DOCE HORAS DE VUELO desde Amsterdam hasta Beijing me arrojaron de bruces a una realidad muy diferente a la que dejaba atrás. El primer cambio lo noté en el horario. Había que adelantar el reloj seis horas respecto al horario europeo. Así que saludaba a Beijing un día después del que había partido de Madrid, a principios de agosto, un mes que los chinos denominan «fantasma» y que, según ellos, no es apropiado viajar.
Sin ser supersticiosa, llegué a pensar que algo de razón llevaban. Los noodels —el equivalente chino de los espaguetis— que comí en el avión a horas intempestivas me habían sentado fatal y mi estómago no terminaba de digerirlos.
Mi equipaje no había corrido mejor suerte. Lo recogí completamente mojado. Al principio pensé que era agua, pero en el hotel descubrí con estupor que era vino. En un viaje largo, el equipaje equivale a tu hogar y te sientes desolado cuando se estropea o lo pierden.
Ir sin reserva de hotel para los primeros días no es muy buena idea que digamos, pero al final siempre acabo haciendo lo mismo, por puro afán de jugar con el azar y la suerte. Esta, casquivana, unas veces te sonríe y otras te hace pagar un alto peaje.
Fui a parar al hotel de una calle estridente, saturada de comercios, chinos y ruidos. La bienvenida a China me horrorizó. Ante mis ojos, una marabunta de chinos enloquecida, comprando y consumiendo. La primera impresión de Beijing fue la de un «todo a cien» a tamaño gigante. Y para rematar la situación, bajo mi hotel, de estética hortera, abigarrada y asfixiante, karaokes y terrazas al aire libre. Todo muy adecuado para un sueño plácido y reparador. Entre el jet lag y el ruido no podía pegar ojo. Pasé dos días medio sonámbula, echando cabezadas en cualquier lugar.
El dragón me había engullido en su vientre sin contemplaciones. Yo sabía que, lejos de un viaje placentero, el reto era salir adelante. Viajar a China por libre no es un paseo de lujo, sino una paliza tanto física como psicológica. Hay que afrontar muchas dificultades, pero son precisamente estas las que hacen el viaje interesante y vívido. Si te lo dan todo organizado y hecho, pierde interés. Los viajes organizados están en las antípodas de quien descubre un país por sí mismo.
Y la primera dificultad es el idioma. Hasta que no caes de bruces en el país no eres consciente de la barrera que supone el idioma. Muy pocos chinos hablan inglés y hacerte entender es un ejercicio de habilidad.
Los taxis están tirados de precio, pero no encontré ni un solo taxista que supiese decir una palabra en inglés, así que siempre tienes que llevar papelitos con la dirección escrita en chino. Y qué decir de los hoteles y las estaciones de tren. El diccionario es un buen aliado, siempre y cuando contemple la grafía china, pues si intentas pronunciar el mandarín — dado que la entonación es muy importante— nadie te entiende. Así que tienes que hacerte el mudo y señalar con el dedo lo que quieres. Si no es así, te van a dar lo que crean: desde un asiento duro en un tren lento donde te ves obligado a pasar toda la noche, hasta patatas medio duras en un caldo de mantequilla. En fin…
En medio de calles atestadas de tráfico y ruido, llama la atención encontrarse a grupos de chinos sentados a la oriental en las aceras. Las distancias en Beijing son tan enormes y hay que andar tanto que cuando están cansados descansan en cualquier parte, sin que les importe los rugidos y los humos que invaden una de las ciudades más contaminadas del planeta.
Claro que también te puedes comunicar mediante dibujos, como el chino de Nanjing que me explicó que tenía mujer y tres hijos y que se dedicaba a hacer trajes a medida. Fue una experiencia tan bonita que, cuando lo perdí de vista, sentí un poco de tristeza. Aún sin comunicarnos con palabras, establecimos entre nosotros una relación llena de encanto. Me gustó su manera de acercarse a un extraño con quien no compartía ni la lengua. Me ha quedado de él un recuerdo vivo y gratificante.
Lo primero que hice el segundo día de mi estancia en Beijing fue cambiar de hotel. Estaba deseosa de visitar la Ciudad Prohibida, pero esta bien podía esperar hasta que solucionase mis problemas de alojamiento.
Me fijé en un hotel que recomendaba la guía, ubicado en un hutong, los tradicionales callejones de la ciudad que conservan las huellas de un modo de vida que día a día va desapareciendo, suplantado por la cultura del centro comercial y el lavado de cara que supone alojar las Olimpiadas del 2008.
Tranquilo, íntimo y acogedor, justo lo que necesitaba para refugiarme de la vorágine consumista y del ruido. Sus jardines pertenecieron a un eunuco de la emperatriz Cixi, una de las estrellas indiscutibles de la dinastía Qing quien con artes maquiavélicas logró trepar de simple concubina a emperatriz.
