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Introducción
NOVA ET VETERA
Lo nuevo y lo antiguo (Mt 13,52)
Los paganos conocían el mito de las «tres Gracias»; nosotros cristianos conocemos las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Tres Gracias que no son míticas sino reales. El nombre «Gracias» sería, además, más apropiado para ellas que el término «virtud», que es una categoría más filosófica que bíblica y que pone más el acento en el esfuerzo del hombre que en el don de Dios.
En el cuadro de Sandro Botticelli elegido para la portada hay una clara espiritualización del mito. ¡Las tres Gracias -aquí insólitamente púdicas y castas- invitan con sus manos a mirar hacia el cielo! A la par que ellas, también las tres virtudes teologales se toman de la mano porque son inseparables. Donde está presente una, lo están también y necesariamente las otras dos. Sucede como en la Trinidad, donde en cada una de las tres personas divinas, por la naturaleza común, están presentes las otras dos. Existe una suerte de pericóresis, es decir, de mutua compenetración, también entre las tres virtudes teologales. No es casual que la expresión «la santa triada» se use para indicar las tres virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- además de para designar a la santísima Trinidad1.
Recurriendo a la tradición antigua -patrística y medieval-, intentaremos dar en este ensayo un enfoque que sea también moderno y existencial, es decir, que responda a los desafíos, a los desarrollos y, a veces, a los sucedáneos de las virtudes teologales del cristianismo que propone el hombre de hoy. El dicho evangélico sobre la necesidad de mantener unido «lo nuevo y lo antiguo» es el criterio que guía este pequeño tratado, que presenta todos los límites (y esperamos que también alguna ventaja) propios de cualquier intento de síntesis. Por tanto, no tiene ninguna pretensión de completitud y sistematicidad, sino que quiere tan solo ofrecer respuestas a preguntas y situaciones perennemente actuales, o que se han convertido en tales con la llegada de la modernidad. La exposición en breves capítulos -casi independientes uno del otro y que se pueden leer de forma no consecutiva- responde al estilo que ha asumido la comunicación escrita en la era de Internet. El tono del discurso y su marco litúrgico -un viaje ideal hacia Belén tras las huellas de los Reyes Magos- se deben al origen oral del libro, nacido como desarrollo de las predicaciones realizadas en la Casa Pontificia, en presencia del papa Juan Pablo II, en el Adviento de 1992, y del papa Francisco en el Adviento de 2022. La ventaja de este enfoque es que permite no pasar todo el tiempo definiendo qué son las virtudes teologales, sino que ayuda a descender al hoy de la historia y a la vida de cada uno. ¡De hecho, lo más importante no es saber qué son las virtudes teologales, sino ejercitarlas! Las virtudes teologales, al igual que la Escritura, se conocen practicándolas.
Otra ventaja es que semejante enfoque ayuda a situar la teología -incluso la más alta- al alcance de todo el pueblo de Dios y no solo de los «expertos». En definitiva, una teología «susceptible de ser predicada», como la favorecida por Karl Barth en su época y puesta en práctica por san Agustín. Estoy convencido de que no existe contenido de la fe, por muy elevado que sea, que no pueda llegar a ser comprensible para toda inteligencia abierta a la verdad. Si hay algo que podemos aprender de los Padres de la Iglesia es que se puede ser profundos sin ser oscuros. Basta con emplear un lenguaje accesible a todos que no desdeñe imágenes, historias, parábolas, poesías y pequeñas experiencias personales.
San Gregorio Magno dice que la Sagrada Escritura «con su claridad alimenta a los pequeños, con su profundidad deja perplejas las mentes de los más elevados. Es, en verdad, como un río, como ya he dicho, ancho y profundo, en el que tanto el cordero puede caminar, como el elefante nadar»2. La teología debería inspirarse en este modelo. Cada persona debería poder encontrar pan para sus dientes: el sencillo, su sustento y el docto, alimento refinado para su paladar. Sin contar con que, con frecuencia, se le revela a los «pequeños» lo que permanece escondido «para los sabios e inteligentes» (para no desanimar a nadie, algún que otro tema teológico especialmente exigente se tratará en las notas a pie de página y en los dos excursus finales).
