Schweitzer Fachinformationen
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Nacho llevaba esperando ese día desde que tenía seis años, el día en el que podría participar en los encierros1 de los Sanfermines. Y por fin había llegado el momento. En abril había cumplido dieciocho años y el siete de julio, fiesta de San Fermín, iba a correr delante de los toros con otros cientos de jóvenes llegados de diferentes partes del mundo. Durante toda la semana, tanto los pamplonicas como los visitantes celebraban una fiesta continua de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Vestidos de blanco y con pañuelo rojo, empezaban cada jornada a las ocho con el encierro, después el chocolate con churros para desayunar, más tarde, la música, los desfiles de gigantes y cabezudos2, las corridas de toros y, para terminar, los bailes, todo ello animado por el vino, la cerveza y demás brebajes3 alcohólicos. Era un ambiente tan excesivo que unos lo amaban y otros lo odiaban sin término medio.
En la madrugada del siete de julio, Nacho se levantó emocionado. Aunque casi no había dormido, no estaba cansado. Se duchó, se vistió con rapidez y salió hacia la plaza del Ayuntamiento. Como era temprano, pudo entrar sin problemas al recinto donde los mozos4 se preparaban para la carrera. Estaba lleno de energía y le molestaba tener que esperar más de una hora hasta el inicio del encierro. Para entretenerse comenzó a hablar con otros chicos que también esperaban. Algunos le contaron que, aunque el recorrido hasta la plaza de toros era corto, menos de un kilómetro, en realidad, los mozos solo corrían por las calles de la ciudad hasta que los toros, siempre más veloces, les adelantaban, luego tenían que seguir andando. No obstante, la experiencia de aquella carrera de un par de minutos era inolvidable por la mezcla de miedo, adrenalina y alegría que les recorría el cuerpo. Después de escuchar a los jóvenes, Nacho se puso más nervioso. Cuando faltaba media hora para el inicio, apareció un grupo de gente que gritaba y protestaba contra los eventos taurinos. Iban casi desnudos y habían pintado de rojo sus cuerpos para representar el sufrimiento de los animales en esos días. Aquella manifestación antitaurina terminó con la paciencia de Nacho que, lleno de ira, se acercó a ellos y les dijo: «Si vosotros tenéis el derecho de protestar, nosotros tenemos la libertad de correr. ¡Dejadnos tranquilos, no es asunto vuestro!». Una muchacha de ojos azules y pelo rojizo le contestó enérgicamente: «Pero los animales no tienen la libertad de elegir, por eso estamos aquí, somos su voz y defendemos sus derechos». Cuando Nacho quiso responder a aquella chica que le pareció pedante y ridícula oyó que los mozos empezaban a cantar a San Fermín para pedirle protección y unos instantes después, sonó el primer cohete. Las puertas se abrieron y salieron los toros. Nacho comenzó la carrera. Al principio iba tranquilo, al mismo ritmo que los demás corredores, pero, cuando vio aparecer el primer animal seguido por otros cinco, el miedo le invadió5. El toro más rápido pasó a su lado y al doblar6 la esquina, el animal resbaló7, perdió el equilibrio y chocó contra un muro. De inmediato, empezó a sangrar por la boca y cayó herido unos metros más adelante. Los corredores le daban golpes, pero el animal no podía moverse. En ese momento, Nacho sintió compasión por el toro moribundo. Siguió corriendo y vio detrás de él nuevas reses8 y muchos mozos que corrían rápido. De repente, los corredores le empujaron, algunos chicos cayeron al suelo. Nacho tropezó con ellos y cayó también. Unos segundos después, cuando intentó levantarse, sintió que algo se clavaba9 en su espalda y lo lanzaba10 por el aire. Cuando aterrizó, quedó tirado al lado de la valla en la calle Estafeta11. No sentía dolor, pero no se podía mover, tan solo pudo girar la cabeza y ver a la gente que presenciaba el encierro. Su mirada se encontró con unos ojos azules y una boca que con voz enérgica exclamó: «¡Aguanta12, muchacho, vas a salvarte!». A continuación, Nacho se desmayó13.
