Prólogo
El libro que tiene el lector en sus manos es una prueba tangible de que, si bien hace solo algunos años hubiera sido legítimo hacer referencia a la evolución histórica de la Iglesia católica en Cuba como uno de los temas poco abordados por nuestra historiografía, ya hoy la afirmación no sería enteramente cierta. Son varios los autores y los títulos que pudieran ilustrar un interés aún no desplegado en el amplio abanico de sus potencialidades para recrear la multiplicidad de escenarios en que la Iglesia y la religiosidad católicas -hegemónicas pese a todos los matices que puedan sugerirse- desempeñaron papeles importantísimos a lo largo de la historia colonial cubana. Como resultado, desde el punto de vista de la historia institucional, este proceso se ha tornado mucho más inteligible, y se abre con esto la posibilidad de avanzar en otras direcciones metodológicamente más complejas y sutiles.
Sin embargo, no hay que llamarse a engaño. Cualquier renovación sustancial en el ámbito historiográfico -hay excepciones, pero muy pocas- sigue un curso lento y acumulativo, y lo cierto es que un par de décadas atrás casi nada sabíamos de la historia eclesiástica cubana. En la Isla las investigaciones, los libros y los artículos sobre el tema eran escasos; los serios, casi inexistentes. Fuera de Cuba el panorama era muy similar, si exceptuamos los escritos de Manuel Maza Miquel y algún que otro trabajo de Reynerio Lebroc, que ya entonces se ocupaban de esas cuestiones.1 Hoy no son aún muy numerosos, pero sin dudas son más serios.
Durante largo tiempo a los historiadores cubanos no les interesó la temática eclesiástica, y los que estimen que la afirmación es demasiado categórica pueden convencerse luego de una sencilla búsqueda en los catálogos de cualquier biblioteca. Un árbol -ni siquiera varios árboles, previendo los casos de búsqueda exhaustiva- no hace monte. Tampoco puede achacarse ese desinterés, historiográficamente hablando, al ateísmo de Estado dominante, básicamente, durante las décadas del setenta y el ochenta del pasado siglo xx. Esta última circunstancia condicionó lecturas estrechas, prejuiciadas y seudocientíficas emparentadas con el marxismo manualista y, al mismo tiempo, enmascaró los nexos de ese silencio con la tradición historiográfica liberal cubana. Es a esta última, y a las circunstancias en que se desarrolla, a la que debe dirigirse de inicio la mirada para explicar las razones, tanto de los silencios como de una actitud hipercrítica que estimó respondidas todas las interrogantes con dos o tres afirmaciones categóricas.
En general, poco podría objetarse a las sentencias lapidarias con que, por ejemplo, un historiador tan respetado por nuestra historiografía como Emilio Roig presentó a la Iglesia católica como aliada incondicional del poder colonial en Cuba y portadora de una esencia antinacional y antipopular. Para él, esa institución fue durante toda la historia colonial de Cuba una "organización política militante al servicio del régimen colonial español y abierta, desaforada y contumazmente enemiga de la independencia de esta tierra y de sus hijos", según escribió en un libro publicado en 1958 y que, no casualmente, puso en manos de la Gran Logia de Cuba A.L. y A.M.2
A partir de ahí, y desde el enunciado de cada uno de sus capítulos, indica al lector que toda la tradición patriótica y revolucionaria cubana es laica, librepensadora y anticlerical. Lo más interesante es que tenía razón, pero al mismo tiempo, la absoluta ausencia de matices debilita el valor de esa obra. Más aún, como visión histórica del problema, desde mi punto de vista, la anula. Y eso a pesar -es legítimo hacerlo constar- de que ninguno de los historiadores marxistas cubanos apegados en su momento strictu sensu a la lectura simplista de la religión como "opio de los pueblos", logró superar a Emilio Roig en la búsqueda acuciosa de pruebas a favor de sus afirmaciones.
