Schweitzer Fachinformationen
Wenn es um professionelles Wissen geht, ist Schweitzer Fachinformationen wegweisend. Kunden aus Recht und Beratung sowie Unternehmen, öffentliche Verwaltungen und Bibliotheken erhalten komplette Lösungen zum Beschaffen, Verwalten und Nutzen von digitalen und gedruckten Medien.
«Con esas cicatrices te sacarías un pastón en un burdel.» Mientras le tenía agarrada la parte interna de la muñeca, aquel hombre leía su cruel bordado como un adivino.
Mi madre se reía. Estaban sentados una al lado del otro, en una cena; a ella la intrigaba el descaro de esa insinuación.
El cuerpo de mi madre era una casa de dolor, de heridas resultantes de la tecnología médica: las vías férreas que le rodeaban la muñeca eran en realidad cicatrices de los tubos que la habían tenido enganchada a una máquina de diálisis durante el periodo en que padeció de insuficiencia renal; la mina a cielo abierto abandonada que le habían excavado en la pierna era el lugar donde le habían extirpado un melanoma.
Mi madre estaba orgullosa de sus muñecas diminutas, le hacía gracia que aquel comensal diera por sentado que sus descomunales cicatrices, similares a los primeros pinitos en punto de cruz de un niño, fueran testimonio de una chapuza de conato de suicidio. Era el Nueva York de finales de los sesenta, época en que las cenas eran fiestas mucho más divertidas.
Mi familia vivía en un piso en Park Avenue, con una Marilyn Monroe sobre oro (prestada) en la sala de estar al lado de una leona de alabastro de un templo délfico (robada).
De pequeña, eran muchas las noches que no podía dormir y ese insomnio en ocasiones me venía demasiado grande. Las noches que mis padres se quedaban en casa, las noches que no asistían a fiestas, recorría como un bólido el largo pasillo oscuro que separaba mi dormitorio del de ellos y le suplicaba a mi madre que volviera a mi cama hasta que conciliara el sueño.
Algunas noches, cuando había ido a darles la lata más veces de la cuenta, mi padre me hacía tragar medio Miltown para arrojarme a la inconsciencia. Pero la mayoría de las veces mi madre venía y se sentaba en mi cama a oscuras, me acariciaba la espalda con sus uñas largas y serenas y me contaba historias. Sus historias iban de poetas y estafadores, estrípers y estrellas de cine, que se infiltraban en mi flujo sanguíneo y nutrían las historias que yo os estoy contando ahora.
La noche después de la cena en que su vecino de mesa le hizo aquel comentario sobre su muñeca mutilada, mi madre se acurrucó a mi lado en la insomne oscuridad y me repitió sus palabras entre risas: «Con esas cicatrices te sacarías un pastón en un burdel». Por aquel entonces yo tendría ocho o nueve años y, pese a que mi vocabulario en materia sexual era sorprendentemente amplio, para mí, desde un punto de vista psicológico, aquella frase no tenía ni pies ni cabeza.
Mi madre era una persona mucho más de mundo que yo: cualquier cosa que fuera perversa, repugnante u ofendiera el decoro convencional le venía como anillo al dedo. Lo que le resultaba problemático era tener un cuerpo, pero las cicatrices las habitaba con una serenidad sardónica.
Este libro narra la vida de una serie de santos, artistas y filósofos cuyos cuerpos se convirtieron en campos de resistencia al mundo tal como es. Mis héroes, ya sean un mártir norteafricano del siglo iv, una drag queen neoyorquina de los años setenta o un hermafrodita francés decimonónico, tienen una cosa en común: el estigma de la diferencia, la incapacidad para encajar que los obliga a luchar por otros marginados.
El propósito de la filosofía es, según Wittgenstein, «mostrarle a la mosca la salida de la botella cazamoscas». [1] Los profetas con los que os toparéis en estas páginas prefieren destrozar la botella cazamoscas.
Este proyecto se inició como una cantinela semiacadémica sobre el cuerpo y el poder, aislada de todo yo incriminatorio. No fue hasta una vez iniciado el proceso de escritura cuando me di cuenta de que todo se remonta a mi madre y a lo que su cuerpo lleno de cicatrices me enseñó de niña. Todo se remonta a la historia de cómo la industria médica primero mató a mi madre y luego la devolvió de golpe a la vida, y de cómo, a raíz de su primera «muerte», yo desarrollé mi miedo a la autoridad y mi confianza en las verdades que el dolor corporal y físico nos enseñan.
Veo mentalmente esas pinturas españolas del siglo xvii de santos atormentados hasta el éxtasis por el Espíritu Santo. Pienso en Yukio Mishima empujado a su primer orgasmo, a los doce años, al contemplar el martirio del San Sebastián barroco de Guido Reni, en la pintura con esténcil de David Wojnarowicz en la que su amante Peter Hujar sueña y un Mishima niño se sienta desnudo sobre el pecho de san Sebastián; las flechas los atraviesan y las galaxias violetas inundan sus venas como rayos.
