Schweitzer Fachinformationen
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Los kilómetros iniciales fueron de máxima ilusión, iba con Gerardo y sólo parábamos para descansar en las cómodas áreas de servicio francesas. Rodando por aquellas carreteras me sentía tan feliz que a menudo me reía yo solo bajo el casco, pensando en lo que estaba haciendo y en la multitud de aventuras que me aguardaban. Tenía muchas ganas de llegar a la fiesta que la organización del Mongol Rally había preparado en la República Checa. Imaginaba que debía ser algo impresionante y divertido a la vez, con tantos coches de uso urbano preparados para ir nada más y nada menos que a Mongolia.
Las dos primeras noches las pasamos en campings de Francia, aprovechando para visitar Chamonix y disfrutar del majestuoso Montblanc. Es una zona ideal para los motoristas a los que les guste viajar por Europa sin excesivas complicaciones. Abundan los campings y hoteles para todos los bolsillos, además de carreteras de curvas, curvas y más curvas. Es un viaje muy romántico, perfecto para ir en pareja, pero ése no era nuestro caso así que al día siguiente continuamos el camino hacia Alemania.
Llegamos según lo previsto a la República Checa y localizamos sin problemas las instalaciones que la organización del Mongol Rally había preparado para los participantes. Estaban en un prado verde de varias hectáreas, rodeado de bosques espesos. Aquello era una zona rural lejos de cualquier ciudad, a unos 100 kilómetros de Praga. En la entrada, había instalada una carpa a modo de avituallamiento donde podíamos desayunar, comer y cenar, siempre acompañados de una cerveza a buen precio, cómo no.
Pasamos dos noches en aquella especie de campamento viendo cómo llegaban el resto de participantes. La mayoría venían de Europa, aunque algunos lo hacían desde América o incluso Australia. Una de las tardes apareció un autobús escolar, de esos amarillos que se ven en las películas americanas, con un grupo de veinteañeros estadounidenses, integrado por diecinueve personas, que formaban el equipo más numeroso de todo el Mongol Rally. El panorama era espectacular, por todas partes podían verse coches de baja cilindrada, ambulancias y camiones de bomberos. Había más de 300 vehículos con gente de todas las edades, aunque en su mayoría jóvenes despeinados que parecían universitarios audaces, sin miedo a pasar por rutas que a cualquiera se le antojarían, como mínimo, arriesgadas.
Todos estábamos cargados de la misma ilusión y optimismo, con un objetivo común que era llegar a Ulán Bator, cada uno siguiendo la ruta que había diseñado. Entre los motoristas nos saludábamos con un énfasis especial. Mirábamos con curiosidad las motos que habíamos conseguido llevar y, sobre todo, cómo nos las habíamos ingeniado para organizar nuestro equipaje. De entre las diez motos que conté, llamaban la atención dos ingleses vestidos con un elegante smoking que pretendían hacer el viaje en unas scooters antiguas. Ir desde Londres hasta Praga en esas máquinas ya hubiera sido una aventura para cualquiera, pero para ellos significaba tan solo una mínima parte de lo que les esperaba, además de los más de dos mil kilómetros de pista sin asfaltar que se encontrarían antes de llegar a la meta.
La organización había preparado una ceremonia de salida en la que todos los participantes subíamos por una rampa mientras un showman, micro en mano, nos iba presentando uno por uno al público curioso que se había concentrado. Pasamos un rato divertido entre las bromas de unos y otros hasta que llegó la hora de la cena y la fiesta en el castillo de Klenová, al que subimos andando y que según nos dijeron, data del siglo XIII, aunque está parcialmente reformado. La noche culminó con un buen concierto de rock dentro de aquel recinto amurallado.
Al día siguiente llegó el momento de las despedidas y de partir a Ulán Bator cada uno por su lado. Ya no iba a tener el apoyo de la organización hasta que no llegase al interior de Mongolia. Nos habían dejado claro desde el principio que no podíamos confiar en que, si surgía algún problema, enseguida aparecería un responsable para solucionarlo. Para muchos de nosotros, esto nos serviría de experiencia en futuras aventuras.
En ese sentido, el Mongol Rally se aleja del concepto de organizador tradicional aunque, por otro lado, sí que te ofrece un buen motivo para realizar el viaje. Me refiero a que uno difícilmente coge un vehículo por su cuenta y se va hasta Mongolia, pero como se trata de una iniciativa benéfica que se realiza cada año hace que la veamos como una aventura tan estimulante como factible. Además, nos habíamos organizado lo mejor posible para encontrar ayuda, tanto logística como económica. Por un lado, preparando los vehículos y consiguiendo recambios y, por otro, buscando las maneras más variopintas de conseguir fondos, ya fuera vendiendo camisetas mediante fiestas en discotecas, rifas o incluso, como hizo Manuel del Equipo Mosquito, montando una porra en la que la gente apostaba dónde se quedaría tirado, con un jamón como premio.