El verdadero problema es que ni Roig ni el resto de los representantes de la tradición historiográfica liberal y anticlerical cubana -como tampoco, valga decir, aquellos que hicieron los primeros guiños de nuestra historiografía marxista- se plantearon con seriedad la necesidad de estudiar la evolución histórica de la Iglesia en Cuba, que significaba al mismo tiempo comprender la complejidad de sus vínculos con la sociedad colonial y los posicionamientos y matices que fueron marcando cada etapa de esa evolución.
En otras palabras, cómo y por qué la Iglesia -como institución, y sin negar actitudes individuales divergentes entre la clerecía- adoptó una actitud reaccionaria ante el problema nacional cubano en la segunda mitad del siglo xix y, consecuentemente, de abierta oposición a la independencia. Estas preguntas carecerían de sentido solo si se considera a priori que la Iglesia fue una e igual a sí misma durante toda su trayectoria en la Isla, pero se trata de un apriorismo que ha generado respuestas falsas, total o parcialmente, incluso en autores serios como Roig, sin hablar de apologistas y denostadores.
Una de las cosas que ya sabemos -aunque aún queden largos trechos del camino que desandamos en penumbras- es que la Iglesia de los primeros siglos coloniales, e incluso de la primera mitad del siglo xix, era en Cuba significativamente diferente a la que en la segunda mitad de esa última centuria enfrentó el dilema de la independencia.
Las aristas desde las que pudiera visualizarse esa diferencia son múltiples y abarcan prácticamente todos los espacios de acción de la Iglesia, pero la clave -como ya ha intentado demostrar más de un autor, incluyendo a quien escribe estas líneas- está en la diferencia cualitativa entre la Iglesia criolla, cuyo origen puede rastrearse desde las décadas finales del siglo xvii y que subsiste al menos hasta inicios del xix, y la Iglesia re-españolizada que tomó forma como resultado del desajuste estructural causado por la secularización y la desamortización de bienes eclesiásticos de la década del cuarenta y la reforma desde el Estado emprendida a partir de los años cincuenta. La primera estuvo articulada a los distintos niveles de estructuración de una sociedad de la que era dependiente y cuyos intereses compartía, así fuera conflictivamente; la segunda pendía, en medio de múltiples contradicciones con el propio estado colonial, en una sociedad que no entendía y defendiendo un colonialismo de raíz liberal hispana, el mismo que la atacó con fuerza durante toda la centuria.
La escritura de la historia reflejó ese cambio de naturaleza. Las primeras expresiones del pensamiento histórico criollo del siglo xviii dedicaban un espacio significativo a la Iglesia, en consonancia con su estatus en una sociedad en la cual la religión -su expresión institucional tanto como la mucho menos racionalizada religiosidad- penetraba todos los ámbitos de la vida social. El obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, el regidor habanero José Martín Félix de Arrate y el historiador y periodista Antonio José Valdés, a pesar de sus inexactitudes y hasta de errores garrafales, nos trasmitieron con diafanidad la idea de una sola historia común e inseparable, la de la sociedad criolla colonial y la de la Iglesia que ella misma -básicamente sus élites, se entiende- construyó.
La historiografía cubana del siglo xix, sin embargo, parece borrar, con un acto de prestidigitación, el tema eclesiástico. No hay continuidad, pero tampoco hay realmente de qué sorprenderse. El tránsito vertiginoso hacia la plantación a gran escala y la explotación intensiva del trabajo esclavo -que reafirmó la dinámica diferencial de la economía del occidente de la Isla-, unido a los procesos vinculados al desarrollo de un laicismo de matriz burguesa y el esbozo de la nacionalidad, colocaron desde inicios de esa centuria las prioridades en otros núcleos de problemas. Con el avance del siglo, esos problemas se hicieron más complejos y profundos, arrastrando con estos a una Iglesia que sufría embate tras embate, internos y desde la Península, con la resultante de un significativo debilitamiento de sus espacios de influencia.
Saco, Bachiller y Morales y otros desentierran hechos, personajes, fragmentos de procesos, pero no les interesan los escenarios puramente de historia eclesiástica. La economía, el comercio, las "luces", la modernidad -a veces con otros nombres-, conforman un universo que por definición se opone, si no a la fe, sí a la tradición institucional e intelectual de la...