David Wojnarowicz, Peter Hujar Dreaming/Yukio Mishima:
Saint Sebastian, 1982. [02]
En el otoño de 1967, mi madre acababa de cumplir treinta y cuatro, aunque apenas aparentaba veinte. Tenía una cara larga y estrecha («cara de caballo», la llamaba ella), con una tez de un blanco lunar, una nariz larga y respingona y unos ojos de aire divertido, uno de color avellana moteado y el otro gris verdoso. Las orejas pequeñas y sin lóbulos eran un «signo de criminalidad», me confesó, encogiéndose de hombros y quitándole importancia con una risa.
Las mujeres de treinta y cuatro años de su generación, tal vez la última generación ansiosa de hacerse mayor y salir al mundo, les llevaban la delantera en su ciclo vital a las mujeres de treinta y cuatro años de hoy en día de una clase similar. Mi madre había dejado la universidad a los veinte, se había casado con mi padre a los veintiuno, había dado a luz a su primer hijo, mi hermano, a los veintidós, y tres años más tarde publicaba su primera novela.
Era intelectualmente voraz y ansiaba resplandecer en la gloria del escándalo. Su padre, Ogden Nash, era un poeta que eligió vivir como un corredor de Bolsa, un calzonazos afable y bondadoso, pero esa no era la idea de vida que mi madre tenía en mente. No estaba segura de si quería ser Lord Byron o una de sus extravagantes amantes, de si prefería la vida o el arte; no creía que tuviera que elegir. A los treinta y cuatro, debía de sentirse ya como una pureta.
Baltimore era su ciudad natal. El Baltimore de su familia, gente de la costa este que asistía a fiestas de sociedad tradicionales como el Bachelors' Cotillion o almorzaba los domingos en el Elkridge Club, a ella le resultaba de una estrechez de miras, una intransigencia y una falsedad insufribles. Su gente eran los marginados y los desviados, lo cual significaba que Nueva York era el lugar al que tenía que llegar.
Incluso de niña, esto era algo que yo ya sabía de mi madre: hasta qué punto había aborrecido la sociedad provinciana en la que se crio y cómo en el Nueva York de finales de los cincuenta y principios de los sesenta había encontrado un paraíso de solitarios como ella, personas que se habían sentido bichos raros en su Pittsburgh o su Sacramento natal por ser niños que querían disfrazarse con la ropa de sus hermanas o niñas negras que anhelaban ser el rey de Francia; igual que sabía que su experiencia de un mundo empeñado en machacar esos deseos era lo que exacerbaba la inesperada ferocidad de su nihilismo, su aversión a las devociones, su fe en una belleza que era asombrosamente Otra.
Se casó con mi padre, el hijo de un banquero de Wall Street con una idéntica adicción a las fantasías del glamur.
En los sesenta, mi padre trabajaba como fotógrafo de moda y mi madre escribía artículos para revistas sobre los artistas pop y los dramaturgos y cineastas experimentales a los que iba conociendo. Mis padres tenían una vida social demasiado interesante y esa fue una de las cosas que se interpusieron en su carrera como novelista.
Vivíamos en un piso de diez habitaciones, pero ella jamás se concedió un estudio propio, ni siquiera un escritorio. En vez de eso, tenía un vestidor del tamaño de una caravana de estrella de cine, revestido de espejos y armarios empotrados, ¡uno entero solo para sus zapatos!
Había una mesa con aspecto de altar repleta de instrumentos que parecían haber salido de una cámara de tortura medieval: rulos que achicharraban y que se fijaba al cuero cabelludo con pequeños pinchos y un rizador de pestañas metálico que le pellizcaba los párpados.
El armario dedicado a sus trajes de noche -minifaldas de vinilo blanco, túnicas bordadas con lentejuelas y joyas, batas de plumas dignas de Moctezuma dando la bienvenida a los invasores españoles- poseía la oscura quietud rancia de una capilla familiar.
Mi madre hablaba de maquillarse y «meterse en su papel» como si fuera una actriz.
La cuestión era que no había nacido guapa. Su madre y su hermana, un año mayor, eran las bellezas de la familia; ella era el patito feo, dentuda, patizamba, libresca, la que tenía que recurrir al ingenio para seducir, forjar una belleza propia y paliar aquellos defectos hasta extremos descabellados.
Mi padre la ayudaba. «Yo la vestía, la enseñaba a moverse», me cuenta. Él le sacaba siete años y el estilo era algo en lo que llevaba mucho tiempo pensando.
Cada año, mi padre la llevaba a las casas de alta costura parisinas, donde le compraba ropa estrafalaria para luego fotografiarla, unas veces para revistas de moda y otras para su propia satisfacción.
Cuando rebusco en las cajas de fotografías de mi padre...
Dateiformat: ePUBKopierschutz: Wasserzeichen-DRM (Digital Rights Management)
Systemvoraussetzungen:
Das Dateiformat ePUB ist sehr gut für Romane und Sachbücher geeignet - also für „fließenden” Text ohne komplexes Layout. Bei E-Readern oder Smartphones passt sich der Zeilen- und Seitenumbruch automatisch den kleinen Displays an. Mit Wasserzeichen-DRM wird hier ein „weicher” Kopierschutz verwendet. Daher ist technisch zwar alles möglich – sogar eine unzulässige Weitergabe. Aber an sichtbaren und unsichtbaren Stellen wird der Käufer des E-Books als Wasserzeichen hinterlegt, sodass im Falle eines Missbrauchs die Spur zurückverfolgt werden kann.
Weitere Informationen finden Sie in unserer E-Book Hilfe.