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Cae la tarde en Konya, una ciudad que posee una belleza misteriosa, fragante y sensual. Los últimos rayos de este tímido sol de diciembre acarician las cúpulas de las viejas mezquitas que nos hablan en silencio acerca de un pasado esplendoroso. La luna va asomándose en el horizonte sosegado de la vieja Iconium visitada por Pablo de Tarso en los albores del cristianismo, la misma ciudad que fuera en su día, allá por el siglo XIII, la suntuosa capital del Sultanato selyúcida de Rûm, ya bajo poder turco. De fondo, suena el azan, la llamada a la oración que emerge desde los alminares en forma de lápiz de todas las mezquitas de la ciudad.
Estamos a las puertas del invierno y el frío se deja sentir con intensidad en el corazón de la Anatolia turca. Grupos numerosos de personas, familias enteras, se dirigen a buen paso hacia el «Centro Cultural Mevlana», un moderno complejo cultural y sala de conciertos que hoy acoge la célebre ceremonia de los derviches giróvagos denominada samâ'. Al parecer, está prevista la actuación de varios de los mejores músicos, cantantes y recitadores de Corán de toda Turquía, algunos venidos expresamente desde Estambul. En 2003, dicha ceremonia fue declarada por la UNESCO Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Su elemento más vistoso es la hipnótica danza circular, que más que danza es plegaria en movimiento. El poeta Rainer M. Rilke (m. 1926), tras contemplarla en El Cairo, allá por el año 1910, escribió: «Es el auténtico misterio de la postración de la persona que se arrodilla desde dentro».1
La danza de los derviches giróvagos ha atraído a lo largo de los últimos siglos a numerosos artistas, literatos y aventureros. Tal vez el testimonio más bello se lo debamos al escritor francés Théophile Gautier (m. 1872), que tuvo la oportunidad de contemplarlos en el barrio estambulita de Gálata. Los derviches giróvagos, escribe Gautier:
[...] actúan como nadadores confiados que se dejan arrastrar por el río del éxtasis [...]. Su falda, como un pájaro al emprender el vuelo, palpita y aletea; su velocidad se acelera; la tela flexible alzada por el aire que se cuela, se despliega en rueda, se acampana como un torbellino de blancura cuyo centro es el derviche [...]. Su danza evoca el vuelo de un enjambre de espíritus celestes o grandes pájaros místicos abatiéndose al suelo.2
La actuación que tiene lugar en Konya forma parte de los actos anuales de homenaje al poeta y sabio sufí persa Rûmî, muerto y enterrado en este lugar un 17 de diciembre de 1273. Conocido entre sus discípulos como Mawlânâ, literalmente «Nuestro Maestro», él es el verdadero artífice e inspirador no solo del samâ', sino también de la fraternidad sufí de los derviches giróvagos mawlawîes que hoy honran la memoria de su maestro espiritual cantando y danzando. De unos años a esta parte, gracias a la popularidad alcanzada por Rûmî en Occidente, Konya se llena hasta los topes, a mediados del mes de diciembre, de visitantes, tanto nacionales como extranjeros de todos los rincones del mundo, venidos para rendirle tributo al sabio sufí de Konya, convertido hoy en fuente de inspiración para millones de hombres y mujeres de todo el planeta. De tal manera esta ciudad apacible el resto del año, vive durante estos días un momento muy particular de efervescencia en torno a la figura del que es su hijo adoptivo más ilustre, Rûmî, una de las cimas espirituales no ya del islam, en cuyo seno ocupa un lugar de privilegio como uno de los principales sabios y poetas sufíes en lengua persa, sino de la espiritualidad universal. El hecho de que el año 2007 fuese declarado por la UNESCO «Año Internacional Rûmî», coincidiendo con el 800 aniversario de su nacimiento, supuso una forma explícita de reconocer la universalidad de su legado literario y espiritual.
Fue precisamente tras establecerse en Konya, «una ciudad delicada, elegante, amante de la música y de la danza»,3 tal como la definió el escritor turco Ahmet Hamdı Tanpınar (m. 1962), cuando los sentidos altamente refinados de Rûmî se abrieron a la belleza de la realidad circundante y su alma se llenó de las más puras visiones místicas. En esta ciudad que le rinde tan fervoroso tributo, se produciría el descubrimiento del amor, símbolo central de su filosofía espiritual, gracias al encuentro con un extraño derviche errante, tan radical como inclasificable, a quien se lo conocía con el nombre de Shams. Dicho encuentro, único por sus características en la historia del sufismo, marcó el acto de nacimiento del Rûmî cantor del amor místico que ha pasado a la posteridad como uno de los nombres más relevantes que la tradición islámica ha dado al mundo.
