Esteban Ventura Novo: El hombre del traje blanco
Heriberto Rosabal
Mientras estábamos celebrando nuestro juicio en esta Sala, falleció en Miami, Esteban Ventura Novo, y lo menciono porque creo que encierra un símbolo.
[...]
Cuando el gobierno revolucionario tomó el poder en Cuba, Ventura Novo y otros como él, responsables de crímenes contra el pueblo cubano, fueron recibidos y cobijados por el gobierno de este país. Muchos de ellos fueron usados, con la asesoría, dirección y financiamiento de las agencias de inteligencia norteamericanas, en su guerra sucia contra un gobierno que evidentemente contaba y cuenta con el apoyo de su pueblo.
Fernando González Llort1
El cabo Caro, uno de los asesinos bajo las órdenes del coronel Esteban Ventura Novo, fue sentenciado a muerte después del triunfo de la Revolución. Entre los cargos en su contra estuvo la detención y posterior desaparición de Lidia Doce y Clodomira Acosta Ferrals, mensajeras del Ejército Rebelde apresadas en La Habana el 12 de septiembre de 1958. El propio Caro relató en el juicio el horror de que fueron víctimas las dos heroicas mujeres:
"[...] del reparto Juanelo fueron conducidas a la 11na Estación... el día 13 Ventura las mandó a buscar conmigo y las trasladé a la 9na Estación, al bajarlas al sótano que hay allí, Ariel Lima2 las empujó y Lidia cayó de bruces, casi no podía levantarse, y entonces él le dio un palo por la cabeza saltándoseles casi los ojos al darse contra el contén [...] la mulatica flaquita se me soltó y le fue arriba arrancándole la camisa mientras le clavaba las uñas en el rostro. Traté de quitársela de arriba y se viró saltando sobre mí en forma de horqueta sobre mi cintura y él tuvo que quitármela a palo limpio hasta noquearla...
"[...] La más vieja, Lidia, ya no hablaba, solo se quejaba. Estaba muy mal, toda desmadejada. El 14 por la noche Laurent llamó a Ventura y le preguntó si ya habían hablado y èste le dijo:
"-'Los animales estos le han pegado tanto para que hablaran que la mayor está sin conocimiento y la más joven tiene la boca hinchada y rota por los golpes, solo se le entienden malas palabras '. -Laurent terminó solicitando que se las enviara y Ventura se las mandó conmigo "prestadas" pues eran sus prisioneras, fuimos en el carro de leche, vehículo utilizado para disimular el traslado de presos o muertos que guardaban en la 10ma Estación.
"[...] después de fracasar Laurent en sus torturas sin lograr sacarles una palabra (en la madrugada del 15) ya moribundas las metieron en una lancha, en la Puntilla, al fondo del Castillo de la Chorrera y en sacos llenos de piedras las hundían en el agua y las sacaban, hasta que al fin, al no obtener tampoco resultado alguno, las dejaron caer en el mar [...]"
La Habana era en aquellos años, como parece haber sido siempre, una ciudad inquieta. La vida nocturna entroncaba con el amanecer en los lugares donde se inicia el nuevo día en casi todas las ciudades. Los nuevos hoteles-casinos
-Capri, Riviera, Havana Hilton- le tendían cerco al aristocrático Nacional. Entre los viejos castillos de La Fuerza, La Cabaña y El Morro asomaba sus accesos el Túnel de La Habana, construido en tiempo récord por la francesa Compañía Des Grands Travaux de Marseille bajo las aguas del canal de la bahía. La dinámica urbe empezaba a ser conocida como "el Montecarlo del Caribe" y aunque todavía no llegaba a tanto, tenía, como todo lugar de este mundo, sus atractivos: Tropicana, Sans Souci, el mestizaje voluptuoso; Nat King Cole y Frank Sinatra; confetis y serpentinas, pitos y matracas; en su mayoría norteamericanos con atuendos floridos, paladeando rones, intentando tocar y bailar rumba y pagándose dadivo-samente placeres prohibidos. La ciudad de luces rutilantes disimulaba la de sombras, explosiones, arrestos, registros, aullidos de sirenas policiales; disparos, incluso de día; lavado de dinero y proyectos de grandes negocios mafiosos; mendigos, limpiabotas, billeteros, prostitutas, chulos, vitrolas, músicos ambulantes, lotería, manifestaciones estudiantiles, lucha clandestina... Los aires apacibles escapaban por el malecón y la Quinta Avenida hacia los clubes exclusivos, los parques en silencio, las calles con árboles frondosos y las mansiones de "caballeros" y "señoras", "señoritos" y "señoritas" atendidos con esmero por sirvientes de uniforme en repartos paradisíacos como Miramar y Biltmore, en la zona oeste. De los límites de la capital hacia afuera, en todos los rumbos, remedos de ciudades, centrales azucareros, ganado, fincas, latifundios, United Fruit Company, bohíos, desalojos, guardia rural, carboneros, niños sin maestros y con más parásitos que años; tiempo muerto... Un país que en la depauperación extrema engendraba la revolución con intenciones de "esta vez sí".