En Beijing conseguir un hotel con buena relación calidad-precio es una tarea ardua. El nivel de vida es muy bajo por lo que se refiere a transporte y comida, pero no así los hoteles. Con diez yuanes —un euro aproximadamente— puedes hacer una carrera media de taxi, subirte al tren tres veces o comer en un restaurante chino regentado por el gobierno. Sin embargo, no intentes buscar un hotel de calidad media por menos de treinta euros. Imposible.
Tuve que esperar al día siguiente para conseguir una habitación individual, así que decidí quedarme por los alrededores, en un hotel chino caro e insípido, pero al menos con las sábanas limpias, sin los muy comunes lamparones que a los chinos no parecen importarles.
Aproveché para vagar por los hutong, los que no están programados en los tours turísticos. Uno de los mayores placeres del viajero independiente es explorar rincones, sentir el pulso vital de sus gentes, descubrir y dejarse empapar por una realidad diferente a la suya.
Los hutong son los restos del naufragio de la vieja China devorada por la nueva. Fantasmas de una época no lejana, pero que a la velocidad que avanza la apisonadora del desarrollo son ya pasado. En ellos habita el alma de una China milenaria, pobre y mugrienta. Huelen a orines, a comida barata cocinada en medio de la calle, a rata. Veo a los chinos en cuclillas, en admirable equilibrio, siempre en grupos, frente a tienduchas destartaladas, donde cachivaches inútiles conviven con manzanas, melocotones, bebidas, tabaco, espejos… Al lado una mujer, cargada con un bebe que lleva el culo al aire —costumbre china para que los niños no se hagan pipí encima—, cocina. Otra improvisa un restaurante de una mesa y cuatro sillas en medio del callejón. Otros juegan a las cartas y al ajedrez chino sentados en unas banquetas minúsculas, alrededor de un cajón o una tabla tirada en el suelo.
Fascina pasear por este laberinto de callejones, flanqueado por viviendas destartaladas, a salvo del ruido infernal que llena de contaminación los pulmones de la ciudad. Solo algunas bici-carros y moto-carros se adentran por los más turísticos para mostrar el puñado de casas históricas con patio que se mantienen en pie.
La historia de los hutong se remonta a principios del siglo XIII, tras la devastación que sufrió la ciudad a manos de los mogoles. El líder, Gengis Khan, desencadenó su ira contra Beijing en 1215 y la redujo a escombros. Fruto de la reconstrucción nacieron los callejones que discurren de este a oeste para que la puerta principal dé al sur y cumpla así uno de los principios fundamentales del fengshui. Esta posición garantiza mucha luz y protección ante las fuerzas negativas del norte, al mismo tiempo que fomenta el yin —aspecto femenino y oscuro— y contrarresta el yang —aspecto masculino y luminoso—. Bajo la dinastía Qing había más de dos mil hutong, y en la década de l950 llegaban a casi seis mil. Hoy apenas sobrepasan los mil.
Encontré un «abuelo chino» no muy lejos del grupo de chinos sentados a la oriental y le pedí permiso para hacerle una foto. Su imagen, además de enternecedora, me pareció un símbolo de la vieja China, arrinconada por otra nueva que llega arrasando. Parece el guardián de un mundo que agoniza. El viejo pasa las horas custodiando su «Old Beijing Year Art Exhibition», una exposición de láminas desvencijadas y mugrientas, pastiches de la época imperial, que muestra en un cuartucho mal iluminado y mugriento. Me hubiese gustado hablar con él y que me contase su vida. Me tuve que conformar con captar la expresión de su rostro y una mirada, ausente e introspectiva, pero viva. Me despido de él dándole unos yuanes, a falta de atreverme a comprarle una lámina. Siento un poco de tristeza de dejarle ahí, abandonado a su suerte, sorbiendo despacio su taza de té. Para muchos de sus habitantes Beijing presenta una cara dura y despiadada.
Estampa de un hutong, los callejones tradicionales conformados por espacios parecidos a los de la foto, que surcan el corazón de Beijing. Casa, tienda, almacén y lo que haga falta, aquí habita una familia de cuatro miembros. Mugre, caos, olor a orines y el ruido atronador de los coches invadiéndolo todo.
El cambio de hotel fue un acierto y contribuyó bastante a hacer de mis días en Beijing una experiencia confortable. Al tercer día ya me había adaptado al ritmo de la urbe y comenzaba a disfrutar de su encanto. No sabría muy bien cifrar en qué radica. Quien la aprecie solo mentalmente, la encontrará fea, gris, ruidosa y contaminada, un infierno moderno donde conviven más de quince millones de almas. En agosto el calor es insoportable y pasas el día entero bañado en sudor. La luz...