Aquí es donde el nombre del Mongol Rally cobra importancia, porque es muy diferente acudir a una empresa a pedir ayuda para ir a Mongolia por propia cuenta y riesgo, que decir que vas a correr un rally benéfico en el que van a participar 350 equipos de todo el mundo, con la repercusión mediática que ello comporta. Algunos lo llaman el París-Dakar de los pobres y muchos medios de comunicación ya se han hecho eco de su celebración en más de una ocasión. Me pasaba el rato escuchando las experiencias de cómo se habían organizado los demás equipos, tratando de captar ideas para hacerlo mejor la próxima vez. Disfrutaba viendo la forma precaria en la que algunos vehículos se disponían a viajar, luciendo los patrocinadores más humildes que pudiera uno pensar.
Un chico español con acento andaluz me explicó que lo primero que hizo fue ir a un periódico local para proponerles escribir tres artículos a su regreso. El primero hablaría sobre el Mongol Rally, el segundo de cómo un equipo local se había preparado para acometer esa aventura, y en el tercero redactaría una trepidante crónica en primera persona del viaje. Para ello, pidió que le cedieran varias páginas enteras donde poder ofrecer anuncios a sus patrocinadores a un precio más económico y, a cambio, el coche iría rotulado con el nombre del diario en cuestión.
La mañana de la partida, el 26 de julio, desperté con bastante resaca por la fiesta de la noche anterior. Con un considerable dolor de cabeza, me despedí de Gerardo deseándole un buen regreso a casa y agradeciéndole haberme acompañado hasta el punto de salida.
Acababa de quedarme solo y ya sufrí el primer contratiempo al reponer el aceite en el motor. Había tenido la brillante idea de poner más cantidad de la indicada por el fabricante pensando que así el motor funcionaría mejor. Resultado: la presión aumentó tanto que el motor empezó a perder aceite por algunas de las juntas que seguramente había estropeado ya. Además, a falta de problemas reales, me empezó a invadir sin ninguna lógica la estúpida idea de que era vital el reglaje de válvulas.
Así pues, mi aventura se iniciaba con un primer objetivo: encontrar un mecánico que se ocupara de ambos temas. Nada más llegar a Praga, localicé un servicio oficial Yamaha. Era una de esas tiendas lujosas de dos plantas, con una gran exposición de motos nuevas y de segunda mano, eso sí, todas limpias y brillantes. Descansaban sobre un suelo de parqué perfectamente pulido y, por supuesto, sin ninguna mancha de aceite. En sitios así, uno tiene la sensación de que se encuentra ante un equipo de Moto GP donde los mecánicos trabajan con guantes de látex blancos, se depilan los antebrazos, llevan el pelo muy corto o recogido, y van impecablemente afeitados, aseados y uniformados.
Después de aparcar, me acerqué al primer mecánico que encontré, no debía tener más de veinticinco años.
-Excuse me, do you speak English? -dije sin poder disimular el acento de mi pueblo.
-Oh, yes sir, of course -respondió con una excelente pronunciación. «Mal vamos», me dije. Los que estamos acostumbrados a mecánicos de la vieja escuela, de esos untados de grasa como El Mangueras, nos asustamos en cuanto llegamos a un sitio donde todo está impoluto porque vemos venir que nos cobrarán caro y que, naturalmente, el trato no será tan personal. Y no me faltó razón en aquel caso, pues al cabo de una hora y media de consultar no sé qué datos técnicos por el ordenador, me comentaron que, para hacer un simple reglaje de válvulas y cambiar un par de juntas por donde perdía un poco de aceite, debía dejar la moto allí entre cinco y siete días.
Salí contrariado de la tienda, así que hice una llamada a Badalona.
-¿Alberto?
-Hombre, Ricardo, dime. ¿Por dónde vas ya?
-Pues estoy en Praga. Tenía que hacer un reglaje de válvulas y cambiar alguna junta, pero me dicen que la moto ha de quedarse unos cuantos días y no sé qué hacer.
-¡No, hombre, no! Sigue adelante, que eso no es nada urgente. Si el motor suda un poco de aceite no es grave, les pasa a los motores viejos. Tan solo vigila que no llegues a gotear; y si goteas, controla el nivel a menudo, no sea que al final te quedes sin aceite y gripes el cilindro. Y tranquilo, hombre, que la moto está muy bien.
Le hice caso y me despedí dándole las gracias por sus sabios consejos, que me ayudaron a emprender la ruta más tranquilo y a recordar todo lo que había aprendido también con Arnau. El...
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