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EN EL PASILLO DE LOS ESCALOFRÍOS
Cada vez que comienzo a escribir una biografía siento el vértigo del debutante, tengo las dudas del principiante, como los narradores más conspicuos ante el inicio de una nueva novela. Con esta biografía sabía que me enfrentaba a un trabajo difícil, el más difícil. Nunca el proceso de elaboración de un libro me causó tanta pesadumbre y desaliento. Quizá sea esta la biografía que más disgustos y desvelos -escalofríos- me ha proporcionado, pero también es de la que me siento más satisfecho, por ser la más completa.
Mi natalicio tuvo lugar en una casa de indianos. Mi bisabuelo materno -soy su homónimo- fue emigrante en Brasil y en 1932 mandó construir en Estás, parroquia de Tomiño (Pontevedra), una vivienda de estilo ecléctico, con cuatro fachadas, compuesta por una planta baja, primera y bajo cubierta. El cemento le permitió crear formas y tamaños en los paramentos que difícilmente habría logrado con la piedra: relieves de los arcos de las puertas, ménsulas de la galería, gotas, mútulos, figuras vegetales, geométricas. Avecindado en Madrid desde los cuatro años, de niño pasé los veranos en aquella casa. Como las alcobas estaban en la primera planta, siempre esperaba que subiese alguno de los mayores; no me gustaba ser el primero a la hora de irme a dormir ante aquel silencio de muerte. Si esa noche era excepcionalmente cruda y había tormenta con truenos y aguaceros que incluían el apagón eléctrico, mi terror se acentuaba. Había que subir unas pinas escaleras que llevaban a un largo corredor a oscuras. Tras un descansillo y otro pequeño tramo de tres escalones había un interruptor de porcelana con cable trenzado al que un arrapiezo como yo apenas alcanzaba. Con la luz apagada iba en busca de mi habitación, al fondo del pasillo la última a la derecha, la misma donde nací. Aunque alfombrado, el piso de madera producía todo tipo de ruidos que me asaltaban el alma. Sobre todo los provenientes del faiado, dominio de las sombras, donde dormían baúles que guardaban ropa de otra época, viejos retratos de parientes en Brasil, muebles en desuso y otros enseres inútiles empolvados, y habitado por palomas que, aprovechando algún listoncillo desbaratado en la celosía, se colaban por los ventanucos del bajo cubierta. Al pasar por delante de la puerta de la sala -así llamado un cuarto exánime, de función decorativa más que utilitaria-, donde había un reloj de pie con inquietante sonido del movimiento del péndulo y los engranajes, dos retratos ovales de los circunspectos bisabuelos, un sillón y dos butacas tapizados de terciopelo y la galería colmada de plantas sobre altos maceteros -con abundantes begonias de vistosas hojas, inmarcesibles, que indicaban mucho mimo en su cuidado-, un sobrecogimiento unido a un escalofrío sacudían mi talle. Cuando no me aguardaba el criado portugués, que faenaba en casa, oculto tras la puerta de su dormitorio -en la mitad del corredor a la izquierda- para, a mi paso, provocarme un susto con el consiguiente estremecedor grito de espanto.
Con Juan Benet, en noches negras, atravesé no sólo el corredor de altos techos de una casa silenciosa y arruinada, en penumbra, de paredes agrietadas y caedizas, con manchas de humedad y crujidos de la madera, asistido por el parsimonioso y monocorde sonido del péndulo. Recorrí varios pasillos interconectados que se bifurcan. Me abrí paso a través de las tinieblas. Durante el curso de esta labor han ocurrido diversas vicisitudes. El que comenzó siendo un libro fácil acabó siendo un libro lleno de dificultades.
Mientras escribía El incógnito Rafael Sánchez Ferlosio el personaje de Juan Benet Goitia cruzó la página en no pocas ocasiones. Llevado por mi afán indagatorio necesitaba localizar a los herederos del ingeniero y escritor. Entonces me vino a las mientes haberle escuchado al también escritor Marcos Giralt Torrente que él fue compañero de algún Benet en el Colegio Estudio. Al habla con Nicolás Benet Jordana, me dijo que quien podría recordar más era su hermano mayor, Ramón, el primogénito. Después de una conversación en la que revivió momentos con Rafael, me dijo que tenía alguna carta de éste a su padre de la que me podía facilitar copia. Nos dimos cita y congeniamos. Entonces Ramón me preguntó si nunca se me había ocurrido escribir la biografía de su padre. A lo que le respondí que primero debía concluir la que tenía entre manos y que, aunque a Benet sólo le había leído como articulista, su figura me interesaba mucho. Ramón se ofreció a colaborar pero me advirtió que yo tendría que preguntar a sus hermanos.
