INTRODUCCIÓN
"Frivolidad" se dice de muchas maneras
Paradojas de un mundo "plural": suena todo parecido. Si uno atiende sólo a los medios de comunicación masiva, la industria cultural o los vocabularios académicos, podría llegar a pensar que al menos en algo nos hemos puesto de acuerdo: en hablar parejo. Quizás existan valores contrapuestos, pero por fortuna se expresan en una gramática sin variaciones. Las formas de vida son acaso incompatibles, pero cuando menos se comunican con idénticos conceptos. Gracias a la existencia de un lenguaje neutro y al alcance de cualquiera, los sujetos tan diversos serían capaces de entenderse sin mediar fricción ni traducción. Tal vez no compartan nada más, pero comparten las palabras. Mitos del "pluralismo": un lenguaje común.
¿A quién conviene y desde dónde se impulsa esta ilusión de que sociedades fragmentadas entre pobres y ricos, hombres y mujeres, colonizadores y colonizados tendrían, sin embargo, un solo lenguaje, imparcial, ecuánime, objetivo? El paradigma de la armonía que promueve el capitalismo liberal pretende expulsar del reino del sentido aquellas formas de protesta, proyectos políticos y categorías intelectuales que no se sometan a su propio lenguaje. Como ruido deben ser percibidos los cacerolazos de los indignados, pero también las creaciones conceptuales elaboradas desde los márgenes. Ruido son los confusos gritos cuando se dispersa una protesta y de igual modo las hablas populares ("jergas", "argots", "dialectos") en las que se alojan saberes prácticos, políticos o estéticos.
La democracia fue descrita por Alexis de Tocqueville hace casi 200 años como una especie de tumulto, un clamor confuso en el que "mil voces llegan al mismo tiempo a nuestro oído". Y sin embargo la cultura de la escucha política en la que habitamos nos instruye a reprimir el bullicio de las voces simultáneas y refugiarnos en el lenguaje de nuestra propia casta, club o partido. Para afrontar las muchas voces de la democracia es necesario cultivar un tipo de escucha que sea capaz de lidiar con las diferencias, las cacofonías y las disonancias. Contrario a esto, el capitalismo liberal promueve una audición en extremo irritable, apta para discernir tan sólo un discurso a la vez: el propio. Al modo de aquellos hablantes que se interrumpen a sí mismos cuando empieza a llorar un bebé o sobrevuela un avión, así los promotores del "lenguaje común" cuando alguna de las mil voces de la democracia penetra su cerco. "¡En medio de este caos es imposible hablar!", protestan: "¡Nos están polarizando!"
Candor de "pluralistas": no hay dos polos, sino múltiples fragmentos. Antes que estar polarizadas, las sociedades políticas se encuentran más bien pulverizadas. Participamos en lo que Roland Barthes llamó la "irredimible guerra de los lenguajes"; nos oponemos unos a otros en nuestras formas de citar, escribir y pronunciar las palabras con que habitamos y manipulamos el mundo. Donde unos hablan de "pueblo", otros hablan de "sociedad civil". Mientras que algunos se refieren a gobernanza y accountability, otros hablan del sumak kawsay o del "vivir sabroso". Ciertos hablantes tienen en la punta de la lengua la palabra empoderamiento, otros quieren decir más bien despojo y resistencia. Detrás de estos vocabularios incompatibles se encuentran siempre formas de vida discrepantes.
Aparte de las disputas entre vocabularios alternativos, tenemos también desacuerdos sobre los mismos conceptos. Es evidente que la "democracia" del liberal no es la misma del republicano, y la "autonomía" de los movimientos territoriales indígenas es algo muy distinto a la del libertario capitalista. Si revisamos las expresiones tan variadas en que se utilizan conceptos como pueblo, política o libertad entre socialistas, anarquistas, movimientos campesinos, fascistas, feministas y liberales, es posible que la única coincidencia que logremos encontrar es lo que Wittgenstein llamó un "parecido de familia": unos cuantos usos del concepto tienen la misma nariz, a aquéllos se les nota el parentesco por la forma de la cara, éstos caminan a un compás similar, éstos otros tienen un no sé qué que los vincula.
Éste es el caso con el concepto de frivolidad, utilizado en el presente por muchos hablantes del español para navegar su propio mundo y dotarlo de sentido. Dicha palabra, sin embargo, se encuentra lejos de ser un sitio de reunión entre las diferentes clases sociales, ideologías y culturas. Se trata más bien de un punto de dispersión: la palabra frivolidad circula en gramáticas contrapuestas y antagónicas que se refutan, se sobreponen o se ignoran unas a otras.