En su núcleo más nuevo (desarrollado en la tercera parte dedicada a la caridad), el presente ensayo quiere ser un tímido intento de hacer teología partiendo no de la idea filosófica de Dios como «Ser absoluto», sino de la revelación bíblica de Dios como «Amor absoluto». No se trata de la pretensión insensata de sustituir al Ser absoluto por el Amor absoluto, sino del deseo de llenar el contenedor abstracto y estático con un contenido concreto y dinámico. Con otras palabras, es un intento de restituir a Dios la libertad del viento, el ardor del fuego, el pathos del amante celoso que lo caracterizan en el Antiguo Testamento y más aún la ternura paternal que solo el Hijo que «está en el seno del Padre» podía revelarnos. Un intento, el mío, que no tiene otra ambición que la de animar a otros a seguir adelante con mejores recursos ¡y con más tiempo a su disposición! (Un tema que habría que desarrollar, estrechamente ligado al de Dios «Amor absoluto» sería el tema de Dios «Humildad infinita»). Un enfoque más bíblico no significa renunciar al diálogo con la cultura moderna. Este mismo ensayo debería servir justamente como muestra de lo contrario. Quiere ser una pequeña contribución a la evangelización de la cultura y a la inculturación del Evangelio.
En mi opinión, la teología cristiana no ha terminado aún de liberar la idea de Dios de la jaula metafísica de Aristóteles y de las vendas de su propia especulación, que corre el riesgo de hacer de él algo parecido a una momia en el museo de la mente humana. El Dios de Aristóteles mueve el mundo sin moverse él mismo, igual que la luna mueve las mareas; por su parte, el Uno platónico es, ciertamente, Amor (Eros), pero al ignorar la Trinidad, no tiene a nadie «parecido a sí mismo» a quien amar y por el que ser amado, un poco como Adán antes la creación de Eva. ¡Amor sin alegría y belleza desperdiciada!
Al final, el resultado más bello (y también inesperado para mí) que ha brotado de este intento de síntesis es ver cómo vuelve a emerger en todo su esplendor el dogma cristiano de la Trinidad como la solución a los interrogantes nunca resueltos del pensamiento teológico. La revelación de la Trinidad -lo veremos- es lo que permite afirmar sin contradicción que Dios es amor, que es belleza y que es felicidad. ¡Tratar de hacer más aceptable para el hombre de hoy el cristianismo, poniendo entre paréntesis a la Trinidad, es como tratar de hacer más rápida la carrera de un velocista quitándole la espina dorsal!
Platón y Aristóteles, como también sus homólogos cristianos, Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, y todos los grandes teólogos del pasado hasta nuestros días, son «los gigantes» a cuyos hombros debemos subir para ver más lejos, aunque solo sea un centímetro. Si los interrogásemos acerca de Dios, estoy convencido de que ellos nos responderían como las criaturas inanimadas respondían a Agustín: «Quaere super nos!», ¡busca por encima de nosotros! Por encima de ellos está la Escritura que, como escribe también san Gregorio Magno, «crece con aquellos que la leen»3, crece en la medida en que nos acercamos a ella con nuevas preguntas y provocaciones.
Una palabra sobre el uso de la Escritura en el presente ensayo. A la hora de comprender la Escritura, ¿es suficiente con tener en cuenta la historia de un texto, las fuentes, las variantes, el género literario, en una palabra, la crítica exegética más actualizada, o hace falta además otra cosa? Todos esos medios no son, en mi opinión, la última palabra, sino siempre y solo una premisa y preliminares, si bien indispensables. Pensar que se puede «entender» la Escritura únicamente con la aplicación de las más avanzadas técnicas científicas, históricas y filológicas es como creer que uno puede explicar la eucaristía mediante un análisis químico de la hostia consagrada. Y sin embargo, quien más aprecia el trabajo crítico sobre la Biblia (y está agradecido a cuantos dedican a él su propia vida) es aquel que se sirve de él como de un mapa para explorar el terreno o un trampolín para el salto de la fe.
Una analogía puede ayudarnos a entender. Los estudiosos de la Divina comedia pueden llegar a explicar cada palabra, descubrir cada alusión, cada fuente histórica o literaria. Sin embargo, siempre quedará algo que escapa a todo eso, pero que es esencial: ¡ese algo indefinible que se llama poesía! Esta solo puede captarla el espíritu del lector, al entrar en sintonía y vibrar al unísono con el espíritu del poeta. Sucede algo similar con la Escritura. «El Espíritu da testimonio a nuestro espíritu» (Rom 8,16). Es la ley que preside toda lectura auténtica de la palabra de Dios, con tal de que no sea individualista, sino realizada dentro de la comunión de la Iglesia.
La Biblia no puede ser leída con el presupuesto velado, pero evidente y operante, de que es obra únicamente de autor humano. Existe una verdad histórica y una verdad que podemos llamar real u ontológica. Tomemos la afirmación de Jesús: «Yo soy el camino y la verdad y la vida» (Jn 14,6)....
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