La imagen que tenía del ingeniero que escribía era la de altanero, áspero, de modos provocadores a sabiendas que eso podía molestar a los por él considerados necios. Un ser nada condescendiente con los «pusilánimes». Sin duda, propenso a la vanidad, a la mordacidad. Un gran histrión. Ante los entrevistadores fue un habitual impertinente. No fueron pocos los periodistas damnificados por la actitud despectiva que manifestaba en ciertas entrevistas. Un intransigente con los «imbéciles» y un infatigable polemista de retórica agresiva. Eso acrecentó mi interés por el personaje tan a contracorriente de la narrativa habitual. Un prófugo de la oficialidad cultural, un transgresor, un desobediente del credo dominante. Cierto es que en todo ello había algo de lucimiento impostado, quizá para incomodar a biempensantes. Aunque no era un dechado de primores, no sería yo quien cometiera la flagrante injusticia de valorar al escritor según su conducta.
Después de haber escrito la biografía de dos periféricos, como Leopoldo María Panero y Eduardo Haro Ibars, no me disgustaba la idea de completar la tetralogía con dos estilistas, dos clásicos de espesura sin concesiones a los hábitos del lector, como Rafael Sánchez Ferlosio y Juan Benet. Acabada mi labor con Ferlosio y logrado el consentimiento de los hermanos Benet Jordana, en diciembre de 2013, comencé a trabajar. Los Benet me facilitaron acceso a amigos y compañeros del padre. Ramón me dijo que la primera persona que debía entrevistar era su tía Marisol, la longeva de la familia. Con ella grabé varias horas en cuatro ocasiones en su domicilio madrileño y me proporcionó todos los materiales que estaban a su alcance. Toda una dama. Luego me entrevisté y grabé con Eugenio Benet (13 de marzo de 2014). Ya me había convertido en el biógrafo de Juan Benet. Cuando Marisol Benet Goitia cumplió 90 años, el 20 de marzo de 2014, la familia celebró un acto sorpresa en la Residencia de Estudiantes al que fui invitado por Eugenio. Allí conocí a la familia. Juana, la única hija, me hizo saber sus reticencias sobre una biografía de su padre, porque hay cosas que no se pueden contar, y me pidió que recogiese su testimonio al final, cuando ya todos hubieran hablado. No quiso facilitarme su número de teléfono. Sin embargo, Juana me contestó todos los correos que le envié. Como sus hermanos. Tras la celebración fui con Ramón, Eugenio, Nicolás y sus respectivas mujeres al bar Hispano, local frecuentado por el ingeniero y escritor. Lo cerramos.
Ramón, por decisión expresa suya, el 16 de mayo de 2014, me acompañó en la entrevista con el compañero y amigo de su padre, el ingeniero de caminos Alfio Martín Olarte. Jornadas después Ramón me advirtió de la presencia en Madrid de Claude Murcia, traductora al francés de la obra de Benet. Me citó a los cafés en un restaurante donde ambos habían comido. Con posterioridad y en otra fecha me entrevisté a solas con la señora Murcia. Once días más tarde, el 9 de junio, recibo una llamada telefónica de Ramón para comunicarme que no quiere seguir colaborando en el proyecto biográfico y me recomienda abandonarlo. No me da razones convincentes. Desconcertado, seguí con mi tarea, atravesando el oscuro pasillo. Eugenio me había facilitado un encuentro con Rafaela de Buen, viuda de Juan Jordana y cuñada de Benet, que viajó desde Chile para pasar unos días en Madrid. Luego de grabar la entrevista, en presencia de Eugenio, en el salón del hotel donde se hospedaba Rafaela, tomé una cerveza a solas con él y le comenté la decisión de su hermano Ramón cuatro días atrás. Me dijo que también se lo comunicó al resto en la finca de Zarzalejo, en la sierra oeste de Madrid.
Felipe González y Carmen Romero tuvieron muy estrecha relación con Juan Benet. Éste les visitó en la finca de Icona en Lubia (Soria), Coto de Doñana (Huelva) o La Bodeguilla; González pernoctó alguna vez en la casa del ingeniero en Zarzalejo y el matrimonio cenó en la madrileña calle de Pisuerga (El Viso), domicilio de Benet. Cuando González abandonó La Moncloa y se instaló en la calle de Gobelas 31, en el barrio residencial de El Plantío, sede de la dirección del PSOE, en su despacho lucía una fotografía del escritor. Escribí al jefe de prensa un correo electrónico para solicitar un encuentro con Felipe González y me contestó que el «presidente» no podía atender mi petición. Como la perseverancia es intrínseca en este oficio, insistí en si pudiera ser más adelante o abandonar mi pretensión; me respondió el 13 de febrero de 2014: «Por parte del presidente Felipe González creo que sí te puedes olvidar. A parte de la falta de tiempo, tampoco le gustan mucho este tipo de cosas. Saludos». El primer correo que envié a la asistente de Carmen Romero fue el 12 de febrero de 2014 y, tras...
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