Y las revoluciones, sobre todo esas, cuestan sangre.
A la Morgue de La Habana, un edificio de dos plantas retirado en medio de la ciudad, llegaron más de 600 cadáveres de hombres y mujeres muertos por electrocución, golpes, ahorcamiento o balazos entre marzo de 1952 y diciembre de 1958. La cifra equivalía al cinco de los asesinados en esos años por los órganos represivos de la dictadura de Fulgencio Batista, según el cálculo del director de la instalación, publicado por la revista Bohemia en febrero de 1959. Muchos más aparecerían después en enterramientos clandestinos. Otros nunca serían encontrados. La mayor parte eran víctimas escogidas al azar como escarmiento después del estallido de alguna bomba, del atentado a un policía, o de cualquier otra acción contra el régimen que tuviera repercusión pública.
Al principio se intentaba disimular los crímenes con cierto acatamiento de formalidades legales, aunque fuese post mortem. La policía informaba el "hallazgo" del cadáver y el forense iba, hacía sus exámenes y entregaba el despojo humano a los familiares.
Pero después matar se convirtió -más todavía - en adicción sin control estimulada y pagada por el régimen de facto. Hasta en nombre del Presidente de la república se otorgaban ascensos y condecoraciones a quienes mejor aseguraban la "tranquilidad ciudadana" y la "estabilidad del país" a punta de pistola y a golpe de puños, culatas y vergajos. Las formalidades, por lo tanto, fueron despreciadas, cada vez más. Los muertos eran llevados hasta la entrada del Necrocomio en carros celulares, perseguidoras y autos con matrícula particular. Allí los dejaban, sin documentos. Los empleados tenían que acarrearlos, les tomaban fotos, les ponían un número y enviaban sus huellas al Gabinete Nacional de Identificación para intentar saber nombre, edad exacta, domicilio. A veces eran cadáveres de menores de 14 años. Algunos permanecían semanas en las neveras esperando que llegara algún pariente o conocido a dar fe de su identidad entre gritos sin consuelo y miradas que no pasaban del techo, buscando a Dios misericordioso en el cielo. Cuando no venía nadie eran entregados al Cementerio de Colón, donde los enterraban sin dolientes ni último adiós en una fosa para desconocidos.
Esteban Ventura Novo pudo ser peón de finca, zapatero, dependiente de bodega o, con buena suerte, llegar a la Universidad o hacerse cura, pero se alistó en el ejército, se avino al uniforme, al porte marcial y a los atributos aparentes y reales de la autoridad militar, hasta convertirse al fin en policía, por propia elección y juramento. En esa fuerza pública comenzó de vigilante y llegó a coronel. Le puso grilletes a La Habana, donde la sola mención de su impropio apellido llegó a ser muy temida: "Viene el delegado Ventura", corría la voz en cualquiera de los barrios circundantes de la 5ta Estación, y la calle se vaciaba de gente.
Pudo haber muerto en su infancia de alguna enfermedad curable no atendida a tiempo, pero falleció de un paro cardiaco a los 87 años. Pudo haber visto el fin de sus días en su natal Pijirigua, Artemisa, si el camino de su vida hubiese sido otro; o frente a un tribunal de justicia al triunfar la Revolución, por sus muchos crímenes. Pero no fue así. Murió en Miami, Estados Unidos. Su tumba está en el cementerio de Woodlawn Park North, donde fue enterrado después de la misa de rigor en la iglesia de Saint Michael, sita en Flagler y avenida 29.
Quienes lo conocieron de cerca o de lejos coinciden en que era más bien alto, espigado, no mal parecido, siempre vestido elegantemente, traje blanco -de dril cien, a veces de otro color o de muselina inglesa- hecho a la medida, o de impecable uniforme azul de policía. Cualquiera piensa que con tanto cuidado de su apariencia no gustaría de tocar a otros ni que otros rozaran su pulcra persona. Y dicen que sí, que aunque participaba en las golpizas de sus detenidos, no lo hacía siempre, para no lastimarse y cuidar su ropa. Cuando lo creía oportuno era capaz de mostrarse correcto e incluso afable con los prisioneros, calculándoles el temple con sus ojos pardos. Le gustaba el juego clásico del gato con el ratón y sus víctimas sabían, o intuían, que el juego podía ser fatal, que las historias que de aquel policía se contaban en La Habana y aún más lejos no eran cuentos, como tampoco eran chismes de...