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EL MUNDO EN UNA ALFOMBRA
Hace ya unos días que vivo en Isfahán. La familia que me acoge me ha recibido encantada y me estoy acostumbrando a vivir con ellos. Al principio no sabía si lo resistiría, pues se me hacía difícil vivir con niños ahora que mis hijos ya son mayores. No se puede vivir en Irán si uno considera que la intimidad y el silencio son sus bienes más preciados, por lo que si decido quedarme con esta familia debo cambiar y considerar a partir de ahora que mis bienes más preciados serán la convivencia, las confidencias, la alegría y el barullo; solo así seré feliz.
El piso donde vivimos ocupa la primera planta de un edificio de dos con garaje a ras de calle. De arquitectura moderna, el ladrillo visto de la fachada tiene ese color amarillo claro típico que producen las ladrillerías de Qom. En el rellano, como acostumbra a ocurrir en las casas de Irán, queda noche y día la exposición de zapatos, zapatillas y pantuflas de la familia, por lo que uno, por el simple hecho de pasar por él, puede adivinar de qué familia se trata, cuántos son sus miembros, si adultos o niños, si deportistas o sedentarios paseantes de bazar. Porque en una casa tradicional iraní, siempre alfombrada, no se entra con los zapatos puestos. Aunque la puerta de la entrada al edificio, de hierro pintado y vidrio esmerilado, está cerrada siempre y necesita del interfono para ser abierta, el rellano y la escalera son un lugar común y, por tanto, es obligatorio el uso del chador. Cuando Mariam, la esposa, y la vecina de arriba salen al rellano a charlar, lo hacen siempre con el chador de florecitas puesto, el de estar por casa; para salir a la calle se ponen el de satén negro.
Todas las ventanas del piso son apaisadas y se abren en la parte más alta del muro, por lo que los de dentro solo vemos el cielo y los de las casas vecinas no ven lo que ocurre en el interior. Deduzco que se trata de una arquitectura pensada ex profeso para proteger la intimidad y esta es la razón por la cual, si me interesa ver qué pasa en la calle, tengo que subirme a una silla. Y a una silla me encaramé cuando, al día siguiente de llegar a Isfahán, extrañada por los sollozos que llegaban desde el exterior y que oía cuando estaba en la cocina, quise saber qué pasaba. En la casa de enfrente, al otro lado de la calle, detrás de una tapia profusamente engalanada con crespones negros adornados con versículos del Corán y en una habitación alfombrada rodeada de cojines y con la puerta abierta de par en par, un grupo de mujeres sentadas en el suelo cubiertas con chador negro lloraban. En medio de los sollozos una voz femenina recitaba. Mujeres llegaban a pie o en coche para unirse al llanto. En la puerta de la tapia un muchacho joven con vaqueros y deportivas las recibía sonriente y las hacía pasar a la habitación del otro lado del patio, la que yo veía desde la ventana. Así me encontraron Mariam y los niños cuando entraron en la cocina: de puntillas sobre la silla, agarrada a la repisa de la ventana, intentando sacar la cabeza lo más posible por ella. Todavía se ríen cuando recuerdan la escena. Como estamos en el mes de Moharram, me explicó Mariam, en la casa de enfrente celebran unas reuniones de duelo, solo de mujeres, que se prolongan durante semanas. A ellas acuden mujeres del barrio, conocidas o desconocidas, además de familiares y amistades. En el barrio se sabe cuando en una casa se organiza este tipo de reunión y la noticia corre de boca en boca.
El piso tiene una sala grande para recibir y una alfombra kashan de fondo rojo con medallón central la cubre por entero. El matrimonio decidió comprar una mesa y seis sillas el año pasado para que los niños se acostumbraran a comer en una mesa. En una casa decorada solo con alfombras y cojines, una mesa y seis sillas es algo que clama al cielo, un estorbo, como un grano en una piel lisa y fina, pero hay que comprender el sentido pedagógico de la compra, pues hay que acostumbrar a los chicos a comer en una mesa. En esta casa la educación de los hijos es primordial y a ellos dedican su tiempo y todo su esfuerzo tanto el padre, cuando sale del bazar, como la madre. El equipo de música está en este salón, pues cuando hay invitados muchas veces se acaba con música y bailando.
A un lado de la sala principal hay dos habitaciones, una que podría considerarse un anexo a la sala porque no tiene puerta que la separe de esta, que se usa como sala de estar familiar y es el lugar donde están el televisor, el vídeo y la consola-DVD. Este espacio alfombrado con una gran gabbeh y cojines se usa también como dormitorio del matrimonio, para lo cual se despliegan por la noche sendos colchones que tienen enrollados y guardados en un cuarto vestidor durante el día. La otra habitación está reservada a los niños. En ella campean el ordenador sobre una mesa, la librería y tres camas. Un colgador con muchas patas y muchos brazos sirve para colgar mochilas, abrigos y chaquetas y está siempre a rebosar.
