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En 1959, la Revolución cubana saltó al escenario global y sorprendió a todo el mundo con la guardia baja. La nación isleña pronto se transformó en un foco de periodistas extranjeros, estudiantes entusiastas e intelectuales, todos decididos a presenciar con sus propios ojos el experimento social que estaba teniendo lugar. Fueron atraídos a este crisol caribeño de cambio como polillas a la luz y todos planteaban la misma pregunta: y después ¿qué?
Los inicios de la década de 1960 fueron testigos de una generación de intelectuales que se inclinaba hacia la izquierda, con la mirada fija en la floreciente revolución de Cuba. En medio del tumultuoso vórtice de la Guerra Fría, intentaron descifrar la trayectoria política de esta pequeña nación que se liberaba de los grilletes del imperialismo. Entre los intelectuales estadounidenses, muchos intentaron defender la Revolución de la agresión de su propio país e insistieron en que la Revolución cubana no era el vástago del comunismo, como alegaban sus críticos. Simultáneamente, a mediados de los años sesenta, algunos observadores extranjeros, como Leo Huberman y Paul Sweezy, editores de Monthly Review, habían empezado a catalogar la Revolución cubana de «socialista» incluso antes de que Fidel pronunciase este término en público.
Una de esas mentes curiosas que emprendieron este viaje fue C. Wright Mills, el reverenciado sociólogo de la Universidad de Columbia. Conocido por sus estudios acerca de la estructura de clases norteamericana tras la Segunda Guerra Mundial, sus obras Las clases medias en Norteamérica y La élite del poder ya lo habían situado como un observador sagaz de los cambios sociales. Durante dos semanas de agosto de 1960, Mills se sumergió en la experiencia cubana, e incluso pasó tres días viajando con el propio Fidel Castro. Su misión estaba clara: escribir un libro que capturase las voces de los revolucionarios cubanos y expresara sus aspiraciones al mundo. Al contrario que sus colegas, Mills veía a los revolucionarios a través de una lente diferente. Los consideraba marxistas, involucrados en la inmensa tarea de construir un «socialismo con corazón» en una isla que llevaba mucho tiempo siendo víctima del subdesarrollo.
El triunfo de la Revolución cubana en 1959 se encontró con una actitud beligerante por parte del Gobierno de Estados Unidos. A pesar de haber reconocido inicialmente el Gobierno del recién nombrado presidente Manuel Urrutia, apenas una semana después de que los revolucionarios hubieran derrocado el régimen opresor de Fulgencio Batista, Estados Unidos procedió a sabotear la Revolución cubana, sobre todo después de que Fidel Castro ascendiera al puesto de primer ministro en febrero de 1959. Cuando Castro quiso visitar Estados Unidos en abril, el presidente Dwight Eisenhower se negó a reunirse con él. Esto marcó el inicio de un firme declive en las relaciones, que culminó cuando Estados Unidos rompió lazos con Cuba en 1961 y puso en marcha una serie de tácticas de desestabilización coordinadas por la CIA: desde los más de seiscientos intentos de asesinato a Castro hasta actividades terroristas dentro de la Operación Mangosta en la isla y la invasión de bahía de Cochinos por parte de los exiliados cubanos de derecha. En 1962, la administración de Kennedy inició un bloqueo contra Cuba, lo que comenzó una campaña despiadada de hambruna y carencias contra los once millones de habitantes de la isla que aún ahora sigue asfixiando al país. Sin embargo, el pueblo de Estados Unidos no fue quien condenó a Cuba, a pesar de las acciones de su Gobierno. Justo después del triunfo de la Revolución, dos poderosas fuerzas sociopolíticas de Estados Unidos, el Movimiento Black Power y las organizaciones socialistas, se situaron detrás de la Revolución cubana inmediatamente.
Cuando Castro viajó a Nueva York para participar en la reunión de la Asamblea General de la ONU de 1960, antes de que Estados Unidos cortase oficialmente sus relaciones con Cuba, él y su delegación fueron expulsados de su alojamiento, por lo que no tenían un lugar donde quedarse. Malcolm X intervino y logró que la delegación cubana se alojase en el Hotel Theresa, en Harlem. Este gesto mostró las profundas conexiones entre el Movimiento Black Power y los revolucionarios cubanos de la orilla contraria. Cuando Eisenhower le negó a Castro la entrada a su almuerzo con otros líderes latinoamericanos, Castro respondió organizando su propio encuentro en una cafetería de Harlem con los empleados del Hotel Theresa, a quienes se refirió como «las personas pobres y humildes de Harlem». En una reunión entre Castro y Malcolm X, este último afirmó que «somos veinte millones y siempre lo entendemos», resaltando la solidaridad hacia el proceso revolucionario.
