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La península italiana brinda un espacio geográfico que desde antiguo ha funcionado como ideal escenario bélico donde producirse el encuentro y desencuentro de potencias antagónicas: romanos contra cartagineses, el Sacro Imperio Romano Germánico contra los Estados de la Iglesia, Francia contra España... Ha funcionado, además, como magnífico polo de atracción para gentes de distantes lugares de Occidente que, siguiendo el hilo de la Vía Appia, buscaban dar el salto al oriente mediterráneo, o para quienes siguiendo el hilo de la Vía Francígena ansiaban Roma. Más que por cualquier otra meta geográfica mediterránea, por ella han transitado nómadas cultos para los que, ya en época contemporánea, la pervivencia del Grand Tour daba pretexto para -en compañía del obligado preceptor y acompañante de los jóvenes aristócratas- recorrer sus armónicas ciudades, empaparse de arte y establecerse por un tiempo largo en las capitales de los numerosos Estados en que se hallaba fragmentado el territorio. Cada uno de ellos con su peculiar sistema político, administrativo o jurídico del que tomar ejemplo o (con mayor frecuencia) donde tomar nota y del que guardar sucesivamente debida distancia. Una escuela vivaz y heterogénea en la que, en un espacio por añadidura reducido, coexistían numerosas instituciones políticas con las que regir las colectividades: repúblicas aristocráticas, señoríos ducales en régimen feudatario, una teocracia omnipotente que a menudo entraba en colisión con el Imperio, monarquías despóticas que se afianzaron y debilitaron en el curso de los siglos... Un escenario, en definitiva, en el que no solo los jóvenes ilustrados de la alta clase social británica podían observar y formarse culturalmente, sino también el lugar al que acudían funcionarios selectos de las cortes europeas más sensibles al espíritu del Siglo de las Luces y donde curtir su espíritu crítico. Así herr Wolfgang Goethe, cortesano al servicio del príncipe de Weimar.
Goethe puso, por vez primera, pie en Venecia el día 28 de septiembre de 1786. Y allí permanecerá hasta mediados de octubre, hospedado en una habitación del Regina d'Inghilterra cuyas ventanas asoman a Ponte dei Fuseri, a escasos minutos a pie de la Plaza San Marcos. Su propósito era detenerse el tiempo suficiente «hasta que no me haya saciado del espectáculo de esta ciudad», como escribió diligente en su diario. Es la primera ocasión que se le presenta, desde que tres semanas atrás ha cruzado por el puerto alpino del Brennero, para poner orden en los papeles que remitirá poco después a la corte de Weimar. Entre los que se halla el manuscrito de Ifigenia. Se siente a salvo en una ciudad en la que no conoce a nadie, pero para evitar de todos modos enojosos tropiezos intenta pasar desapercibido adoptando para ello la falsa identidad de herr Möller.
Roma es la meta principal del viaje a Italia, la península en la que residirá hasta la primavera de 1788. Pero antes de viajar hasta allí ha querido permanecer en Venecia, atraído por la arquitectura de Andrea Palladio, de cuya originalidad creativa se ha empapado al detenerse en Vicenza pocos días antes. Y quizás también el motivo de su deseada estancia en Venecia no pase de ser una jugarreta del subconsciente. Y es que, recién desembarcado del Burchiello que lo ha transportado aguas abajo desde Padua, cabalgando la corriente del río Brenta -que antaño desembocaba en el estuario veneciano hasta que, en el siglo XIX, los ocupantes austríacos buscaron una desembocadura alternativa para atenuar (¡ya entonces!) los desastres causados por el acqua alta-, le asalta el recuerdo de un episodio de infancia que aflora desde las profundidades del agua verde de su conciencia: a la vista de las singulares embarcaciones negras que salen al encuentro de los viajeros, Goethe solo entonces rememora haber jugueteado de niño con una pequeña góndola que su padre le había regalado al regreso a casa tras un viaje al otro lado de la cordillera alpina.
En las dos semanas escasas que transcurrirá en la capital de la Serenissima, Goethe se nos presenta como un frenético viajero ávido por averiguarlo todo: una y otra vez sube al campanario de San Marcos para escudriñar la ciudad desde lo alto con un plano entre las manos; se pierde por el dédalo de callejuelas que recorre infatigable arriba y abajo, una y otra vez; contrata pasajes en góndola para contemplar la ciudad desde el otro lado del estuario y para poner pie en las islas más distantes; recoge conchas en las playas del Lido y toma nota de la flora que germina en sus arenas; acodado en el pretil del puente de Rialto, en la festividad del día de San Miguel, desgrana las horas y goza de la comedia humana que se desliza ante sus ojos. Tal es su frenesí que cuando poco antes de su partida entabla amistad con un viajero francés de paso por la ciudad, este queda admirado de que en tan poco espacio de tiempo el alemán haya podido adentrarse hasta tal punto en los secretos de la ciudad y en el funcionamiento engrasado de sus instituciones. Eso sí: no habrá espacio para episodios galantes. O, cuanto menos, no deja Goethe constancia de ellos en su diario.
