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PREFACIO
El 6 de octubre de 1978, el entonces arzobispo de Múnich y Freising, el cardenal Joseph Ratzinger, en la homilía pontifical en sufragio por Juan Pablo I, recordando a sus fieles las características sobresalientes de la figura y el trabajo del papa Luciani, no dejó de referirse a la consolación que despertó su testimonio ejemplar, y afirmaba:
El tiempo ya no es la red de la muerte, sino la mano tendida a la misericordia de Dios, que nos sostiene y nos busca. Y sus santos son los pilares de luz que nos muestran el camino, transformándolo ciertamente en el de salvación, mientras cruzamos la oscuridad de la tierra. A partir de ahora también él pertenecerá a estas luces. Y de lo que se nos concedió durante solo treinta y tres días emana una luz que ya nadie nos puede quitar. Por ello damos gracias al Señor ahora de todo corazón.
Este libro trata sobre la luz de santidad de Albino Luciani.
Su autor, Claudio Alberto Andreoli, que tuvo la gracia de conocer personalmente al Siervo de Dios, ha querido rendirle un homenaje con esta publicación para que la enseñanza de la vida sacerdotal y episcopal de quien fue «la sonrisa de Dios» permanezca para todos como un legado y un consuelo y para que su luminoso ejemplo siga dando buenos frutos en el Pueblo de Dios.
El 26 de agosto, en un cónclave que se desarrolló muy rápido con una mayoría «real», como la definió el cardenal belga Léon-Joseph Suenens, los cardenales de todo el mundo habían mirado hacia el pastor de la fe segura, que vive en el rebaño y para el rebaño de los fieles, que habla con sabiduría y atrae las almas con las palabras del Evangelio.
Ellos querían un padre, colmado de humana y serena sabiduría y de fuertes virtudes evangélicas, experto en los dolores del mundo, en los traumas del hombre contemporáneo y en las necesidades de la inmensa multitud de personas que viven marginadas.
Habían elegido un sacerdote que creía en la virtud de la oración, capaz de desafiar la indiferencia con el corazón y con el amor.
En su última audiencia del 27 de septiembre, dedicada a la caridad, Juan Pablo I indicó enfáticamente que los pueblos hambrientos interpelan a los opulentos, invitándonos a preguntarnos, y antes que nada a los hombres de Iglesia, si realmente hemos cumplido el mandamiento: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».
En la vida sacerdotal de Albino Luciani no hay acontecimientos excepcionales, sino una vida diaria empleada fiel y continuamente en el servicio pastoral. En sus escritos no aparecen intenciones de labrarse una imagen determinada, ni asoma la perspectiva de la ambición ni la búsqueda de glorias efímeras.
Consagró todo su celo como sacerdote y obispo a la salus animarum, al mismo tiempo que cuidaba de su alma y su fe.
En los escritos que aquí se proponen se transparenta su relación con las lecturas y los autores que alimentaron su fe, y su contacto directo con la esencialidad y la riqueza de la Sagrada Escritura.
Él mantuvo este propósito de sencillez también en su alimento espiritual.
De hecho, ni siquiera enfatizaba la práctica de las virtudes; hablaba de ellas con sencillez, como de cosas normales para todos, fiel a la enseñanza del santo que admiró desde la adolescencia: san Francisco de Sales, el obispo y doctor de la Iglesia, referencia de la literatura espiritual moderna, con su Introducción a la vida devota (Filotea) y Tratado del amor de Dios.
Toda su vida -según destaca el autor de esta publicación- estuvo marcada por la sencillez evangélica, una sencillez que atraía a las personas, como un carisma, un regalo.
En él no había separación entre la vida personal y la vida pastoral, ni entre la vida espiritual y el ejercicio de la autoridad.
Escribió su testimonio de la vida cristiana en la absoluta coincidencia entre lo que él enseñó y lo que vivió, con fidelidad diaria a su vocación, a lo largo de su vida como joven sacerdote hasta la silla de Pedro.
Toda la vida de Albino Luciani, podemos decir, fue un compromiso a buscar la esencia del Evangelio como única y continua verdad, más allá de cualquier contingencia histórica.
Tan pronto como fue consagrado obispo, en la homilía pronunciada ante sus paisanos, dijo:
Trataré de tener siempre durante mi episcopado este lema: «Fe, esperanza y caridad». Si ponemos en práctica estas tres cosas, vamos bien; si tenemos fe, si tenemos esperanza, si tenemos caridad. Intentad vosotros hacer también lo mismo. Todos somos pobres pecadores (OO, vol. 2, 16).
Así durante su breve pontificado, después de la primera audiencia general programática sobre la humildad, Juan Pablo I dedicó las demás a las tres virtudes teologales.