En marzo de 1960, Leo Huberman y Paul Sweezy viajaron a Cuba para presenciar en primera persona la Revolución. Se relacionaron con líderes revolucionarios (Fidel Castro y el Che Guevara), funcionarios estatales, nuevos organismos civiles y cubanos de a pie. A su regreso a Nueva York, Huberman y Sweezy presentaron sus observaciones en un número especial de su publicación socialista titulado «Cuba: Anatomy of a Revolution». Más adelante, ese mismo año, lanzaron su reportaje en formato libro con Monthly Review Press. Este libro fue uno de los primeros en argumentar que la Revolución cubana, impulsada por su fiel compromiso con la soberanía, se dirigía de una forma natural hacia el socialismo. Huberman y Sweezy volvieron a tratar la Revolución varias veces y El socialismo en Cuba, de Huberman (1960), tuvo una buena recepción en la isla debido a su crítica empática hacia el proceso cubano. La relación entre Monthly Review (la editorial y la revista) y la Revolución cubana ha sido duradera y significativa.
Casi treinta años después, en contraste con el telón de fondo del bloqueo continuo, la crisis de deuda del tercer mundo y la disolución de la Unión Soviética, Cuba se vio embarcada en un amplio programa de reformas, aunque sin flaquear en su compromiso con la educación, la sanidad y el bienestar colectivo. El tercer congreso del Partido Comunista de Cuba de 1986 aprobó un nuevo sistema de gestión económica y planificación que incorporaba una reforma salarial, la integración de un sistema de mercado en la agricultura, la liberalización de los sectores de producción y la venta de las empresas públicas. Estas reformas transmitían un trasfondo de emergencia debido al declive de la productividad en Cuba y el desafío de diversificar las exportaciones tras una cosecha de azúcar decepcionante en 1970. La caída de la Unión Soviética en 1991 llevó a Cuba a un «Periodo Especial» que, a pesar de la creencia popular de que terminó en la década de los años dos mil, aún persiste. Lo peor del Periodo Especial se palió después del inicio de la Revolución bolivariana de Venezuela en 1999, aunque la guerra híbrida contra Venezuela llevada a cabo por Estados Unidos ha entorpecido su capacidad para proporcionar apoyo material suficiente y solidaridad a la población cubana.
La desintegración de la Unión Soviética también hizo que se desvaneciera rápidamente cualquier esperanza de cambio en Washington, ya que los legisladores promulgaron una serie de duras leyes destinadas a aumentar el control sobre Cuba. De hecho, la agenda de hegemonía global de Estados Unidos ha chocado constantemente con la búsqueda de independencia y soberanía de Cuba, y estos choques no han hecho más que intensificarse desde el triunfo de la Revolución en 1959. La Ley para la Democracia en Cuba de 1992 (Ley Torricelli) y la Ley de Libertad y Solidaridad Democrática Cubana de 1996 (Ley Helms-Burton) reforzaron el marco para el bloqueo de Cuba por parte de Estados Unidos. Incluso las aperturas ocasionales, sobre todo para beneficiar al lobby agrícola estadounidense y a algunas empresas de Estados Unidos que buscaban mercados, se cerraron velozmente cada vez que llegaba a los legisladores del Capitolio un viento amargo desde los exiliados cubanos en Miami. El presidente Barack Obama intentó restaurar una apariencia de equilibrio mediante el inicio de un diálogo acerca de la normalización con el Gobierno cubano en 2009 y, más tarde, con su visita a Cuba en 2016. La instalación de redes de transporte y el funcionamiento de empresas extranjeras en Cuba representaban unas pequeñas aperturas frente al bloqueo.
Sin embargo, Estados Unidos ha intensificado su bloqueo a Cuba durante los últimos seis años, y esto empezó con la llegada del anterior presidente, Donald Trump. Después de asumir el cargo, Trump cerró repentinamente estas aperturas y prometió acabar con la Revolución cubana, todo eso añadido a su promesa de derrocar la Revolución bolivariana en Venezuela y la Revolución nicaragüense. La administración Trump les concedió el título de «troika de tiranía» y se comprometió a destruirlas mediante una campaña de «presión máxima» liderada por Estados Unidos. En 2017, Estados Unidos acusó al Gobierno cubano de llevar a cabo ataques sónicos contra empleados de su embajada; una declaración que fue desmentida más tarde. Sin embargo, esta acusación sirvió como pretexto para congelar las relaciones con Cuba, provocando una caída del turismo y dando lugar a una importante pérdida de ingresos, puesto que más de seiscientos mil visitantes estadounidenses dejaron de viajar a la isla cada año. Trump también implementó 243 sanciones nuevas, lo que invirtió el proceso de normalización iniciado por el anterior presidente, Obama, en 2014. Con las sanciones de Trump, Western Union cesó sus operaciones...
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