lo bastante rápido, esquivar la salva de las ametralladoras»,[13] escribió un cirujano. Otros, como Clare, resultaron heridos mientras avanzaban por el campo de batalla. Los hombres eran mutilados, quemados y gaseados. A otros les pisaban la cara los caballos.[14] Antes incluso de terminar la guerra, había ya 280.000 hombres con algún tipo de traumatismo facial tan solo en Francia, Alemania y Gran Bretaña.[15] Además de causar muerte y desmembramientos, la maquinaria de la guerra también produjo con eficiencia millones de...
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