Cuando despertó no sabía cuánto tiempo había pasado ni dónde estaba. A su lado vio a su madre con un gesto preocupado. Notó que seguía sin poder moverse, pero ahora tenía dolores tan intensos que un grito escapó14 de su boca. Unos instantes después, una enfermera entró en la habitación y le inyectó15 un analgésico. Poco a poco Nacho se fue calmando. Estaba en el hospital y por los vendajes que envolvían su cuerpo se imaginaba que le habían operado. Un poco más tarde entró un doctor para explicarle el diagnóstico: «La cornada16 ha sido grave, pero hemos podido reparar los órganos y los tejidos dañados en la espalda. Ahora necesitas unos días de reposo y te curarás. Tú has tenido suerte, sin embargo, el joven de la otra habitación, que corrió en el mismo encierro, sufrió una cogida en la columna vertebral y ha perdido la movilidad de las piernas. Ha quedado parapléjico17. La verdad, no puedo entender que chicos sanos como vosotros arriesguéis la vida y la salud por dos minutos de adrenalina». Después de aquellas palabras, Nacho se quedó muy pensativo. La palabra parapléjico resonaba en su cabeza. Ese chico no podría volver a caminar. Ese chico podría haber sido él mismo, pero el destino había querido dejarle solo una cicatriz18 como recuerdo de su buena suerte. De repente, una voz fuerte y burlona le distrajo de sus pensamientos: «¡Vaya novato19 que eres, Nachito! Tu primer encierro en San Fermín y te pilla el toro. A mí nunca me ha pasado. Esos animales son tontos, solo hay que saber moverse a su lado». El que hablaba era su amigo Dani que acababa de llegar al hospital para visitarle. A Nacho le molestó el saludo insolente20 de su colega21. Es cierto que juntos habían celebrado muchas juergas22, pero en ese momento Nacho no estaba para bromas. Se sentía cansado y confuso. No podía quitarse de la cabeza la idea del joven parapléjico. Intentó ser amable, pero pronto pidió a Dani y a su madre que se marcharan. Cuando por fin estuvo solo, con gran esfuerzo, se levantó de la cama. Puso los pies en el suelo, lentamente dio unos pasos y, agarrándose a los muebles y a las paredes, salió de la habitación. Preguntó a un enfermero dónde estaba el joven herido y despacio se acercó hasta allí. Desde el cristal de la puerta pudo ver que la madre abrazaba al hijo y el padre, solo, en un rincón23 de la habitación, lloraba como un niño. En la mente de Nacho daban vueltas cual peonzas24 conceptos como riesgo, valentía, juventud, fuerza, diversión. De pronto no solo las palabras, sino también las paredes y las personas empezaron a girar a su alrededor y Nacho cayó al suelo inconsciente.
Una semana más tarde, Nacho salió del hospital, todavía con dolores, pero con buen ánimo. Había descansado y había tenido tiempo para pensar sobre lo que era importante en su vida. Ahora sabía lo que quería. Cuando montó en el coche, donde le esperaba su madre, le pidió ir a una dirección que acababa de buscar en el móvil. La madre le llevó sin hacer preguntas. Cuando llegaron, Nacho bajó del coche y entró en un local donde en un cartel se podía leer «Asociación contra el maltrato25 animal». Se acercó hasta una mesa donde trabajaba una muchacha delante de un ordenador.
-Buenos días-se presentó Nacho-, quiero inscribirme y colaborar con la asociación. La joven le miró. Allí estaban aquellos ojos azules y aquella melena rojiza que Nacho vio por primera vez el día de San Fermín. Él le sonrió y ella le reconoció. Sus miradas finalmente se habían encontrado en el mismo lado, el lado de los animales. La chica le devolvió la sonrisa mientras le decía: «Es una sorpresa verte por aquí. Me alegro de que hayas cambiado de opinión. Quizá San Fermín, con su fuerza...
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