Viaja a Venecia para impregnarse de arte. Y en especial, como ya se ha dicho, de la arquitectura de Andrea Palladio. De ahí el espacio que en sus notas venecianas ocupa la descripción de la Iglesia del Redentore, en la Giudecca; o de la fachada de la de San Giorgio, en la isla homónima; o del convento e Iglesia de Santa Maria della Carità -que en 1806 se convertirá en la sede de la Accademia delle Belle Arti-. Goethe admira en Palladio sobre todo su asimilación de los dictados clásicos: lo considera el mejor intérprete de Vitruvio y reafirma su creencia de que es preciso ahondar en las raíces del conocimiento de la Antigüedad clásica.
El escritor alemán se convertirá en visitante asiduo del fondo de arte antiguo de Palazzo Farsetti, el mismo en el que pocos años antes se había educado Antonio Canova (1757-1822), uno de los máximos escultores del neoclasicismo europeo. Admirará los mosaicos de la Basílica de San Marcos y también, de modo especial, la cuadriga de caballos en bronce dorado que campea en su fachada desde que los venecianos la arrebataron a Constantinopla tras la cruzada de 1204. Camina hasta las puertas del Arsenale o Astillero, pues hay allí dos leones en piedra de ejecución helénica. Se introduce en el patio de Palazzo Grimani para contemplar una estatua de Agrippa. Sonríe satisfecho ante dos bajorrelieves clásicos que juzga (erróneamente) procedentes de Atenas y que descubre en un rincón de la Iglesia de Santa Caterina, abandonados allí a su suerte en el siglo XIV tras haber sido transportados desde Ravenna.
En contrapartida, casi no hay mención al arte del Renacimiento, ni a la pintura de la escuela de Venecia, si se exceptúa la descripción pormenorizada de un cuadro de Paolo Veronese: La familia de Darío ante Alejandro -hoy en la National Gallery de Londres-. Pero cuando rememora cierto atardecer en que se ha hecho transportar en góndola al estuario veneciano para contemplar allí el panorama crepuscular, exclama: «He admirado el mejor cuadro, y el que mayor frescura revela, de la escuela veneciana», en lo que constituye un implícito tributo al arte pictórico de la Serenissima.
Maravilla su entusiasmo creciente por las obras teatrales adscritas a la commedia dell'arte y su distanciamiento respecto a la dramaturgia neoclásica. De hecho no hay velada en la que no acuda a las representaciones de las obras de Goldoni o de Gozzi, en las que queda subyugado por la rara fusión en escena de máscaras y caracteres trágicos, así como por el virtuosismo de la recitación, lo que a su vez le hace recordar a la dramaturgia griega. Un deleite que contrasta con el tedio que, en cambio, le causa la escenificación de la tragedia Elettra de Crébillon. Tanto más sorprendente en quien está puliendo los endecasílabos de Ifigenia en Táuride.
Al poeta alemán no se le escapa el carácter escenográfico de esta República que apuraba, en medio de la pompa y del fasto, sus últimas décadas de existencia. No es solo la fantástica tramoya de la ciudad suspendida sobre las aguas, sino también la curiosidad que suscita una sociedad en la que casi todo el año la gente cubre el rostro con la máscara. Por lo que Goethe callejea infatigable y se detiene con complacencia a escuchar a los oradores públicos, a presenciar los espectáculos improvisados en un rincón de las plazoletas o simplemente a contemplar de modo indiscreto a quienes dialogan en veneciano con una gesticulación que divierte al pausado alemán.
Venecia es para Goethe apenas un lugar donde descansar antes de proseguir el viaje a Roma, una meta ansiada que no le decepcionará. Pero pocos viajeros ilustres habrán llegado a desentrañar con tanto tino los muchos misterios que se encubren bajo los tejados de los pomposos palacios a orillas del Adriático.
La Venecia que conoció Goethe atravesaba por uno de sus momentos históricos más serenos. En contraste con la cronología convulsa de siglos precedentes, cuando se sucedieron las campañas militares promovidas en el remoto Levante mediterráneo, la política de la Repubblica Serenissima estaba totalmente volcada a la neutralidad. Lo que permitió que el Estado lograra sanear sus finanzas y que la actividad económica, social y cultural tuviera aquí mayor vigor que en otras cortes europeas.
La capital lagunar, que contaba con unos ciento cuarenta mil habitantes,...
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