Al otro lado del salón está la cocina, un gran espacio alfombrado con kilims, donde el samovar está permanentemente en funcionamiento. El primero que se levanta lo llena de agua, enciende el gas y pone las hojas de té en la tetera con un poco de agua. Mariam tiene lavavajillas, microondas, fogones, horno y una nevera enorme, así como un congelador llenos a rebosar, como si tuviéramos que hacer frente a una hecatombe nuclear para la que hay que estar aprovisionado. A pesar de que los fogones y el fregadero están -como en nuestras casas- a una altura adecuada para cocinar y fregar de pie, todo lo demás se hace en el suelo, sobre los kilims, así que a menudo nos encontramos Mariam y yo de conversación en el suelo de la cocina, limpiando verduras, con una taza de té al lado. Al cabo del día, ya sea en casa ya sea en el bazar, acabo bebiendo decenas de tés.
Al lado de la cocina una puerta de cristal esmerilado da acceso a un pequeño distribuidor donde se abren dos puertas, una que da al retrete y la otra al hamam. En el distribuidor dos pares de chanclas de plástico, unas blancas y otras grises, sirven para entrar ya sea al hamam, las blancas, ya sea al retrete, las grises. Son bien grandes, pues deben acomodarse a todos los pies de la casa. El retrete es de estilo turco o persa: una plataforma de loza a ras de suelo con un agujero y unos espacios ondulados a cada lado para colocar los pies. Una manguera con grifo de agua fría y caliente sirve para limpiarse, pues no es corriente el uso de papel higiénico, ni en esta casa ni en ningún hogar tradicional iraní. También hay en este espacio un lavabo con su espejo. El hamam es una habitación con un desagüe en el centro, una ducha en una esquina, la lavadora-secadora en otra y colgadores y tendederos.
En Teherán muchas casas tienen baño al estilo europeo e incluso dos baños, uno europeo y el otro persa, y a uno le ofrecen a escoger según sus preferencias, pero en las casas tradicionales de provincias solo hay el retrete persa. Como el papel no se usa de forma habitual, es conveniente acostumbrarse desde el principio a limpiarse con agua. En la residencia de estudiantes donde viví cuando iba a la universidad de Teherán hace ya muchos años, había baños europeos, y las casas que frecuentaba entonces a menudo disponían de doble baño. Después pasé años alojándome en hoteles de lujo de las grandes cadenas, hoteles que son iguales en todas las partes del mundo. Si viajaba por el país, procuraba llevar siempre un buen rollo de papel higiénico. Esta vez en Isfahán he decidido adoptar sus costumbres en todos los sentidos. Utilizo, pues, la manguera para limpiarme como hacen todos los iraníes y he aprendido enseguida a no mojarme los pies y a enfocar bien. Con la costumbre he visto que resulta de lo más higiénico y uno queda limpito y fresquito. Es costumbre usar la mano izquierda para limpiarse y la derecha para comer, y aunque los iraníes no son muy estrictos en esta cuestión es mejor hacer caso de esta regla. Y ¿qué hacer con el trasero mojado? Esta es la gran pregunta que por fin me atrevo a soltar a Mariam. «Pues, simplemente subirse las calzas», me contesta, y aquí es cuando uno entiende el porqué de la depilación total que tradicionalmente llevaban a cabo tanto hombres como mujeres. Me cuenta Mariam que su abuelo iba al hamam público y se depilaba con un producto que compraba en el bazar y que tenía un olor muy característico, mal olor dice ella, cuando se disolvía en agua, y que aún se vende. Me comenta también que su religión recomienda eliminar los pelos del cuerpo y que todavía hoy en medios tradicionales se mantiene esta costumbre.
-Es mucho más barato que la crema depilatoria que venden de importación en las perfumerías de Chahar Bagh, pero las jóvenes de hoy posiblemente no saben que existen los polvos que usaban sus abuelos o consideran que es algo retrógrado y sucio -comenta riendo, y decidimos comprar un poco de este producto en el bazar para que yo pueda probarlo.
Los viernes, día festivo semanal, es el que acostumbramos para dedicar a tomar un buen hamam, baño, lo cual no significa meterse en la bañera, pues no es costumbre y no las hay en las casas tradicionales iraníes, sino tomarse todo el tiempo para remojarse, exfoliarse con un guante de crin, depilarse, cortarse las uñas y disfrutar de un rato a solas en la sala de aguas de la casa. El viernes por la mañana, como todas las familias se están lavando, se acaba el agua en Isfahán y siempre hay quien se queda a medio enjabonar. «Pero no se debe salir con el pelo mojado -me comenta pícara Mariam- pues como es obligación religiosa el...