Un hablante como Vargas Llosa escribe un libro sobre la frívola decadencia del mundo moderno y afirma que el mejor ejemplo que podemos pensar de "frivolidad" es el levantamiento armado de algunos indígenas pobres y marginados en Chiapas. El líder del partido de ultraderecha español Vox repite una y otra vez que ya es hora de enfrentarse a los frívolos progresistas cosmopolitas que traicionan los intereses del pueblo español y malbaratan su soberanía. El movimiento de la Cuarta Transformación en México elabora un discurso sistemático para describir el neoliberalismo como una nefasta época de frivolidad política. Algunas mujeres se rebelan contra la acusación milenaria que las ha señalado como vanas e inconstantes y reivindican su derecho a la frivolidad.
Todos estos hablantes se expresan al mismo tiempo, pero manipulan la palabra frivolidad de maneras distintas, utilizan criterios incompatibles, enaltecen valores opuestos y declaran sus propias prioridades. Fundan diversos reinos del valor y del sentido a través de la misma palabra: frivolidad. Pretender que podemos abarcar todos estos usos lingüísticos en una definición unívoca sería como querer contener el agua corriente en un manojo.
Uno de los prejuicios más comunes en relación con el lenguaje es lo que podemos llamar el sesgo de la generalidad, que consiste en suponer que todos los usos de una misma palabra están unidos por un componente esencial, algún atributo que forzosamente se revela en cada nueva expresión particular. Este sesgo tiene como consecuencia que, obsesionados por la generalidad de los conceptos, dejemos de atender las gramáticas concretas con que personas y grupos utilizan las palabras para navegar y manipular su propio mundo. Como bien dijo Wittgenstein, el sesgo de la generalidad resulta a menudo un obstáculo para las reflexiones conceptuales de la filosofía y las ciencias sociales:
La idea de que para lograr claridad acerca del significado de un término general haya que encontrar el elemento común a todas sus aplicaciones ha sido una traba para la investigación filosófica, pues no sólo no ha conducido a ningún resultado, sino que hizo además que el filósofo abandonase como irrelevantes los casos concretos, que son los únicos que podrían haberlo ayudado.1
Muchos discursos académicos e intelectuales operan impulsados por el sesgo de la generalidad, y encubren que los conceptos tienen múltiples usos simultáneos que se contraponen, se solapan o se desentienden unos de otros. Varios de los libros que tratan sobre democracia giran alrededor de una gramática específica de la democracia, pero proceden como si no existieran otros muchos usos populares, cultos, heréticos o revisionistas del concepto. Este sesgo de la generalidad representa un obstáculo para reconocer que usamos las mismas palabras con el propósito de nombrar -y sobre todo de hacer- cosas muy distintas.
No obstante, reconocer y analizar las variadas gramáticas concretas de conceptos tan distinguidos como democracia o libertad se ha vuelto una tarea casi imposible. Estos conceptos están recubiertos por siglos de discursos -eruditos, parlamentarios, judiciales- y se encuentran dispersos por bibliotecas infinitas. Desenredar sus diferentes gramáticas sería como desembrollar una madeja anudada y revuelta por generaciones: una verdadera maraña conceptual.
Si queremos observar con claridad la variedad gramatical de los conceptos, la manera en que las mismas palabras funcionan como instrumentos diferentes e incompatibles, debemos poner atención a algunas palabras más ordinarias, que no han sido reclamadas por académicos y expertos, pero que constituyen puntos cruciales de disenso entre actores sociales y políticos en el presente. Para llevar a cabo una investigación como ésta, nos conviene buscar entre los vocabularios políticos más cotidianos, cuyo protagonismo no se encuentra en las facultades universitarias, sino en las columnas de opinión de los periódicos; conceptos usados con mayor frecuencia en las redes sociales y en los discursos políticos cotidianos que en los diccionarios especializados.
Frivolidad es una palabra sobre la que no recae con frecuencia la atención de politólogos, sociólogos, filósofos o analistas políticos. Sin embargo, funciona como una especie de shibboleth que revela los deseos, los intereses y las creencias de los hablantes que la pronuncian. La expresión shibboleth, que devino en un sinónimo culto de contraseña, tiene su origen justamente en la posibilidad de determinar la identidad de una persona a partir de su manera de pronunciar ciertas palabras. De acuerdo con el Libro de...