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Preludio económico
En octubre de 2017, una asistente me condujo a lo largo del vestíbulo central del edificio del Parlamento. Doblamos una esquina para adentrarnos por un estrecho pasillo, luego se detuvo en seco y me hizo pasar a una pequeña salita.
-Espere aquí -me dijo en tono imperativo mientras me indicaba unas banquetas tapizadas de cuero verde, adosadas a la pared. Después desapareció tras una gran puerta de madera con paneles, para regresar al poco rato.
-Sígame, por aquí -me indicó con una sonrisa-. Puede recibirle ahora. Solo dispondrá de treinta minutos; le gustaría poder dedicarle más tiempo, pero ha tenido una jornada muy larga.
Nada más entrar en el animado salón común reservado a los pares de la Cámara de los Lores, escudriñé rápidamente el lugar buscando a la persona a quien me disponía a entrevistar. No tardé en localizarle, refugiado en un rincón tranquilo, frente al marco de una señorial ventana gótica que se abría sobre el Támesis. Al ver que me acercaba, se incorporó lentamente con una mano extendida, mientras con la otra se apoyaba en el brazo del sillón.
-Bienvenido, James -me saludó amablemente-. Siéntese, por favor, y sírvase un café.
Cuando me instalé en el sillón afelpado frente a él, de pronto me pareció un sueño encontrarme reunido con uno de los políticos más influyentes de la era moderna, el hombre que proyectó las históricas reformas económicas thatcherianas y el capitalismo de nuevo estilo bajo el cual vivimos ahora.
Me disponía a entrevistar a lord Nigel Lawson, exministro de Economía y Hacienda, para indagar sobre un suceso que me tenía intrigado desde hacía muchos años. Concretamente, una reunión celebrada más de treinta años antes en un salón del número diez de Downing Street entre la primera ministra Margaret Thatcher y el eminente periodista Ronald Butt, en el curso de la cual Butt manifestó interés por saber si Thatcher estaba satisfecha con la actuación de su gobierno desde su elección, dos años antes. Transcurrió una hora sin que se dijera gran cosa capaz de sorprender a un interlocutor informado, hasta que ocurrió algo inesperado y que tal vez jamás hubiese debido ocurrir.
Butt le preguntó a Thatcher cuáles eran sus prioridades para el resto de su mandato como primera ministra. Como respuesta, ella manifestó que las políticas de los últimos años habían virado en exceso hacia el socialismo y la gente había acabado confiando demasiado en el Estado en vez de contar con sus propias fuerzas y el apoyo mutuo. «Es un enfoque equivocado -declaró rotundamente- . Tenemos que cambiarlo».
Luego procedió a explicar cómo se proponía lograrlo.
«Mi objetivo no es la política económica -manifestó sinceramente -, lo que quiero cambiar es la manera de actuar y los cambios en la economía son el medio para cambiar esta forma de actuar. Cambiarla significa intervenir directamente sobre el corazón y el espíritu de la nación. La economía es el método, el objetivo es transformar el corazón y el espíritu».[49]
Esta confesión me tenía fascinado desde hacía tiempo porque revelaba inequívocamente el principio central de la filosofía política de Thatcher, a saber: que la reforma económica no era un fin en sí misma, sino un medio para lo que ella consideraba un bien social de mucho mayor enjundia: transformar el corazón y el modo de pensar de toda una población, modelar a las personas para convertirlas en una versión mejorada de sí mismas.
-El propósito de Thatcher de impulsar una transformación humana por intermedio de la reforma económica plantea un interrogante fundamental -le dije a lord Lawson-. ¿Qué cambios en la psique nacional aspiraba a conseguir con su nueva economía? ¿En qué dirección cree usted que quería orientar ella nuestro corazón y nuestro espíritu colectivos?
-Pues bien, James -respondió Lawson con voz pausada-, yo creo que, con su referencia al corazón y el espíritu, Margaret Thatcher estaba expresando una fuerte convicción de que la reforma económica podía alimentar y desarrollar algunas virtudes importantes: autosuficiencia, autonomía y responsabilidad personal.
A continuación procedió a explicarse remitiéndose al texto fundacional del capitalismo: La riqueza de las naciones de Adam Smith.
-Verá, está muy extendida la idea de que para Adam Smith, la riqueza de las naciones la constituía el metal oro. Pero este en realidad no tenía nada que ver con ella. La verdadera riqueza de cualquier nación reside en las personas que trabajan para mejorar su vida y la de su descendencia. Para Smith, el verdadero oro no estaba almacenado en cámaras acorazadas, sino en la manera de ser de las personas y en lo que cada una hace.