Luciani también inscribió el ministerio pastoral petrino, que ejerció plenamente, en la sencillez, que en él nunca puede separarse de la atención al crecimiento personal de la fe, la esperanza y la caridad. En síntesis, de la santidad.
El fruto de este empeño fue una atención cada vez mayor a las dimensiones humanas, para servir al hombre como tal. Y esos hombres, tal como son, con los acontecimientos concretos de sus vidas, no fueron para el siervo de Dios solo los destinatarios de su magisterio, sino también hermanos de una vocación común, confiados a la misericordia, a aquello que nos une a todos.
Estas son las notas características de su espiritualidad: «El obispo pide al Señor no solo que sea capaz de enseñar esto (el amor a Dios y al prójimo) durante la misión que el Señor le permitirá desarrollar, sino también de ser capaz de precederles incluso con el ejemplo».
Solo aquel que puede decir con toda verdad: «Ya no soy yo el que vive en mí, sino Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20), puede encontrar los caminos del corazón de las personas, tocar este corazón, consolarlo, transformarlo, convertirlo, encendiendo en él un rayo de luz y dejando una huella indeleble.
Esto es lo que hizo el papa Juan Pablo I, con su enseñanza, con su ejemplo, con su humildad.
Una humildad que puede considerarse su testamento espiritual y que le permitió hablar a todos, especialmente a los pequeños y a los más lejanos.
La humilitas, que Albino Luciani recogió en su lema episcopal, sintetiza en sí misma lo esencial de la vida cristiana «e indica la virtud indispensable de quien, en la Iglesia, está llamado al servicio de la autoridad» (cfr. Benedicto XVI, ángelus, Palacio Apostólico de Castel Gandolfo, 28 de septiembre de 2008).
El papa Luciani ya había asimilado en su formación sacerdotal esa visión, que los Padres del primer milenio de la Iglesia consideraban mysterium lunae: una Iglesia que no brilla con luz propia, sino con luz reflejada; que no es propiedad de los hombres de Iglesia, sino Christi lumens.
Una imagen de la naturaleza eclesial y de su propio saber hacer, que había calado ampliamente los documentos del Concilio y que se volvió decisiva y fecunda en el itinerario pastoral de Luciani.
Y haciéndose apóstol del Concilio, que fue «un signo de la misericordia del Señor para la Iglesia», él lo hizo carne sobre todo en la concepción de la proximidad de la Iglesia al pueblo de Dios, en ser propter homines.
Juan Pablo I recordó con inusitado vigor el amor que Dios tiene por nosotros, sus criaturas, parangonándolo, en línea con el profetismo veterotestamentario, no solo con el amor de un padre, sino con la ternura de una madre hacia sus hijos: lo hizo durante el ángelus del 10 de septiembre, con estas palabras que tanto llamaron la atención a la opinión pública: «Somos objeto de un amor eterno por parte de Dios. Sabemos que Él siempre tiene los ojos abiertos, incluso cuando parece que es de noche. Es Padre: aún más, es Madre» (Insegnamenti, 61). Y en la audiencia general del 10 de septiembre afirmó: «Dios siente gran ternura por nosotros, más ternura que la de una madre hacia sus hijos, como dice Isaías» (ib., 65, cfr. también la audiencia general del 27 de septiembre, 95).
Insistentemente repetía que el amor a Dios era inspirado por el amor que viene de Dios, que el amor de Dios siempre nos precede. Así, Juan Pablo I, firme en las decisiones que el ministerio episcopal le impuso asumir, pero siempre enfatizando en su magisterio el aspecto de la misericordia, se convierte en testigo de ello: «También la Iglesia es Madre, si es continuadora de Cristo; y si Cristo es bueno también la Iglesia ha de ser buena, debe ser una madre para todos. Nadie queda excluido»; «Todos somos pobres pecadores... pero ningún pecado es demasiado grande, ninguno queda fuera de la misericordia ilimitada del Señor» (OO, vol. 2, 26).
La proximidad, la humildad, la sencillez y la insistencia en la misericordia y la ternura de Dios son los rasgos sobresalientes de un magisterio petrino que hace cuarenta años despertó la atención del Pueblo de Dios y que hoy permanecen más actuales que nunca.
En la homilía que pronunció, siendo ya Patriarca de Venecia, en el 750° aniversario de la muerte de san Francisco de Asís, dijo:
En la Iglesia de su tiempo, que necesitaba mucha reforma, él adoptó el método correcto de reforma. Amor apasionado por Cristo: vivir como Él, de Él, aplicar el Evangelio, adherirse a Él como si estuviera presente fue su programa. Francisco no solo era un hombre que oraba a Cristo, sino que era un hombre hecho de oración. Para sí mismo eligió la pobreza y de la pobreza hizo una amplia...
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