Rûmî pertenece a esa categoría particular de sabios musulmanes para quienes el mundo no es sino un texto en el que aparecen inscritos los signos divinos. Para tales hombres y mujeres fuera de lo común, la teofanía no es algo puntual, ondulatorio por así decirlo, sino permanente. Dichos seres humanos encarnan lo que los sabios sufíes denominan la wilâya o proximidad a Dios, que no es sino la conciencia ininterrumpida de la presencia divina. Son los llamados «conocedores por Dios» ('ârifûn bi-Llâh); esos que han conseguido traspasar el secreto del velo y contemplan a Dios en todas partes y en cualquier circunstancia, quienes son capaces de ver Su gracia y Su misericordia infinitas colmando lo finito y perecedero. De ahí que afirmen que el ser finito del hombre participa del ser eterno de Dios, «el Geómetra de la eternidad» en palabras del propio Rûmî.
Tales sabios poseen la intuición de las esencias, el discernimiento cabal de las formas, de tal manera que presienten de modo natural la naturaleza real de las cosas. Rûmî, que buceó hasta los fundamentos mismos de la existencia, experimentó en vida una verdadera metamorfosis de la mirada. De ahí que en su obra hallemos de principio a fin una cálida invitación a la conversión de nuestra atención, consciente de que cada ser es y se convierte en lo que mira. Rûmî nos enseña una nueva forma de mirar; él que miró con humildad y, al mismo tiempo, con valentía donde nadie antes había mirado.
Hay autores que únicamente adquieren celebridad gracias a sus obras escritas; fuera de sus poemas, de sus ensayos o de sus novelas, no existen. Otros, sin embargo, la alcanzan al unir sus singulares vidas a sus obras. Uno de esos autores privilegiados fue Rûmî, alguien a quien no le faltó jamás sinceridad a la hora de escribir. Y es que fue de una veracidad que no puede expresarse con palabras. Fue un hombre que vivió lo que escribió y escribió lo que vivió. Esta conexión íntima entre la obra y la personalidad del autor, tal identidad entre el mensaje y el mensajero, pocas veces se ha afirmado con mayor rotundidad como en su caso. A una obra absolutamente insólita en el ámbito espiritual de todos los tiempos se corresponde una personalidad fuera de lo común desde cualquier punto de vista. Pues bien, en estas páginas nos embarcaremos en la tarea de bosquejar su singladura vital, al tiempo que nos sumergiremos en su vasta obra poética, verdadera suma metafísica en verso, sabedores de que esta, expresión misma de la potencia de su genio tanto creativo como didáctico, es el espejo en el que se refleja todo su universo espiritual y, en particular, su vivencia fruitiva de Dios.
Así pues, en estas páginas vuelvo a ocuparme del sabio sufí de Konya, a quien he dedicado algunos de mis libros anteriores y también mi tesis doctoral, que versó sobre el simbolismo del ney, la flauta sufí de caña, en el sufismo de Rûmî. Gracias al ney, cuyo sonido lastimero tanto amó, se convertiría, andando el tiempo, en el instrumento musical por excelencia del sufismo. Y vuelvo a ocuparme otra vez de Rûmî, porque hay autores que exigen toda una vida, del mismo modo que hay amores -y yo no oculto el que siento por él- que duran siempre. Vuelvo a Rûmî, aunque la verdad es que jamás me he despegado de él, desde que irrumpiera en mi vida de forma inesperada, siendo yo por entonces un joven sediento de ser, de belleza y de veracidad, hace de eso más de tres décadas.
Debo decir que a la hora de escribir el libro que tienes en tus manos, querido lector, no he estado solo. Me han acompañado todos aquellos grandes maestros y expertos en Rûmî que me precedieron en el estudio de su magna obra y de su apasionante periplo vital; nombres ilustres, del pasado y el presente, cuya lista es larga. Y es que se escribe siempre con el cúmulo de lo que han escrito los demás previamente. Tampoco quiero olvidarme de todas esas personas, derviches mawlawîes algunas de ellas, que he ido encontrando a lo largo de los años y que me han ayudado a comprender mejor no tanto el saber de Rûmî sino cómo transmite ese saber. De hecho, en la manera particular que tiene Rûmî de decir las cosas reside su verdadero encanto. En cualquier caso, nadie salvo yo es responsable de los posibles errores que pueda haber en estas páginas. En cambio, todas las personas, sin excepción, que me han brindado su ayuda y apoyo desinteresado participan en sus posibles aciertos.
Por último, un aviso para navegantes. Querido lector, no niego que el Rûmî que aparece en estas páginas es mi Rûmî. Y es que toda biografía nos habla también acerca de nosotros mismos. ¿Acaso narrar otra vida no es narrar un poquito la nuestra...
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