En opinión de Lawson y Thatcher, la economía de los años setenta, heredada de sus predecesores, simplemente no fomentaba dichas virtudes áureas: laboriosidad, competitividad e iniciativa personal. Al contrario, más bien favorecía metales menos nobles, como la dependencia, la complacencia y la idea de tener derecho a recibir apoyo del Estado.
-La hipertrofia del gobierno en la década de 1970 constituía un problema central a nuestros ojos -siguió diciendo lord Lawson-, algo que incluso resultaba degradante para la naturaleza humana. Ser criaturas del Estado generaba dependencia. Creíamos y seguimos creyendo que un alto grado de autosuficiencia es la base de una buena sociedad. Por lo tanto, en ese sentido, sí, lo que dijo Margaret era cierto: el objetivo que perseguíamos con la reforma económica iba mucho más allá de la economía.
Mientras seguía ahí sentado escuchando a lord Lawson, me vino brevemente a la memoria un recuerdo de infancia, de un día en que cenamos a la luz de las velas. Todas las luces de la casa estaban apagadas y la sensación general era un poco angustiosa. Recuerdo que mi hermana le preguntó a mi madre por qué estaba todo tan oscuro y su respuesta pareció indicar que ocurría algo grave que nosotros sencillamente no podríamos entender: «Estamos a oscuras porque tenemos que ahorrar electricidad; la mayoría de la gente del país no tiene luz esta noche».
La escena que describo ocurrió a mediados de los años setenta, un periodo de intensa volatilidad económica y malestar generalizado en las empresas. Un problema central era la inflación desbocada, provocada por la crisis del petróleo de principios de esa década. Esto indujo al gobierno laborista de aquel momento a rechazar las demandas de aumento salarial de los sindicatos. Estos respondieron a la inflexibilidad gubernamental con huelgas generalizadas y una de sus consecuencias fueron los apagones que afectaron a muchos hogares en todo el país.
En opinión de Thatcher, las huelgas eran otro síntoma de una dolencia nacional más profunda que tenía sus raíces en las políticas económicas de los años setenta. A su parecer, el poder cada vez más grande de los sindicatos fomentaba sentimientos reivindicativos egoístas entre la población trabajadora, a la vez que la expansión del Estado del bienestar recompensaba la dependencia del Estado y el letargo económico. Además, la rígida regulación de la actividad empresarial desincentivaba la innovación, al tiempo que la nacionalización de sectores clave ahogaba el espíritu de competencia. Como resultado final, demasiadas personas habían llegado a considerar al Estado como una suerte de padre benévolo, lo cual en opinión de Thatcher estaba erosionando la iniciativa, la autonomía y la responsabilidad individuales. Para que Gran Bretaña pudiera prosperar, era preciso extirpar ese Estado que generaba tales deficiencias en el carácter nacional. La reforma económica sería el procedimiento quirúrgico, y la salud moral y económica, la recompensa para el país.
Si bien el objetivo principal de las reformas thatcherianas era la corrosión del carácter nacional que creía percibir, su rechazo del orden social imperante en los años setenta implicaba rechazar también toda una concepción económica del mundo que había prevalecido en el Reino Unido y en la mayor parte de los países occidentales desarrollados desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
-Entre nosotros [en nuestro gobierno de los años ochenta] -me confirmó lord Lawson-, prevalecía una sólida impresión de que la socialdemocracia ya se había ensayado y había fracasado. Ahora se trataba de decidir qué debía sustituirla.
Lo que el gobierno de Thatcher consideraba ya ensayado y fracasado en la década de 1970 era justamente la misma concepción económica del mundo que había impulsado una prosperidad económica y un crecimiento generalizados durante las dos décadas anteriores. Comoquiera que se haya denominado ese paradigma anterior («socialdemocracia», «capitalismo regulado», «consenso de posguerra», «capitalismo keynesiano»), todos estos nombres aluden a un tipo de capitalismo donde el Estado tenía un papel más central en la economía del que tiene en la actualidad (sin contar, evidentemente, las medidas de emergencia adoptadas durante la pandemia del COVID). Dicho periodo de «capitalismo regulado» posterior a la Segunda Guerra Mundial suscribió básicamente la idea de que el Estado podría crear una sociedad próspera e igualitaria mediante una intervención centralizada en la regulación de la economía, el desarrollo de instituciones e infraestructuras nacionales, una fuerte inversión en los servicios públicos y la contención de las fuerzas del mercado....
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